Al principio la chica había temido que no podría soportar el terrible poder de la droga y que se haría pedazos como una olla al rojo cuando se la sumerge en el agua, tal y como había oído contar que ocurrió con otros forasteros engañados por la vanidad y convencidos de que las hojas de los sueños no eran más que otro capricho que unir a la cadena de diversiones y vicios en que habían decidido convertir sus vidas, pero el desconocido no intentó luchar. Era un soldado y, como tal, estaba acostumbrado al combate, pero dio muestras de una rara sensibilidad y supo rendirse sin ofrecer ni la más mínima resistencia aceptando los dictados de la droga. La chica le admiraba por ello, y dudaba de que los conquistadores poseyeran una fuerza tan flexible y segura de sí misma. Incluso algunos de los jóvenes nómadas –precisamente aquellos que solían ser más atractivos e impresionantes en todos los demás aspectos–, eran incapaces de aceptar el peso aplastante de los dones que ofrecían las hojas de los sueños, y acababan chillando y balbuceando palabras ininteligibles mientras pasaban por una pesadilla abreviada. La chica les había oído gimotear pidiendo el pecho de su madre, y también era frecuente que se orinaran o se cagaran encima mientras lloraban y revelaban a los vientos del desierto los temores que más les avergonzaban. La droga administrada en las cantidades cuidadosamente medidas que se utilizaban para la ceremonia casi nunca resultaba fatal, pero los efectos posteriores de haberla ingerido podían serlo. Más de un joven valiente había preferido sentir el filo de su espada atravesándole el vientre que enfrentarse al deshonor de seguir vivo sabiendo que una simple hoja había sido más fuerte que él.
Era una lástima que aquel hombre fuese un forastero y no alguien de su pueblo. La chica estaba convencida de que habría sido un buen esposo y de que habría engendrado muchos hijos fuertes y muchas hijas astutas. La mayoría de los matrimonios se concertaban en las tiendas donde los hombres tomaban las hojas de los sueños, y al principio el que le pidieran que cuidase del forastero durante sus días de la hoja le pareció un insulto, pero acabaron convenciéndola de que era un honor. Le explicaron que aquel hombre había prestado un gran servicio a su pueblo, y le dijeron que como recompensa a cuidar de él podría escoger entre los jóvenes novicios de la tribu en cuanto hubiera llegado el momento de su prueba.
Y cuando tomó las hojas de los sueños el hombre insistió en que la ceremonia debía celebrarse de la forma normalmente reservada para sus soldados veteranos y matriarcas, y dejó bien claro que no quería tomar la dosis que se administraba a los niños. La chica contempló sus giros y el continuo flexionarse de su cintura y pensó que parecía estar intentando remover algo oculto en las más oscuras profundidades de su mente.
Por los caminos, por las señales cruzadas de esas líneas solitarias que han ido siendo erosionadas por el comercio, el intercambio y el conocimiento que pasa de unas manos a otras; huellas en el polvo, señales casi invisibles en la página marrón del desierto. La tienda se alzaba inmutable, tanto en Verano cuando el lado blanco quedaba hacia fuera y el negro hacia dentro como en Invierno cuando se le daba la vuelta.
Era como si pudiese sentir el lento girar de su cerebro dentro del cráneo.
En la tienda blanca que era negra y de ambos colores a la vez, junto a la encrucijada perdida en el desierto, una impermanencia blanca y negra como una hoja caída antes de que soplen los vientos temblando en la brisa que se hincha bajo la ola inmóvil de la pétrea circunferencia de montañas coronadas por la nieve y el hielo, espuma congelada en un aire tan tenue que apenas puede ser respirado.
Decidió alejarse y abandonó la tienda para que se desplomara detrás de él. Se convirtió en un puntúo que volaba junto a las huellas casi impalpables que surcaban el polvo, y las montañas quedaron atrás –blanco coronando el ocre–, y los senderos y la tienda desaparecieron, y las montañas se encogieron, y los glaciares y las nieves del verano debilitadas por el calor se convirtieron en garras blancas que se tensaban sobre las rocas, y la curvatura se fue acercando y fue comprimiendo el paisaje hasta que el globo en el que se hallaba quedó convertido en un peñasco multicolor, piedra, guijarro, gravilla, grano de arena, mota de polvo, y aquello en que se había convertido acabó perdiéndose en la inmensa lente giratoria que era el hogar de todos ellos, y la lente se convirtió en una manchita sobre una burbuja que rodeaba el vacío y que estaba unida a sus solitarias y altivas parientes por aquella textura invisible que era una articulación distinta y más viscosa de lo que todas conocían como la nada.
Más manchitas. Todas se desvanecieron. La oscuridad se adueñó de todo.
Seguía allí.
