–Oh…, mieeeeeerda –dijo.
Logró encontrar un casco y se lo puso en la cabeza.
–¡Bastardos asque…! –gritó Cullis.
Tropezó cuando le faltaba muy poco para llegar al semioruga y se derrumbó sobre el polvo. Lanzó un juramento, se incorporó y saltó al vehículo. Dos proyectiles más cayeron a su izquierda haciendo impacto en los aposentos reales.
Las nubes de polvo creadas por el bombardeo empezaron a moverse por entre los edificios pegándose a las fachadas. La luz del sol se abrió paso a través del caos que se había adueñado del patio hendiéndolo como si fuera una cuña gigantesca que mezclaba las sombras con la claridad.
–Estaba convencido de que bombardearían los edificios del Parlamento –dijo Cullis en voz baja mientras contemplaba los restos llameantes de un camión que ardía al otro extremo del patio.
–¡Bueno, pues no lo han hecho!
El joven volvió a tirar de la palanca de encendido maldiciéndola ferozmente.
–Tenías razón. –Cullis suspiró y puso cara de perplejidad–. Oye, ¿qué habíamos apostado exactamente? ‘
–¿A quién le importa eso ahora? –rugió el joven.
Su pie se movió velozmente pateando algo por debajo del salpicadero. El motor del semioruga tosió y cobró vida.
Cullis se quitó unos restos de teja del cabello mientras su camarada se pasaba la correa del casco por debajo del mentón y le entregaba otro casco. Cullis lo aceptó con un suspiro de alivio y empezó a abanicarse la cara con él mientras se daba palmaditas en el pecho más o menos allí donde estaba el corazón, como si estuviera intentando darse ánimos y convencerse de que todo iba bien.
Y un instante después apartó la mano y contempló con incredulidad el líquido rojo que la manchaba.
El motor dejó de funcionar. Cullis oyó la voz del joven insultándolo como si fuera un ser vivo y el chasquido metálico que se produjo cuando volvió a tirar de la palanca del encendido. El motor carraspeó y sus toses entrecortadas se convirtieron en un débil ronroneo acompañado por el silbido de los proyectiles que seguían cayendo del cielo.
Cullis bajó la vista y contempló el acolchado del asiento sobre el que estaba sentado. Una salva de explosiones atronó a lo lejos entre los remolinos de polvo. El semioruga se estremeció.
La superficie del asiento se había vuelto de color rojo.
–¡Médico! –gritó.
–¿Qué?
–¡Médico! –gritó Cullis para hacerse oír por encima de otra explosión mientras le enseñaba su mano manchada de rojo–. ¡Zakalwe, estoy herido!
La pupila de su ojo bueno estaba dilatada por el horror y la sorpresa. Los dedos de su mano temblaban incontrolablemente.
El joven puso cara de exasperación y le apartó la mano con brusquedad.
–¡Es vino, imbécil!
Se inclinó hacia adelante, sacó una de las botellas que había metido bajo la guerrera de Cullis y la dejó caer sobre su regazo.
Cullis miró hacia abajo, muy sorprendido.
–Oh –dijo–. Bien. –Metió la mano dentro de su guerrera y extrajo cautelosamente unos cuantos trocitos de cristal–. Ya me extrañaba que me quedara tan bien… –murmuró.
El motor cobró vida de repente y rugió como si los torbellinos de polvo y el temblor del suelo le hubieran puesto furioso. Las explosiones que se sucedían en los jardines creaban surtidores de tierra marrón, que salían disparados hacia lo alto pasando sobre el muro del patio para acabar aterrizando a su alrededor acompañados por los fragmentos de las estatuas destrozadas.
El joven luchó durante unos momentos con el cambio de marchas. El semioruga se puso en marcha de repente con tanta brusquedad que él y Cullis casi salieron despedidos de sus asientos. El vehículo se lanzó hacia adelante, salió del patio y empezó a moverse por la polvorienta carretera que había más allá. Unos segundos después, casi todo el edificio en el que habían estado sucumbió a la detonación combinada de los proyectiles enviados por una docena de piezas d e artillería de gran calibre y se desplomó sobre el patio, sepultando el recinto y todo lo que había a su alrededor bajo inmensos montones de cascotes y vigas destrozadas a las que se unieron nubes de polvo aún más voluminosas.
Cullis se rascó la cabeza y le murmuró algo al casco en cuyo interior acababa de vomitar.
–Bastardos –dijo unos segundos después.
–Tienes toda la razón, Cullis.
–Bastardos asquerosos.
–Sí, Cullis.
El semioruga dobló una esquina y se alejó rugiendo en dirección al desierto.
