La mujer solía hablarle de sus antiguos amores o de sus viejas esperanzas y de las nuevas, y el hombre la escuchaba sin prestarle mucha atención sabiendo que ella estaba convencida de que no entendía lo que le contaba. Cuando hablaba con ella usaba otro lenguaje y las historias que salían de sus labios resultaban todavía menos creíbles que las de la mujer. La mujer se acurrucaba junto a él con la cabeza sobre la dura planicie de su pecho y él hablaba como si conversara con la negrura que se cernía sobre su lecho, y el frágil recinto de madera que les protegía era tan pequeño que su voz jamás creaba ecos. El hombre usaba palabras que ella jamás entendería para hablarle de esa tierra encantada donde todo el mundo poseía poderes mágicos, donde nadie tenía que enfrentarse a dilemas o elecciones dolorosas y la culpabilidad casi era desconocida, y la pobreza y la degradación eran cosas de las que debías hablar a los niños para que pudieran comprender lo afortunados que eran, y donde jamás había corazones rotos por la pena o la desgracia.
Le habló de un hombre, un guerrero que había trabajado para los hechiceros haciendo cosas que ellos no podían o no querían hacer personalmente, y le contó que el guerrero había tomado la decisión de no seguir trabajando para ellos. Aquel hombre se había embarcado en una campaña personal fruto de la obsesión, porque quería verse libre de una carga cuya existencia se negaba a admitir –y que ni tan siquiera los hechiceros habían sido capaces de descubrir–, y al final de esa campaña acabó descubriendo que no sólo había aumentado el peso con el que debía cargar, sino que su capacidad de seguir soportándolo no era infinita.
Y a veces le hablaba de otro tiempo y otro lugar muy alejado en el espacio y en el tiempo y aún más alejado en la historia, un lugar donde cuatro niños habían jugado juntos en un inmenso y maravilloso jardín, pero su paraíso acabó siendo destruido por las armas, y le hablaba del chico que se convirtió primero en un joven y luego en un hombre, pero que no consiguió librarse jamás del amor que sentía hacia una muchacha. Años después aquel lugar tan lejano fue el escenario de una guerra pequeña pero terrible, y el jardín desapareció. (Y el paso del tiempo hizo que el hombre consiguiera arrancar a la chica de su corazón.) Al final, cuando llevaba tanto rato hablando que ya estaba medio dormido y la noche había llegado a su hora más oscura y la mujer ya llevaba mucho tiempo viajando por la tierra de los sueños, a veces le contaba en susurros la historia de un gran navío de combate que dormía en un lecho de piedra pero que seguía siendo tan temible y poderoso como en el pasado, y le hablaba de las dos hermanas que habían tenido en sus manos el destino de esa nave de guerra, y de sus destinos, y de la Silla y del Constructor de Sillas.
Después se quedaba dormido, y cuando despertaba, la mujer y el dinero siempre habían desaparecido.
Entonces volvía la mirada hacia el oscuro papel embreado que cubría las paredes e intentaba conciliar el sueño, pero no lo conseguía y acababa levantándose de la cama para vestirse. Después salía de la cabaña y volvía a recorrer la playa que se extendía hasta perderse en el horizonte, moviéndose lentamente bajo el cielo de color azul o negro y los pájaros marinos que giraban sobre su cabeza entonando tenazmente sus canciones desprovistas de significado, como si el mar y la brisa que olía a sal pudieran entenderlas.
El clima cambiaba, pero el hombre nunca se tomaba la molestia de mantenerse al corriente de los pronósticos y nunca sabía en qué estación vivía, pero el clima oscilaba del sol y el calor al frío y las nubes, y a veces el granizo caía del cielo y los vientos soplaban alrededor de la choza abriéndose paso con un gemido quejumbroso por las grietas del papel embreado y las hendiduras que había entre los tablones, y sus manos invisibles removían la arena caída sobre el suelo de la choza esparciéndola a un lado y a otro como si los granos de arena fuesen un montón de recuerdos calcinados.
La arena se iba acumulando dentro de la choza llegando primero de una dirección y luego de otra, y el hombre la recogía cuidadosamente y la arrojaba por la puerta entregándola al viento igual que si hiciese una ofrenda, y cuando había terminado se sentaba a esperar la próxima tormenta.
Siempre sospechaba que aquellas lentas inundaciones de arena seguían una pauta, pero nunca se decidía a hacer el intento de averiguar en qué podía consistir. Cada tres o cuatro días tenía que llevar su carrito de madera a la ciudad-aparcamiento para vender las cosas que le había traído el mar y conseguir dinero que convertir en provisiones y pagar a la mujer que acudía a su cabaña cada cinco o seis días.
