Keiver se estremeció y se tapó las piernas con los pliegues de la capa.
–Este castillo es muy frío… ¿No te parece que es muy frío, Zakalwe?
El mercenario se disponía a contestar cuando vio entreabrirse la puerta que había al otro extremo de la estancia.
Su mano fue rápidamente hacia el cañón de plasma.
–¿Va…, va todo bien? –preguntó una voz femenina.
Volvió a dejar el arma en el suelo y sonrió al rostro de rasgos delicados y piel bastante pálida que acababa de asomar por el umbral. La larga cabellera negra que lo enmarcaba caía en una línea vertical que seguía el contorno de la jamba de madera adornada con tallas y remaches.
–¡Ah, Neinte! –exclamó Keiver.
Irguió el cuerpo lo estrictamente necesario para saludar con una reverencia a la joven (¡la princesa!) que –técnicamente al menos, aunque eso no excluía que en el futuro pudieran darse relaciones más productivas e incluso lucrativas– había sido confiada a su custodia.
–Entra –oyó que decía el mercenario.
(Maldito descarado… Siempre estaba tomando la iniciativa. ¿Quién creía ser?)
La joven entró en la habitación recogiendo los pliegues de su falda delante de ella.
–Creí oír un disparo…
El mercenario se rió.
–Ya hace un poco de eso –dijo, poniéndose en pie para acompañar a la joven hasta un asiento cerca del fuego.
–Bueno –replicó ella–, tenía que vestirme y…
La segunda carcajada del mercenario fue un poquito más ruidosa que la anterior.
–Mi señora… –dijo Keiver mientras se ponía en pie con cierto retraso y le hacía lo que ahora (gracias a Zakalwe, maldito fuese), parecería una inclinación excesivamente envarada–. Espero que no hayamos turbado la paz de vuestro sueño…
Keiver oyó la carcajada ahogada que salió de los labios del mercenario y el ruido de un tronco siendo acercado a las llamas. La princesa Neinte dejó escapar una risita. Keiver sintió que se le encendía el rostro y decidió unirse a las risas.
Neinte –era muy joven, pero ya poseía una belleza delicada y frágil que invitaba a protegerla– alzó las rodillas hasta pegarlas al cuerpo, se las rodeó con los brazos y clavó la mirada en las llamas de la chimenea.
Durante el silencio que siguió a ese cambio de postura (roto únicamente por el «Sí, bien…» del aspirante a vicerregente) los ojos del mercenario fueron de ella a Keiver. Los troncos ardían entre crujidos y las llamas color escarlata bailaban en el hogar, y el mercenario pensó que en aquel momento los dos jóvenes se parecían mucho a un par de estatuas.
«Me gustaría saber del lado de quién estoy aunque sólo fuera esta vez –pensó–. Me encuentro atrapado dentro de una fortaleza absurda repleta de riquezas y objetos de valor y atestada de nobles, algunos de ellos no muy espabilados… –contempló la expresión más bien vacua de Keiver–, enfrentándome a las hordas que hay al otro lado de los muros (fuerza bruta e inteligencia no muy elevada, garras y músculos enfurecidos) porque intento proteger a estos delicados y gimoteantes productos de un milenio de privilegios, y no tengo ni la más mínima idea de si estoy siguiendo el curso táctico o estratégico adecuado a la situación…»
Las Mentes nunca tomaban en consideración ese tipo de distinciones. Para ellas la estrategia y la táctica eran una sola cosa. La escala de valores de su álgebra moral dialéctica alcanzaba tales niveles de sofisticación que las tácticas acababan fundiéndose unas con otras hasta formar la estrategia, y la estrategia se desintegraba convirtiéndose en tácticas. Su álgebra era tan complicada que un simple cerebro de mamífero jamás podría llegar a comprenderla y dominarla.
Recordó lo que Sma le había dicho hacía mucho, mucho tiempo en aquel nuevo comienzo (un comienzo que había sido el resultado de inmensas cantidades de dolor y culpabilidad). Sma le había explicado que las Mentes trataban con lo intrínsecamente improbable e imprevisible, y que se movían por un terreno en el que era preciso ir forjando nuevas reglas a medida que avanzabas. Las reglas cambiaban continuamente y la naturaleza de las cosas jamás podía ser conocida o predicha de antemano, y ni tan siquiera se la podía juzgar con un mínimo grado de certidumbre real. Todo aquello sonaba muy sofisticado y abstracto, y el mercenario siempre había tenido la impresión de que trabajar con esas teorías debía ser un desafío de lo más interesante, pero al final los materiales básicos sobre los que se sostenían las teorías eran las personas y los problemas a resolver.
Aquí y ahora todo se reducía a esa joven. Apenas era una niña, pero estaba atrapada en el gran castillo de piedra con el resto de la crema o de las heces de aquella sociedad (según como lo miraras), y su vida o su muerte dependerían de lo buenos que fueran sus consejos y de si aquellos payasos eran capaces de hacer caso de ellos y ponerlos en práctica.
