Cheradenine Zakalwe era uno de los agentes más importantes de Circunstancias Especiales, que cambiaba el destino de los planetas según las directrices de la Cultura por medio de conspiraciones, sucias artimañas y acciones militares. Diziet Sma lo había sacado de la oscuridad y lo había empujado hacia su actual celebridad, pero a pesar de su relación, ella no lo conocía tanto como pensaba.
El drone conocido como Skaffen-Amtiskaw conocía a ambos. Hace tiempo, había salvado la vida de la mujer al masacrar a sus atacantes de una manera especialmente sangrienta. Del hombre, pensaba que era un caso perdido. Pero ni siquiera su inteligencia mecánica podía imaginar los horrores en el pasado de Zakalwe.
Autor
El uso de las armas
ePUB v1.0
Superpollo1968
29.11.11
Traducción de Albert Solé
Cubierta: Geest/Höverstad
Ilustración: Vankeer Christian
Título original: Use of Weapons
© 1990, lain M. Banks
© 1992, Ediciones Martínez Roca, S. A. Colección Super Ficcion
ISBN 84-270-1648-4
Depósito legal B. 22.271-1992
Basado en la Edición digital de Elfowar. Junio de 2002.
Para Míe
El culpable de todo esto se llama Ken MacLeod.
Él fue quien tuvo la idea de convencer al viejo guerrero para que abandonara su retiro, y el programa de ejercicios físicos también fue una sugerencia suya.
Zakalwe haciendo su trabajo;
esas nubéculas de humo que giran perezosamente sobre la ciudad,
agujeros negros en el aire del mediodía, el resplandor del Punto de Impacto;
¿te han dicho lo que deseabas saber?
O azotado por la lluvia que te arranca la piel sobre el desierto de cemento,
isla fortaleza rodeada por las aguas;
caminaste entre las máquinas hechas pedazos,
y observaste mediante ojos libres de drogas
buscando artefactos de otra guerra,
y el lento castigo que desgasta el alma y la maquinaria.
Jugaste con plataformas, deslizadores y naves,
con armas, unidades y campos,
y escribiste una alegoría de tu regreso
con las lágrimas y la sangre de otros;
la vacilante poesía de tu ascenso
desde una mera gracia tambaleante.
Y aquellos que te encontraron
te hicieron suyo y te alteraron.
(«Eh, muchacho, tú contra nosotros, el hombre contra los proyectiles cuchillo.
Enfréntate a nuestra velocidad, nuestra inercia y nuestro secreto sangriento:
¡el camino que lleva al corazón de un hombre atraviesa su pecho!»)
Pobre niño salvaje…
Creían que eras su juguete, un resto viviente del pasado
y se felicitaban de haberte encontrado
porque la utopía engendra pocos guerreros.
Pero tú sabías que tu presencia creaba una incógnita
en cada plan trazado.
Te tomaste muy en serio nuestro juego
y comprendiste lo que ocultaban nuestros trucos
y nuestras glándulas alteradas,
y creaste tu propio significado con los huesos y los restos.
La trampa en que habían caído esas existencias de invernadero
no estaba hecha de carne,
y lo que nosotros nos limitamos a saber
tú lo sentiste
en lo más profundo de tus células deformes.
Rasd–Coduresa Diziet Embless Sma da ‘Marenhide. Agente de CE, Año 115 (Tierra, Calendario Khmer). Traducción propia del original marain. Inédito.
–D
ime, ¿qué es la felicidad?
–¿La felicidad? La felicidad…, la felicidad es despertar una soleada mañana de primavera sintiéndote agotado después de haber pasado tu primera noche con una hermosa y apasionada… asesina profesional.
–Mierda… Así que la felicidad se reduce a eso, ¿eh?