Le habían dicho que había algo más oculto debajo del todo. Sma le había explicado que bastaba con pensar en siete dimensiones y ver la totalidad del universo como una línea sobre la superficie de un toroide, y la línea empezaba en un punto y se convertía en un círculo cuando nacía y se expandía moviéndose hacia arriba por el interior del toroide hasta llegar a la parte de arriba, al exterior, y luego caía de nuevo hacia dentro e iba encogiéndose. Otras líneas la habían precedido y otras vendrían después (vistas en cuatro dimensiones eran las esferas más grandes/más pequeñas dentro/fuera de su propio universo). Las distintas escalas temporales vivían dentro y fuera del toroide; algunos universos se expandían eternamente y la existencia de otros duraba menos que un parpadeo.
Pero las escalas resultaban demasiado grandes. La inmensidad era imposible de abarcar con la mente. Tenía que concentrarse en aquello que conocía y en lo que era y aquello en lo que se había convertido…, al menos por el momento.
Se concentró en un sol y un planeta, los aisló de toda la existencia y se precipitó hacia aquella esfera sabiendo que era el origen de todos sus recuerdos y sus sueños.
Buscó significado y sólo encontró cenizas. ¿Dónde te duele? Bueno, la verdad es que…, sí, justo ahí. Los escombros calcinados de una casita de verano, y ni rastro de una silla.
A veces –como ahora–, la banalidad de todo cuanto le rodeaba era tan espantosa que le dejaba sin aliento. Se quedó inmóvil y lo comprobó, pues había drogas que hacían precisamente eso, dejarte sin aliento. No, seguía respirando. Pensó que había muchas probabilidades de que su cuerpo hubiera sido alterado para que siguiera respirando en cualquier circunstancia, pero la Cultura –que el Caos la bendijera doblemente–, diseñó otro programa de vigilancia y lo colocó dentro de él para estar totalmente segura de que no habría errores. Los nómadas habrían considerado que eso equivalía a hacer trampa (vio a la chica inmóvil delante de él y la observó durante unos momentos aunque sus párpados estaban casi totalmente cerrados, y acabó cerrándolos del todo en cuanto se cansó de contemplarla), pero después de todo eso era problema suyo, no de él. Había hecho algo por ellos –no era gran cosa, aunque los nómadas estuvieran convencidos de lo contrario–, y ahora ellos podían hacer algo por él.
Pero… Recordaba que en una ocasión Sma le había dicho que existían muchas culturas en las que el trono era el símbolo más respetado. Sentarse en el esplendor del trono es la máxima articulación posible del poder. Los demás se presentan ante el trono y quedan en una posición más baja, y es frecuente que se arrodillen o tengan que marcharse sin dar la espalda al trono y a quien lo ocupa, y a veces incluso se les obliga a prosternarse delante del trono (aunque las benditas estadísticas de la Cultura aseguraban que eso siempre era señal de que algo iba terriblemente mal en esa sociedad), y el poder sentarse y el que esa postura que no había sido prevista por el curso de la evolución te convirtiera en un ser algo menos animal significaba que poseías la capacidad de utilizar cuanto te rodeaba para tus propios fines.
Había algunas civilizaciones –Sma le había dicho que apenas llegaban a la categoría de tribus– en las que se dormía sentado. Sus habitantes dormían en sillas especiales porque creían que acostarse significaba morir (¿acaso los muertos no eran encontrados siempre en esa posición?)
«Zakalwe (¿realmente se llamaba así? Recordar aquel nombre hizo que le pareciera repentinamente extraño y carente de significado, como si no le perteneciera), Zakalwe –había dicho Sma–, he estado en un lugar (¿cómo habían llegado a esa situación? ¿Qué le había impulsado a hablar de ese tema? ¿Estaría borracho? ¿Habría vuelto a bajar la guardia? Probablemente habría estado intentando seducir a Sma, pero no sólo no lo había conseguido sino que había vuelto a caer redondo debajo de la mesa…), Zakalwe, en una ocasión visité un lugar en el que mataban a la gente haciéndola sentar en una silla. No se trataba de una tortura (oh, eso era relativamente corriente; cuando se trataba de inmovilizar a las personas y hacer que lo pasaran mal las camas y las sillas eran instrumentos de uso muy corriente, y había muchas formas distintas de causar dolor empleándolos), sino que la silla podía matar a su ocupante. Ellos…, no, escucha, ya sé que parece increíble, pero es cierto…, usaban una mezcla de gases o hacían que una corriente eléctrica de gran potencia pasara por la silla. Una pildorita caía en un recipiente colocado debajo de la silla –como una obscena de esos armaritos que sirven para guardar el orinal, ¿no?–, y producía un gas letal; o les colocaban una especie de gorra sobre la cabeza y les hacían meter la mano en un fluido conductor, y la corriente eléctrica les freía los sesos…
»¿Y quieres que te cuente lo más increíble de todo? (Claro, Sma, venga, cuéntanos lo más increíble de todo…) Ese mismo estado poseía una ley que prohibía, cita textual, ¡”los castigos crueles y desusados”! ¿Puedes creerlo?