La ciudad-aparcamiento con que se encontraba a cada nueva visita era distinta de la que había visto durante su última estancia en ella. Las calles se creaban o se evaporaban en un cambio continuo que dependía de la llegada o la marcha de los vehículos-hogares, y todo estaba supeditado al sitio en que decidieran aparcar sus propietarios. Había algunas estructuras casi inmutables, como el recinto del sheriff, el depósito de combustible, el remolque del herrero y el área en que las caravanas de la luz y las reparaciones habían instalado sus talleres, pero incluso ellas cambiaban poco a poco y todo lo que había a su alrededor se encontraba en un estado de flujo continuo, por lo que la geografía de la ciudad-aparcamiento nunca era idéntica de una visita a otra. Aquella permanencia precaria le producía una extraña satisfacción secreta, y el ir allí no le disgustaba tanto como intentaba aparentar.
El camino de tierra polvorienta estaba lleno de roderas y nunca se hacía más corto. El hombre siempre albergaba la esperanza de que los desplazamientos de la ciudad-aparcamiento fueran acercando lentamente su ajetreo y sus luces a la choza en que vivía, pero su deseo jamás se había visto cumplido y el hombre se consolaba pensando que si la ciudad se acercara las personas que la habitaban y su torpe curiosidad también estarían más cerca de él.
Una chica de la ciudad-aparcamiento –la hija de uno de los comerciantes con los que trataba– parecía más interesada por él que por las otras personas con las que tenía contacto. Siempre le daba algo de beber y le traía golosinas que cogía del remolque de su padre, y rara vez le dirigía la palabra. Se limitaba a entregarle lo que había traído, le sonreía tímidamente y se alejaba caminando muy deprisa con su ave marina –le habían cortado la mitad de cada ala, incapacitándola para volar– contoneándose detrás de ella sin dejar de graznar.
El hombre nunca le había dicho nada que no debiera decirle, y siempre apartaba la mirada de su esbelto cuerpo moreno. No sabía cuáles eran las leyes de cortejo por las que se regían los habitantes de la ciudad-aparcamiento, y aunque aceptar las golosinas y las bebidas siempre le había parecido el camino más sencillo y menos problemático a seguir no quería entrometerse más de lo estrictamente necesario en las vidas de aquella gente. Se dijo que la chica y su familia no tardarían en marcharse a otro sitio, y siguió aceptando sus pequeñas ofrendas con un asentimiento de cabeza que no iba acompañado por palabras o sonrisas, y no siempre bebía o comía todo lo que le entregaba. También se había dado cuenta del joven que parecía estar por allí cada vez que la chica le daba algo. El joven solía observarle con una expresión peculiar, y el hombre comprendió que deseaba a la chica, y a partir de entonces procuró apartar los ojos lo más rápidamente posible cada vez que su mirada se encontraba con la de él.
El joven le siguió un día mientras volvía a la choza perdida entre las dunas. Se plantó delante e intentó hacerle hablar. Después le golpeó en el hombro, acercó su cara a la del hombre y se puso a gritar. El hombre fingió que no le entendía. El joven trazó líneas sobre la arena delante de él y el hombre pasó sobre ellas empujando su carrito y le contempló parpadeando lentamente, con las dos manos rodeando las varas del carrito, y los gritos del joven se hicieron más airados y se inclinó para trazar otra línea sobre la arena que se interponía entre ellos.
El hombre acabó hartándose y cuando el joven volvió a clavarle un dedo en el hombro le agarró por la muñeca, le retorció el brazo hasta hacerle caer sobre la arena y le mantuvo inmovilizado durante unos momentos tirando de la articulación del hombro mientras medía cuidadosamente –al menos eso esperaba– la fuerza que ejercía. No quería romperle nada, pero deseaba causarle un dolor lo bastante intenso para que el joven quedara incapacitado durante dos o tres minutos, el tiempo que necesitaría para alejarse lentamente sobre las dunas empujando su carrito.
La táctica pareció funcionar.
Dos noches después –la noche después de que la mujer hubiera ido a la choza y de que él hubiera vuelto a hablarle de aquel terrible navío de combate, de las dos hermanas y del hombre que aún no había obtenido el perdón por lo que había hecho– la chica llamó a su puerta. El ave marina con las alas inutilizadas saltó y lanzó sus graznidos estridentes mientras la chica lloraba y le decía que le amaba y que había discutido con su padre, y él intentó apartarla de un empujón, pero la chica se escabulló por debajo de su brazo, se derrumbó sobre su cama y siguió llorando.
El hombre contempló la negrura sin estrellas de la noche y acabó clavando la mirada en los ojos del ave marina mutilada, que había dejado de graznar. Después fue hasta la cama, cogió a la chica en vilo y la sacó de la choza cerrando la puerta con un golpe seco y pasando el pestillo.
Sus gritos y los graznidos del ave marina entraron por las hendiduras que había entre los tablones durante un rato invadiendo el interior de la choza de una forma tan inexorable como los granos de arena que traía el viento. El hombre se tapó las orejas con las manos y tiró de las sucias mantas para ocultar su cabeza.