La copa de cristal reposaba entre sus dedos como si fuera una masa de luz sudorosa caída en una trampa. El líquido que contenía era del mismo color que sus ojos y giraba en lentos y perezosos remolinos bajo los rayos del sol mientras lo observaba con los párpados entrecerrados. La superficie iridiscente del líquido proyectaba reflejos sobre su rostro cubriéndolo con venillas de oro en continuo movimiento.
Apuró la copa y la contempló mientras el alcohol bajaba hasta llegar a su estómago. Sintió un cosquilleo en la garganta, y le pareció que la luz le hacía cosquillas en los ojos. Hizo girar la copa entre sus manos moviéndola deprisa pero con mucho cuidado, aparentemente fascinado por las desigualdades del pie y la sedosa lisura de las partes no talladas. La sostuvo delante del sol y entrecerró un poco más los párpados. El cristal centelleó como si contuviera un centenar de arco iris en miniatura, y los diminutos hilillos de burbujas atrapados en el esbelto tallo del recipiente brillaron con un resplandor que resultaba aún más dorado porque tenía el azul del cielo como fondo, y se fueron enroscando sobre sí mismos hasta formar una doble espiral.
Bajó la copa muy despacio y sus ojos se posaron sobre la ciudad sumida en el silencio. Contempló los tejados, los pináculos y las torres y, más allá de ellos, los grupos de árboles que indicaban la posición de los escasos parques de explanadas y caminos polvorientos; y su mirada se fue alejando hasta dejar atrás la distante línea de las murallas con sus dientes de sierra, las llanuras blanquecinas y las colinas azul humo que bailaban entre la calina que se extendía bajo un cielo sin nubes.
Movió el brazo sin apartar los ojos de aquel panorama y arrojó la copa por encima de su hombro lanzándola hacia la fresca penumbra del salón que había detrás de él. La copa se perdió entre las sombras y se hizo añicos.
–Bastardo –dijo una voz pasados unos segundos. La voz sonaba débil, como ahogada por una tela, y parecía tener cierta dificultad para articular las palabras–. Creí que era la artillería pesada. He estado a punto de cagarme de miedo…
–¿Quieres ver mierda por todas partes? Oh, diablos, y encima parece que he mordido el cristal… Mmmmm…, estoy sangrando. –Unos instantes de silencio–. ¿Me has oído? –Cuando volvió a hablar la voz pastosa sonó un poco más fuerte que antes–. Estoy sangrando… ¿Quieres ver el suelo lleno de mierda y sangre de noble cuna? –Un roce ahogado, un tintineo cristalino y, unos momentos después, otro murmullo–: Bastardo…
El joven del balcón giró lentamente sobre sí mismo dando la espalda a la ciudad y entró en el salón tambaleándose de forma casi imperceptible. El salón estaba lleno de ecos y la temperatura era unos cuantos grados más baja que en el balcón. El mosaico del suelo tenía miles de años y había sido cubierto en una época más reciente con una capa transparente a prueba de arañazos y golpes que protegía los diminutos fragmentos de cerámica. En el centro de la estancia había una gigantesca mesa para banquetes cubierta de tallas y adornos con sillas a su alrededor. Junto a las paredes se dispersaba una confusión de mesas de menor tamaño, más sillas, cómodas y armarios. Todas las piezas del mobiliario habían sido talladas en la misma madera oscura, y pesaban mucho.
Algunas paredes estaban adornadas con frescos de colores algo apagados, pero todavía impresionantes, en los que predominaban los campos de batalla; otras paredes estaban pintadas de blanco y acogían enormes mándalas formados por armas antiguas. Cientos de lanzas, cuchillos, espadas, escudos, mazas, lanzas, boleadoras y flechas habían sido cuidadosamente colocadas para crear grandes remolinos de filos y pinchos que hacían pensar en un diluvio de metralla emanado de una explosión imposiblemente simétrica. Armas de fuego bastante oxidadas se apuntaban las unas a las otras como dándose aires de importancia sobre el tiro obstruido de las chimeneas.
