Extendió las manos en un vago gesto de resignación y acabó poniéndolas sobre el parapeto de piedra mientras clavaba los ojos en la creciente oscuridad del cielo. Beychae no dijo nada.
Decidió darle un poco más de tiempo para que pensara en sus palabras y se volvió hacia los extraños instrumentos de piedra dispersos por la explanada.
–Un observatorio, ¿eh?
–Sí –dijo Beychae después de un momento de vacilación, y acarició uno de los plintos de piedra con una mano–. Los especialistas creen que hace cuatro o cinco mil años fue un cementerio sagrado que acabó adquiriendo alguna clase de significado astrológico. Después quizá lo utilizaron para predecir los eclipses mediante las lecturas astronómicas tomadas desde aquí, y el Imperio Vrehid acabó construyendo este observatorio para estudiar los movimientos de las lunas, planetas y estrellas. Hay relojes de agua y de sol, sextantes, diales planetarios y astrolabios parciales, y tambien hay algunos sismógrafos rudimentarios o, por lo menos, aparatos que permiten averiguar la dirección seguida por las ondas sísmicas.
–¿Tenían telescopios?
–No eran demasiado buenos, y sólo dispusieron de ellos durante la década anterior al derrumbe del Imperio. Los resultados que obtuvieron de los telescopios les dieron muchos dolores de cabeza. Estaban en contradicción con lo que ya sabían o creían saber.
–Sí, ya me lo imagino… ¿Qué es eso?
Señaló un plinto encima del que había un cuenco de metal oxidado con una especie de aguja colocada sobre el centro.
–Creo que es una brújula –dijo Beychae, y sonrió–. Funciona mediante campos.
–¿Y esto? Parece el tocón de un árbol. –Acababa de señalar un cilindro con la punta un poco ahusada que medía algo menos de un metro de altura y casi dos metros de anchura–. Hmmm…, es de piedra –dijo después de darle unos golpecitos con una mano.
–¡Ah! –exclamó Tsoldrin, y fue hacia él–. Bueno, si es lo que creo que es… Originalmente era un tocón de árbol, desde luego. –Pasó una mano sobre la superficie de piedra y se inclinó para examinar el borde–. Ya hace mucho que se petrificó, pero… Mira, aún se pueden distinguir los anillos de la madera.
Se acercó un poco más al anciano, se inclinó sobre la piedra gris para aprovechar al máximo los ya bastante débiles rayos de sol y se dio cuenta de que Beychae tenía razón. Los anillos que habían ido indicando el crecimiento de aquel árbol que llevaba tanto tiempo muerto resultaban claramente visibles. Se inclinó un poco más, se quitó un guante del traje y acarició la superficie del cilindro de piedra con las yemas de los dedos. El paso del tiempo y las inclemencias meteorológicas habían producido un efecto desigual sobre la superficie, y los anillos de la madera convertida en piedra eran tangibles aparte de visibles. Las yemas de sus dedos podían sentir las diminutas irregularidades y surcos que había debajo de ellos captándolos como si fuesen las huellas dactilares de un dios de piedra inmensamente poderoso.
–Tantos años… –jadeó.
Puso la mano sobre el centro del tocón y fue deslizándola lentamente hacia el borde. Beychae no dijo nada.
Cada año había traído consigo un anillo completo y el espacio existente entre cada anillo y el siguiente revelaba si el año había sido malo o bueno, y cada anillo era una afirmación completa, sellada y hermética. Cada año era como una parte de una frase, cada anillo un grillete encadenado al pasado que lo mantenía prisionero…, cada anillo era un muro, una prisión. Una frase atrapada en la madera y, ahora, en la piedra, una frase congelada dos veces y doblemente sentenciada, primero para un período de tiempo inimaginable y luego para otro igualmente inimaginable. Deslizó un dedo a lo largo de la sucesión de anillos y fue experimentando el contacto de lo que parecía una hoja de papel tensada sobre las irregularidades de una gran roca.
–Esto no es más que la tapa –dijo Beychae desde el otro lado del cilindro. Se había acuclillado y parecía estar buscando algo en uno de los flancos de aquel enorme tocón de piedra–. Tendría que haber…, ah. Ya lo he encontrado. Supongo que no podremos levantarla, claro está, pero…
–¿La tapa? –preguntó él. Volvió a ponerse el guante y fue hacia Beychae–. ¿La tapa de qué?
–Debajo hay una especie de rompecabezas con el que se distraían los Astrónomos Imperiales cuando la visibilidad no era demasiado buena –replicó Beychae–. Mira, ¿ves esa oquedad?
–Un momento –dijo él–. ¿Te importaría retroceder un poquito?
Beychae dio un paso hacia atrás.
–Zakalwe, se supone que hacen falta cuatro hombres robustos para levantarla…
–La fuerza que es capaz de generar este traje excede con mucho a la de cuatro hombres, aunque equilibrar la tapa quizá resulte un poco… –Había encontrado dos oquedades en la piedra–. Orden al traje, fuerza normal al máximo.