Estaba moviéndose en círculos a una gran distancia del planeta.
Sintió que caía hacia él y cruzó la atmósfera hasta posarse en el suelo.
Encontró el cascarón vacío en que se había convertido la mansión y pensó que era como un cráneo olvidado; encontró los escombros de la casita de verano y pensó que eran como un cráneo hecho pedazos; encontró el barco de piedra y pensó que era como la imagen abandonada de un cráneo. Falso, todo falso… El barco de piedra nunca había flotado sobre las aguas.
Vio otra embarcación, un barco, un navío, algo; cien mil toneladas de destrucción inmóviles creando su versión particular de la inutilidad y el abandono, capas y más capas de armas que se erizaban apuntando hacia el exterior. Primaria, secundaria, terciaria, antiaérea, pequeñas…
Trazó varios círculos a su alrededor y decidió que intentaría aproximarse…
Pero el número de capas era excesivo, y acabaron derrotándole.
Volvió a ser rechazado y tuvo que seguir orbitando el planeta y mientras lo hacía vio la Silla y vio al Constructor de Sillas –no aquel en el que había estado pensando antes sino al otro Constructor de Sillas, a ése que era real y al que no le quedaba más remedio que volver una y otra vez abriéndose paso por toda la confusión de sus recuerdos–, y pudo contemplarle envuelto en todo el horror de su gloria.
Pero había cosas y visiones insoportables.
Sí, había cosas que no podía soportar.
Malditas sean las personas. Malditos sean los otros. Maldita sea la necesidad de que existan.
De vuelta a la chica. (¿Por qué, oh, por qué tenían que existir los otros?)
Sí, la chica aún tenía muy poca experiencia como guía de los pensamientos, pero le habían confiado al forastero porque creían que era la mejor de quienes aún no habían sido puestos a prueba. Ah, ya les enseñaría de lo que era capaz… Puede que esto fuera la primera prueba, y si salía con bien de ella quizá la consideraran digna de convertirse en Matriarca.
Tarde o temprano sería su líder. Lo sentía en lo más profundo de sus huesos, esos mismos huesos que le dolían cuando veía caer a un niño con el mismo dolor que había sentido en sus huesos infantiles cuando veía que alguien caía al suelo, y el dolor sería su guía a través de los manejos políticos y las penalidades y sufrimientos de su tribu. Acabaría imponiendo su voluntad tal y como la había impuesto este hombre que tenía delante, pero de una forma distinta. Ella también poseía esa misma clase de fuerza interior. Dirigiría a su pueblo, y la certeza de que todo ocurriría así era como un feto que iba creciendo lentamente dentro de ella. Uniría a su pueblo contra los conquistadores y les mostraría su breve período de hegemonía como lo que realmente era, un mero desvío de la ruta del desierto que representaba su destino. Los que vivían más allá de las llanuras caerían ante ellos, y el corrupto palacio perfumado que se alzaba sobre los riscos sería conquistado. La fuerza y el pensamiento de las mujeres y la fuerza y la bravura de sus hombres serían los espinos del desierto que aplastarían a los decadentes seres-pétalo que vivían sobre los riscos. Las arenas volverían a ser suyas, y su pueblo alzaría templos en cuyas paredes estaría inscrito su nombre.
Mentiras… La chica no era nadie y no tenía ni idea de cuáles eran los pensamientos o el destino de las tribus. Era un despojo que le habían arrojado para hacer un poco más llevadero el camino que terminaría en lo que estaban convencidos sería el sueño de su muerte. El destino de su pueblo antaño orgulloso y hoy dominado apenas le importaba. Los nómadas habían logrado sustituir esa vieja herencia con la obsesión por el prestigio y los juguetes multicolores.
Que siguiera soñando. Se relajó y volvió a dejarse llevar por el tranquilo frenesí de la droga.
Había una conexión. Se encontraba allí donde el punto final del recuerdo se confundía con el tiempo luz de otro lugar, y aún no estaba seguro de haberlo alcanzado.
Intentó volver a ver la gran casa, pero estaba envuelta en nubes de humo y obuses-estrella. Volvió la mirada hacia el inmenso navío de combate atrapada en su dique, pero el navío se negó a seguir creciendo. Era un navío de la clase Capital –oh, sí, nada más y nada menos–, y no podía tener acceso a las profundidades de significado que encerraba dentro de su casco.
Lo único que había hecho era llevar al Elegido a través de los páramos y las llanuras hasta el Palacio. ¿Por qué habían querido que el Elegido llegara a su corte? Parecía absurdo. La Cultura no creía en esas supersticiones y tonterías sobrenaturales, pero la Cultura le había pedido que se asegurara de que el Elegido llegaría a la corte por muchos y muy desagradables que fueran los obstáculos que se interpusieran en su camino.