A
vanzó por la sala de turbinas arrastrando consigo un anillo eternamente cambiante compuesto de amistades, admiradores y animales –una nebulosa congregada alrededor del foco de atracción que era su persona–, hablando con los invitados, dando instrucciones a sus sirvientes, haciendo sugerencias y ofreciendo cumplidos a la multitud de artistas que les entretenían con espectáculos de lo más variado. La música llenaba el espacio saturado de ecos que había sobre las viejas máquinas de superficies relucientes, y se iba sedimentando discretamente entre la muchedumbre de invitados vestidos con ropajes multicolores que no paraban de hablar. Saludó con una grácil reverencia y una sonrisa al Almirante que acababa de pasar junto a ella, y los dedos de su mano hicieron girar el tallo de la delicada flor negra que sostenían acercando los pétalos a su nariz para que pudiera captar su embriagadora fragancia.
Dos de los hralzs que había a sus pies saltaron hacia arriba lanzando chillidos estridentes y sus patas delanteras intentaron encontrar un asidero en el liso regazo de su traje de noche. Sus hocicos húmedos se elevaron hacia la flor. La mujer se inclinó y golpeó suavemente los dos morros con la flor. Los animales saltaron al suelo, menearon las cabezas y empezaron a estornudar. Los invitados que había a su alrededor se rieron. La mujer se agachó para acariciar el lomo de un hralz. Rascó sus grandes orejas y sintió la tensión que el gesto provocó en la tela del traje. El mayordomo fue hacia ella abriéndose paso con gran educación por entre la multitud que la rodeaba, y la mujer alzó la cabeza.
–¿Sí, Maikril? –preguntó.
–El fotógrafo de Tiempos del Sistema –dijo el mayordomo en voz baja.
Fue irguiéndose lentamente al mismo tiempo que ella se incorporaba, pero aun así acabó teniendo que alzar los ojos hacia la mujer. La barbilla del mayordomo quedaba a la altura de sus hombros desnudos.
–¿Admiten su derrota? –preguntó ella sonriendo.
–Creo que sí, señora. Solicita una audiencia.
La mujer se rió.
–Muy bien expresado… ¿Cuántas han sido esta vez?
El mayordomo se acercó un poco más. Un hralz le gruñó y el mayordomo le contempló con una mezcla de temor y nerviosismo.
–Treinta y dos cámaras móviles, señora, y más de un centenar fijas.
La mujer acercó la boca a la oreja del mayordomo.
–Sin contar las que descubrimos al examinar a nuestros invitados –dijo en voz muy baja, como si hablara con un compañero de conspiración.
–Cierto, señora.
–Hablaré con él… Has dicho que era un hombre, ¿no?
–Sí, señora.
–Hablaré con él, pero no ahora. Llévale al atrio del oeste. Dile que estaré allí dentro de diez minutos y recuérdamelo cuando hayan pasado unos veinte.
Echó un vistazo a su brazalete de platino. El diminuto proyector que parecía una esmeralda identificó la estructura de sus retinas y emitió dos conos de luz que contenían un plano holográfico de la vieja central energética. El sistema de guía centró cuidadosamente la base de cada cono en uno de sus ojos.
–Muy bien, señora –dijo Maikril.
La mujer le puso una mano en el brazo.
–Iremos al parque, ¿de acuerdo?
El mayordomo movió la cabeza en un gesto casi imperceptible para indicar que la había oído. La mujer se volvió hacia el grupo de invitados que tenía más cerca, puso una expresión contrita y juntó las manos rogándoles que la perdonaran.
–Lo siento muchísimo. ¿Tendrán la bondad de disculparme unos momentos?
Inclinó la cabeza a un lado y sonrió.
–Hola… ¿qué tal? Ah, hola…, ¿cómo estáis?
Caminaron rápidamente por entre el gentío dejando atrás los arco iris grisáceos de las fuentes de drogas y el chapoteo de los surtidores de vino. La mujer iba delante envuelta en un susurro de faldas mientras el mayordomo intentaba que sus largas zancadas no le dejaran atrás. La mujer iba saludando a todos los invitados que se cruzaban en su camino. Ministros del gobierno y sus sombras, altos dignatarios y delegados de gobiernos extranjeros, estrellas de todas las magnitudes creadas por los medios de comunicación, revolucionarios y altos mandos de la Flota, personajes de la industria y el comercio y el séquito mucho más extravagante de quienes se beneficiaban de sus riquezas… Los hralzs intentaban morder los talones del mayordomo y sus garras patinaban sobre el reluciente suelo de mica. Los animales recuperaban torpemente el equilibrio y daban un salto cada vez que se encontraban con una de las muchas y valiosísimas alfombras esparcidas por la sala de turbinas.
La mujer se detuvo ante el tramo de peldaños que llevaba al parque –la estructura de la dínamo situada más hacia el este era tan grande que quienes estaban en el salón principal no podían ver la arboleda–, dio las gracias al mayordomo, ahuyentó a los hralzs, repartió unas rápidas palmaditas por su impecable peinado, alisó su ya inmaculadamente liso traje y se aseguró de que el único adorno de su gargantilla negra –una piedra blanca–, estuviera perfectamente centrado. En cuanto hubo quedado satisfecha empezó a bajar el tramo de peldaños que terminaba en las puertas del parque. Un hralz se había quedado inmóvil en el comienzo del tramo de peldaños observándola nerviosamente. El animal tenía los ojos llorosos, no paraba de dar saltitos sobre sus patas delanteras y gemía quejumbrosamente.