Su familia, el sheriff y puede que unas veinte personas más de la ciudad-aparcamiento se presentaron a la noche siguiente.
La chica había sido encontrada esa tarde en el sendero que llevaba a su choza. Estaba muerta, y la habían golpeado salvajemente antes de violarla. El hombre se quedó inmóvil en el umbral de la choza contemplando aquellos rostros iluminados por las llamas de las antorchas. Sus ojos se encontraron con los del joven que deseaba a la chica, y le bastó con mirarle para comprender lo que había ocurrido.
No podía hacer nada. La culpabilidad que brillaba en un par de ojos no era nada comparada con el fuego de la venganza que bailoteaba en los de los demás, así que cerró la puerta de un manotazo, corrió hasta el otro extremo de la choza y derribó los frágiles tablones de madera para alejarse hacia las dunas y la oscuridad.
Aquella noche tuvo que luchar con cinco de ellos y faltó poco para que matara a dos, pero al final encontró al joven y a uno de sus amigos buscándole sin demasiado entusiasmo cerca del sendero.
Dejó inconsciente al amigo y sus manos se cerraron sobre la garganta del joven. Cada uno de ellos llevaba un cuchillo. El hombre se los quedó, llevó al joven hasta la choza con la hoja de un cuchillo rozando su garganta.
Prendió fuego a la choza.
Cuando la luz hubo atraído a una docena de hombres subió a la duna más alta de las que rodeaban la hondonada manteniendo inmovilizado al joven con una mano.
Los hombres de la ciudad-aparcamiento alzaron la cabeza hacia el extranjero iluminado por las llamas. El hombre dejó que el joven se derrumbara sobre la arena y arrojó los dos cuchillos haciendo que se clavaran junto a sus pies.
El chico cogió los cuchillos y se lanzó sobre él.
El hombre se movió, permitió que el joven pasara junto a él y le desarmó. Cogió los dos cuchillos y los arrojó delante del joven con la empuñadura hacia abajo. El joven volvió a atacarle blandiendo un cuchillo en cada mano y, una vez más, el hombre permitió que pasara junto a él –el movimiento fue tan rápido que apenas resultó visible– y le quitó los cuchillos de entre los dedos. Le puso la zancadilla y arrojó los cuchillos antes de que hubiera conseguido levantarse de la arena. Los cuchillos se hundieron en la arena a un centímetro de su cabeza, uno a la derecha y el otro a la izquierda. El joven gritó, cogió los dos cuchillos y se los arrojó.
El hombre movió la cabeza de manera imperceptible y los cuchillos pasaron silbando junto a sus orejas. Los hombres que les observaban a la parpadeante claridad de las antorchas movieron la cabeza para seguir la trayectoria que debían trazar hasta perderse en las dunas que había detrás de ellos, pero cuando volvieron la mirada hacia él con expresiones de perplejidad y sorpresa vieron que el forastero tenía un cuchillo en cada mano, y comprendieron que los había pillado al vuelo. El hombre volvió a arrojarlos delante del joven.
El joven los cogió y lanzó un alarido gutural. Sus manos ensangrentadas se movieron torpemente para agarrarlos por las empuñaduras y volvió a lanzarse sobre el forastero, quien le derribó, le arrancó los cuchillos de las manos y sostuvo uno de los codos del joven sobre su rodilla con el brazo tenso durante un segundo interminable como si se dispusiera a rompérselo…, y acabó soltándolo. El hombre volvió a coger los cuchillos y los depositó en las palmas del joven.
Oyó los sollozos ahogados por la negrura de la arena y sintió el peso de las miradas que les observaban.
Se preparó para echar a correr y miró a su espalda.
El ave marina saltó y movió frenéticamente sus alas mutiladas golpeando el aire y la arena con ellas hasta que consiguió llegar a lo alto de la duna. Inclinó la cabeza y contempló al forastero con un ojo encendido por los reflejos de las llamas.
Los hombres de la hondonada parecían haber quedado paralizados por el bailotear de las llamas.
El ave marina fue hacia el joven que seguía sollozando sobre la arena y dejó escapar un graznido ensordecedor. Movió las alas, volvió a graznar y su pico buscó los ojos del joven.
El joven intentó quitársela de encima, pero el ave dio un gran salto, graznó y movió las alas, y las plumas salieron disparadas por los aires y cuando el joven le rompió un ala el ave se desplomó sobre la arena con la cola apuntando hacia su rostro y le lanzó un chorro de excrementos casi líquidos.
El rostro del chico entró en contacto con la arena y los sollozos hicieron temblar su cuerpo.
El forastero contempló los rostros de los hombres inmóviles en la hondonada mientras su choza se iba derrumbando y los remolinos de chispas anaranjadas se alzaban hacia el silencio del cielo nocturno.