–¿Tienes que darle órdenes verbales? –preguntó Beychae.
–Sí –dijo él. Flexionó los músculos y uno de los lados de la tapa de piedra se levantó unos centímetros. La diminuta explosión de polvo que se produjo bajo la suela de una bota del traje anunció que un guijarro atrapado entre el suelo y la bota había decidido renunciar a la existencia–. Con este modelo sí. Tienen modelos en los que sólo hace falta pensar lo que quieres que hagan, pero… –Siguió levantando la tapa mientras desplazaba una pierna para mover su centro de gravedad y continuaba luchando con el peso–…, pero nunca me gustó demasiado la idea de que sólo hiciera falta pensar.
Alzó toda la tapa del tocón petrificado por encima de su cabeza y caminó con bastante torpeza hasta otra mesa de piedra acompañado por el crujir de la gravilla que reventaba bajo sus pies. Se inclinó, fue moviendo la tapa de piedra a un lado hasta que ésta quedó apoyada sobre la mesa y volvió al tocón. Cometió el error de dar una palmada y el sonido resultante fue tan ruidoso como el de la detonación de un arma de fuego.
–Ooops… –Sonrió–. Orden al traje, desconecta la fuerza.
La tapa de piedra había ocultado un cono no muy profundo que parecía haber sido tallado de la misma materia petrificada del tocón. Se inclinó sobre el cono y pudo ver que el interior también estaba lleno de señales, un anillo de crecimiento detrás de otro.
–Muy astutos –dijo sintiendo una leve desilusión.
–No lo estás mirando de la forma correcta, Cheradenine –dijo Beychae–. Acércate un poco más.
Le hizo caso y se inclinó unos centímetros más sobre el cono.
–Supongo que no debes de tener a mano ningún objeto esférico que no sea muy grande, ¿verdad? –preguntó Beychae–. Algo como…, un cojinete, por ejemplo.
–¿Un cojinete? –exclamó él mirándole fijamente con cara de perplejidad.
–¿No llevas ninguno encima?
–Creo que si te tomaras la molestia de averiguarlo descubrirías que en la mayoría de sociedades los cojinetes no duran mucho fuera de las salas donde hay temperaturas que permiten la superconducción, así que en el tipo de tecnología que utiliza este traje aún tendrían menos utilidad… A no ser que te dediques a la arqueología industrial y estés intentando mantener en funcionamiento alguna máquina antigua, claro. No, no tengo a mano ningún cojinete… –Se inclinó un poco más sobre el cono abierto en la roca–. Hay ranuras.
–Exactamente.
Beychae sonrió.
Alzó la cabeza hacia el anciano, retrocedió un par de pasos e intentó considerar el cono como un todo.
–¡Es un laberinto!
Laberinto… En el jardín había un laberinto. Acabaron conociéndolo tan bien que dejó de interesarles y sólo lo utilizaban cuando recibían la visita de niños de otras familias que venían a pasar el día en la gran casa porque bastaba con meterles dentro del laberinto para que estuvieran perdidos durante horas.
–Sí –dijo Beychae asintiendo con la cabeza–. Empezaban con cuentas de colores o con guijarros e intentaban ir llegando lo más cerca posible del borde. –Se acercó al tocón–. Hay quien afirma que existe una forma de convertirlo en un juego. Bastaría con pintar líneas que dividieran cada anillo en segmentos, y después de hacer eso se podrían utilizar puentecillos de madera y piezas de bloqueo para facilitar tu avance o impedir el de tus rivales. –Cada vez estaba más oscuro, y Beychae entrecerró los ojos–. Hmmm… Supongo que la pintura debe de haberse borrado con el tiempo.
Contempló los centenares de surcos diminutos que cubrían la superficie del cono –«Parece el modelo en miniatura de un volcán», pensó–, y sonrió. Suspiró, echó un vistazo a la pantallita incrustada en una muñeca del traje y volvió a probar suerte con el botón que enviaba la señal de emergencia. No obtuvo contestación.
–¿Estás intentando ponerte en contacto con la Cultura?
–Mmm –dijo Zakalwe volviendo a concentrar su atención en el laberinto petrificado.
–¿Qué te ocurrirá si los de Gobernación nos encuentran primero? –preguntó Beychae.
–Oh… –Se encogió de hombros y fue hacia la balaustrada junto a la que habían estado unos minutos antes–. Lo más probable es que no me ocurra nada demasiado desagradable. No creo que se limiten a volarme la cabeza… Supongo que querrán empezar interrogándome, lo cual debería hacer que la Cultura tuviera tiempo más que suficiente para sacarme del atolladero ya fuese negociando o usando sus recursos tecnológicos. No te preocupes por mí. –Miró a Beychae y sonrió–. Diles que te obligué a venir conmigo. Yo diré que te aturdí y te metí dentro de la cápsula, así que… No te pongas nervioso. Lo más probable es que te dejen volver a tus estudios sin molestarte.