Las paredes también contenían unos cuantos cuadros ennegrecidos y varios tapices deshilachados, pero quedaban bastantes espacios vacíos que habrían podido acoger muchos más. Enormes ventanas triangulares de cristales multicolores arrojaban cuñas de luz sobre el mosaico y la madera. Los muros de piedra blanca se alzaban hasta el techo y terminaban en curvas rojas que sostenían enormes vigas de madera negra, que se extendían sobre toda la longitud del salón como si fueran una tienda gigantesca formada por una multitud de dedos angulosos.
El joven dio una patada a una silla y se dejó caer en ella.
–¿De qué sangre estás hablando? –preguntó.
Apoyó una mano sobre la superficie de la gran mesa para banquetes y se llevó la otra al cuero cabelludo moviéndola como si tuviera la cabeza cubierta por una espesa mata de pelo, aunque la llevaba afeitada.
–¿En? –exclamó la voz.
Parecía venir de algún lugar situado debajo de la gran mesa a la que acababa de sentarse.
–¿Qué conexiones aristocráticas ha podido tener un viejo vagabundo borracho como tú?
El joven apretó los puños y se frotó los ojos. Después los relajó y se dio masaje en la cara con las palmas.
El silencio duró bastante.
–Bueno… He sido mordido por una princesa.
El joven alzó los ojos hacia el techo atravesado por las vigas y dejó escapar un bufido.
–Se rechaza la prueba por insuficiente.
Se puso en pie y fue al balcón. Cogió los binoculares que había sobre la balaustrada y se los llevó a los ojos. Chasqueó la lengua, se tambaleó de un lado a otro como si fuera a perder el equilibrio, fue hacia las ventanas y se apoyó en una de ellas para evitar que el temblor de sus manos se transmitiera a los binoculares. Corrigió el foco, meneó la cabeza, volvió a dejar los binoculares sobre la balaustrada y se cruzó de brazos apoyando la espalda en la pared para contemplar la ciudad.
El panorama le hizo pensar en un horno para cocer pan. Tejados marrones y buhardillas agrietadas como cortezas y mendrugos de pan, polvo que parecía harina…
Los recuerdos surgieron de la nada y el panorama de calor y aire tembloroso que tenía delante se volvió primero gris y luego casi negro, y recordó otras ciudadelas (la ciudad de tiendas condenada a la destrucción que se extendía por el gran paseo para los desfiles que había debajo de ellos y la vibración que hacía temblar los cristales de las ventanas, la joven –muerta ahora–, hecha un ovillo sobre una silla en una torre del Palacio de Invierno). Hacía calor, pero no pudo contener un escalofrío, y expulsó los recuerdos de su mente con un considerable esfuerzo de voluntad.
–¿Y tú?
El joven volvió la cabeza hacia el salón.
–¿Qué?
–¿Has tenido algún tipo de relación con…, eh…, con quienes son mejores que nosotros?
El joven se puso muy serio.
–En una ocasión… –empezó a decir. Vaciló y tardó unos segundos en seguir hablando–. Conocí a alguien que era…, le faltaba muy poco para ser una princesa, y llevé una parte de ella dentro de mí durante un tiempo.
–¿Te importaría repetir eso? Llevaste…
–Una parte de ella dentro de mí durante un tiempo.
Silencio.
–¿No crees que habría debido ser al revés? –preguntó la voz en un tono muy cortés.
El joven se encogió de hombros.
–Fue una relación bastante extraña.
Volvió a contemplar la ciudad y sus ojos la recorrieron buscando humo, personas, animales o cualquier señal de movimiento, pero el paisaje estaba tan inmóvil y silencioso como si lo hubieran pintado. Lo único que se movía era el aire caliente que hacía bailotear las imágenes. El joven pensó que quizá hubiese alguna forma de hacer temblar un telón pintado para producir ese mismo efecto, pero no tardó en olvidarse de ello.