Contempló el rostro de la joven iluminado por las llamas y sintió algo más que un deseo distante (pues era atractiva), o un afán paternal de protegerla (pues era muy joven y él, pese a su apariencia física, era muy viejo). No sabía qué nombre dar a sus emociones. Era como si lo hubiera comprendido todo de repente, como si hubiera cobrado consciencia de la tragedia representada por todo aquel episodio. La Regla estaba a punto de ser quebrantada, el poder y los privilegios se desintegraban y todo el complejo sistema encarnado en esta niña se hallaba a punto de hacerse añicos.
El barro y la suciedad, el rey con pulgas… El robo se castigaba con la mutilación y los pensamientos que no encajaban dentro de la ortodoxia se castigaban con la muerte. La tasa de mortalidad infantil era tan astronómicamente elevada como infinitesimalmente reducida la esperanza de vida, y todo aquel horrendo paquete de injusticias estaba envuelto en un manto de riquezas y ventajas concebidas para mantener el oscuro dominio que quienes gozaban del conocimiento ejercían sobre los ignorantes (y lo peor de todo estaba en la pauta, en la repetición y la gran cantidad de variaciones retorcidas sobre el mismo tema depravado que se daban en tantos sitios distintos).
Su mente volvió a esa joven a la que todos llamaban princesa. ¿Moriría? El mercenario sabía que el curso de la guerra no les estaba siendo muy favorable, y la misma gramática simbólica que le ofrecía la perspectiva del poder si las cosas iban bien dictaba igualmente el que se pudiera prescindir de ella si iban mal. El rango exigía su tributo; y el desenlace del conflicto sería el encargado de escoger entre la reverencia obsequiosa o la puñalada por la espalda.
Observó su rostro a la parpadeante claridad de las llamas y se la imaginó convertida en una anciana. La vio encerrada en una mazmorra de paredes viscosas aguardando a que ocurriera algo y aferrándose a las esperanzas vestida con una tela de saco y con el cuerpo cubierto de piojos, la cabeza afeitada, los ojos dos agujeros oscuros en la piel maltrecha y, finalmente, vio como la sacaban de su encierro un día en que la nieve caía del cielo para clavarla a una pared con flechas o balas, o para que se enfrentara al filo helado del hacha blandida por el verdugo.
Naturalmente, también cabía la posibilidad de que todas esas imágenes fueran demasiado románticas. Quizá habría una desesperada huida para pedir asilo en otro país, un exilio amargo y solitario durante el que iría envejeciendo y perdiendo las fuerzas, estéril y senil, recordando continuamente esos viejos tiempos cada vez más dorados y hermosos, componiendo peticiones de auxilio que no servirían para nada, esperando el regreso y convirtiéndose lenta pero inexorablemente en una criatura muy parecida a la princesa mimada e inútil prevista por el condicionamiento al que había sido sometida desde que nació, pero sin ninguna de las compensaciones fruto de su posición que la habían acostumbrado a esperar.
Comprendió que la joven carecía de significado, y el comprenderlo le entristeció. No era más que otra parte irrelevante de otra historia que se dirigía hacia lo que probablemente sería una existencia más fácil y tiempos mejores para la mayoría de la población, y los cuidadosamente calculados empujoncitos con que la Cultura pretendía llevarla en lo que consideraba la dirección correcta influirían muy poco en el desenlace final. El mercenario sospechaba que el aquí y el ahora no tenían reservado nada demasiado bueno para la joven.
De haber nacido veinte años antes habría podido esperar un buen matrimonio, una propiedad que le daría grandes rentas, el acceso a la corte, hijos robustos e hijas con talento; y dentro de veinte años quizá hubiera podido aspirar a casarse con un comerciante astuto o incluso –en el improbable caso de que esta sociedad basada en la discriminación sexual se encaminara hacia esa dirección tan pronto–, a tener su propia vida y a desarrollarse como persona en las ciencias, los negocios, el hacer obras de caridad o lo que fuese.
Pero probablemente lo único que la esperaba era la muerte.
La torre de aquel gran castillo se alzaba como un risco de color negro sobre las llanuras nevadas, la fortaleza asediada era hermosa e imponente y contenía todos los tesoros de un imperio, y allí estaba él, sentado junto a los troncos que ardían dentro de una chimenea con una princesa hermosa y triste a muy poca distancia… Pensó que hubo un tiempo en el que solía soñar con esas historias. «Cómo las anhelaba, con qué desespero quería verlas convertidas en realidad… Me parecían la misma esencia de la vida, la materia prima de que estaba hecha. Entonces, ¿por qué siento como si tuviera la boca llena de cenizas? Tendría que haberme quedado en esa playa, Sma. Puede que me esté haciendo demasiado viejo para este tipo de cosas…»
Se obligó a apartar la mirada de la joven. Sma le había dicho que tenía una cierta tendencia a involucrarse demasiado en los asuntos de los demás, y no le faltaba su parte de razón. Había hecho lo que le pidieron que hiciese; le habían pagado y cuando todo esto terminara aún tendría un asunto del que ocuparse. Quería ser absuelto de un crimen pasado, e intentaría conseguir la absolución con todas sus fuerzas. «Livueta, di que me perdonas…»
–¡Oh!