La mujer se volvió hacia él y le lanzó una mirada de irritación.
–¡Vete, Saltarín! ¡Largo de aquí!
El animal bajó la cabeza y se alejó lentamente sin hacer ningún ruido.
La mujer cerró las puertas a su espalda y sus ojos recorrieron la silenciosa extensión de verdor que el parque ofrecía a su mirada.
La negrura de la noche se acumulaba al otro lado de la curva cristalina de la semicúpula. Unos mástiles de gran altura esparcidos por entre los árboles sostenían luces que proyectaban sombras sobre los agrupamientos de plantas. Hacía calor, y la atmósfera olía a tierra y savia. La mujer tragó una honda bocanada de aire y fue hacia el otro extremo del recinto.
–Hola.
El hombre se volvió rápidamente y la vio inmóvil detrás de él con la espalda apoyada en un mástil de luces, los brazos cruzados delante del cuerpo y una leve sonrisa presente tanto en los ojos como en los labios. Su cabellera era del mismo color negro azulado que sus ojos; tenía la piel morena y estaba más delgada de lo que aparentaba vista en los noticiarios, donde su altura no impedía que resultara casi corpulenta. El hombre era alto y delgado, y estaba mucho más pálido de lo que aconsejaba la moda. La mayoría de personas habrían opinado que tenía los ojos demasiado juntos.
El hombre contempló las delicadas nervaduras de la hoja que seguía sosteniendo en una de sus frágiles manos y la soltó. Sus labios se curvaron en una sonrisa algo vacilante y emergió del arbusto tachonado de flores multicolores que había estado examinando. Se frotó las manos y puso cara de incomodidad.
–Lo siento –dijo moviendo una mano en un gesto cargado de nerviosismo–. Yo…
–No importa –dijo ella mientras extendía un brazo. Se estrecharon la mano–. Usted es Relstoch Sussepin, ¿verdad?
–Eh… Sí –dijo él, obviamente sorprendido.
Seguía sosteniendo la mano de ella entre sus dedos. Apenas se dio cuenta de lo que estaba haciendo, su nerviosismo e incomodidad parecieron hacerse todavía más intensos y se apresuró a soltarla.
–Diziet Sma.
La mujer inclinó la cabeza unos centímetros en un gesto muy lento y medido dejando que su cabellera oscilara hasta rozar sus hombros sin apartar la mirada de él ni un instante.
–Sí, claro… Ya lo sé. Eh… Encantado de conocerla.
–Me alegro –replicó ella asintiendo con la cabeza–. Lo mismo digo. He oído algunas de sus obras.
–Oh. –Las palabras de la mujer le produjeron un placer tan exagerado que sus rasgos adquirieron una expresión casi infantil y sus manos se unieron en una palmada, un gesto maquinal del que no pareció darse cuenta–. Oh. Eso es muy…
–No he dicho que me gustaran –añadió ella.
La sonrisa había quedado confinada a una de las comisuras de sus labios.
–Ah.
El hombre puso cara de abatimiento.
«Qué increíblemente cruel puedo llegar a ser algunas veces…», pensó la mujer.
–Pero la verdad es que me gustan, y mucho –dijo.
Su expresión se alteró de repente y comunicó una mezcla de jovialidad y arrepentimiento, como si le estuviera revelando un secreto que sólo ellos dos eran dignos de conocer.
El hombre dejó escapar una carcajada y la mujer sintió que la tensión que se había adueñado de sus músculos empezaba a relajarse. Todo saldría bien.
–Me he preguntado por qué me había invitado –confesó él. Los ojos hundidos en las cuencas brillaban un poco más que hacía unos momentos–. Todas las personas a las que he visto en la fiesta parecen tan… –se encogió de hombros como si le costara encontrar la palabra adecuada–, tan importantes. Es por eso que…
Movió la mano en un gesto más bien vago que parecía señalar el arbusto que había estado inspeccionando cuando le sorprendió.
–Entonces, ¿no cree que los compositores puedan ser considerados personas importantes? –preguntó ella en un tono de suave reprimenda.
–Bueno…, comparados con todos esos políticos, almirantes y hombres de negocios…, quiero decir que medido en términos de poder… Y ni tan siquiera soy demasiado conocido. Si hubiera invitado a Khu, a Savntreig o a…
–Oh, sí –dijo ella–. No cabe duda de que ellos han sabido orquestar admirablemente sus carreras.
El hombre guardó silencio durante unos momentos, acabó soltando una risita ahogada y miró hacia abajo. Tenía los cabellos muy finos y la luz del mástil situado sobre sus cabezas hacía que pareciesen brillar. La mujer pensó que quizá fuese mejor hablar del encargo ahora en vez de guardar el tema para su próxima entrevista, momento en el que se arreglaría para rebajar los números –aunque por el momento fueran números bastante lejanos– a una cifra un poco más acorde con una relación de amistad…, o quizá incluso para una cita privada que tendría lugar aún más tarde, cuando estuviese totalmente segura de que había logrado cautivarle.