La princesa Neinte acababa de fijarse en los restos del trono de madera de sangre.
–Sí, yo… –Keiver se removió en su asiento y puso cara de incomodidad–. Eso… Ah… Me temo que…, ummmm…, me temo que he sido yo. ¿Era tuyo? ¿Pertenecía a tu familia?
–¡Oh, no! Pero lo había visto muchas veces. Perteneció a mi tío el archiduque. Antes estaba en su cabaña de caza, y había una cabeza disecada enorme encima. Siempre le tuve bastante miedo, porque soñaba que se caería de la pared, que uno de los colmillos se me clavaría en la cabeza y me mataría. –Su mirada fue de un hombre a otro y acabó dejando escapar una risita nerviosa–. Qué fantasía tan tonta, ¿verdad?
–¡Ja! –exclamó Keiver.
(Mientras, él les observaba en silencio y se estremecía. E intentaba sonreír.)
–Bueno… –dijo Keiver lanzando una carcajada que sonó algo forzada–. Tienes que prometerme que no le contarás nunca a tu tío que rompí su trono, ¡o no volverá a invitarme a sus cacerías! –Keiver lanzó una segunda carcajada aún más ruidosa que la anterior–. De hecho… ¡Si se lo dices puede que sea mi pobre cabeza la que acabe adornando una de sus paredes!
La joven lanzó un chillido de pavor y se llevó una mano a los labios.
(Apartó los ojos y volvió a estremecerse. Arrojó un tronco a la chimenea y ni entonces ni después se dio cuenta de que lo que había echado a las llamas era un trozo del trono, y no un tronco.)
S
ma siempre había sospechado que muchas tripulaciones de nave estaban locas. De hecho, incluso sospechaba que un cierto número de naves tenían graves problemas que resolver en el departamento de la cordura. El piquete ultrarrápido
Xenófobo
sólo contaba con veinte tripulantes, y Sma se había dado cuenta de que por regla general cuanto menos numerosa era la tripulación más raro resultaba su comportamiento. Saberlo hizo que estuviera preparada para enfrentarse a gente bastante rara incluso antes de que el módulo entrase en el hangar.
–¡Atchís! –El joven tripulante estornudó y se tapó la nariz con una mano mientras ofrecía la otra a Sma para ayudarla a bajar del módulo. Sma apartó la mano con bastante brusquedad mientras observaba la nariz enrojecida y los ojos llorosos del joven–. Llamo Ais Disgarb –dijo el tripulante mientras parpadeaba y ponía cara de sentirse algo ofendido–. En-venida a ordo.
Sma volvió a alargar la mano cautelosamente hacia él. La mano del tripulante estaba ardiendo.
–Gracias –dijo.
–Skaffen-Amtiskaw –dijo la unidad a su espalda.
–¿Tal?
El tripulante saludó a la unidad con la mano. Sacó un trocito de tela del interior de una manga y lo usó para secarse las lágrimas y sonarse la nariz.
–¿Se encuentra bien? –preguntó Sma.
–No ucho –dijo el joven–. Toy estriado. –Señaló a un lado del hangar–. Vengan conmigo.
–Así que está resfriado… –dijo Sma asintiendo con la cabeza mientras empezaba a caminar junto a él.
El joven vestía un caftán, y daba la impresión de haberse levantado de la cama hacía poco.
–Sí –dijo.
Les precedió por entre el montón de embarcaciones auxiliares, satélites y demás parafernalia espacial del
Xenófobo
y fue hacia la parte trasera del hangar. Volvió a estornudar y sorbió aire ruidosamente por la nariz.
–Es orno una pecie e moda en la ave.
Habían empezado a pasar por entre dos módulos que estaban muy juntos. Sma se encontraba detrás del joven y aprovechó el que no le veía para volverse rápidamente hacia Skaffen-Amtiskaw. Sus labios se movieron articulando las palabras «¿Qué ha dicho?» sin hacer ningún ruido, pero la máquina se limitó a oscilar de un lado a otro con su equivalente al encogimiento de hombros humano. Después alteró los campos de su aura creando un telón de fondo rosado sobre el que aparecieron letras de color gris.
YO TAMPOCO LE HE ENTENDIDO
, decía el mensaje.
–Ensamos que ría teresante relajar nuetros temas inmunes y pillar esfriados –explicó el joven mientras les llevaba al ascensor que había al otro extremo del hangar.
–¿Todos? –preguntó Sma. La puerta se cerró detrás de ellos y el ascensor se puso en marcha–. ¿Toda la tripulación?
–Sí, peo no tos al mimo empo. Los que san cuperado dicen ques muy vertido cuando se te pasa.
–Ya… –murmuró Sma.
Lanzó una rápida mirada de soslayo a la unidad y vio que el campo de sus auras se había vuelto de un color azul claro –respeto e interés–, pero en uno de los lados había un punto rojizo de gran tamaño que probablemente sólo ella podía ver. El punto se encendía y se apagaba a gran velocidad. En cuanto lo hubo visto tuvo que hacer un considerable esfuerzo para no echarse a reír.