–Bueno… –dijo Beychae y fue hacia la balaustrada–. Mis estudios eran una especie de construcción muy delicada, Zakalwe. Servían para mantener intacto ese desinterés que he desarrollado tan cuidadosamente a lo largo de los últimos años. Puede que volver a ellos después de esa…, de esa interrupción tan exuberantemente violenta que has protagonizado no me resulte tan fácil como crees.
–Ah. –Intentó no sonreír. Contempló los árboles durante unos momentos y acabó clavando la mirada en los guantes del traje observándolos con tanta atención como si estuviera comprobando que no faltaba ningún dedo–. Sí, claro… Oye, Tsoldrin, yo… Lo lamento… Me refiero a lo de tu amiga.
–Yo también lo lamento –dijo Beychae en voz baja, y sonrió como si no estuviese muy seguro de cuál debía ser su reacción–. Me sentía feliz, Cheradenine. No me había sentido feliz desde hacía…, bueno, te aseguro que llevaba mucho tiempo sin ser feliz, el suficiente para que la sensación me resultara muy agradable. –Permanecieron en silencio durante unos momentos observando el sol que se estaba ocultando detrás de las nubes–. ¿Estás seguro de que era una de ellos? Quiero decir… ¿Estás totalmente seguro?
–Más allá de cualquier duda razonable, Tsoldrin. –Creyó ver el brillo de las lágrimas en los ojos del anciano y desvió la mirada–. Ya te he dicho que lo lamento.
–Espero que no sea la única forma posible de hacer sentir felices a los viejos o de que éstos puedan ser felices –murmuró Beychae–. Mediante el engaño, quiero decir…
–Quizá hubiese una parte que no era un engaño –dijo él–. Y, de todas formas, te aseguro que ser viejo ya no es lo que era antes. Yo soy viejo –le recordó a Beychae.
El anciano asintió, sacó un pañuelo de su bolsillo y se sonó ruidosamente.
–Sí, claro… Lo había olvidado. Qué extraño, ¿verdad? Cuando volvemos a encontrarnos con una persona a la que no habíamos visto desde hacía mucho tiempo siempre nos sorprende que se haya hecho mayor o que haya envejecido. Pero cuando te vi… Bueno, no habías cambiado en lo más mínimo, y estar junto a ti… hizo que me sintiera muy viejo, Cheradenine. Me sentí injusta e injustificablemente viejo…
–Te aseguro que he cambiado, Tsoldrin. –Sonrió–. Pero… No, no he envejecido. –Clavó la mirada en el rostro de Beychae–. Si se lo pidieras te administrarían el tratamiento. La Cultura puede hacer que rejuvenezcas un poco y estabilizar tu edad cuando estés satisfecho con ella, y también cabe la posibilidad de que sigas envejeciendo pero muy despacio.
–¿Qué es esto, Zakalwe? ¿Un intento de soborno? –preguntó Beychae sonriendo.
–Eh, no era más que una idea… Y sería un pago, no un soborno. Y no te obligarían a someterte al tratamiento, eso por descontado. Pero… Bueno, todo esto son especulaciones puramente académicas. –Guardó silencio durante unos momentos y acabó señalando el cielo con la cabeza–. Son totalmente académicas, te lo aseguro… Se acerca una aeronave.
Tsoldrin alzó los ojos hacia las nubes rojizas del crepúsculo y no logró distinguir ninguna aeronave.
–¿Es de la Cultura? –preguntó con cautela.
–Tsoldrin, dadas las circunstancias… –dijo sonriendo–. Si puedes verla no es de la Cultura.
Giró sobre sí mismo, fue hacia donde había dejado el casco y se lo puso. El traje oscuro y el visor blindado erizado de sensores hicieron que su silueta cobrara un aspecto repentinamente inhumano. Beychae vio como sacaba una gran pistola de la funda lateral.
–Tsoldrin… –Su voz retumbó desde los altavoces incrustados en la parte delantera del traje mientras comprobaba los controles de la pistola–. Si estuviera en tu lugar volvería a la cápsula o echaría a correr buscando un escondite. –La silueta negra se volvió hacia Beychae. El casco hacía pensar en la cabeza de un gigantesco y temible insecto–. No voy a rendirme sin pelear, ¿entiendes? Obsequiaré a estos gilipollas con la mejor batalla de sus malditas vidas, y quizá sería mejor que estuvieras lo más lejos posible en cuanto empiece.
L
a nave medía ochenta kilómetros de longitud y su nombre era
El tamaño no lo es todo
. Su último medio de transporte había sido aún mayor que la nave, pero eso no tenía mucho mérito ya que se trataba de un iceberg en forma de meseta lo bastante grande para esconder a dos ejércitos y sus dimensiones no excedían en mucho a las del Vehículo General de Sistemas.
–¿Cómo os las arregláis para que estas cosas no se caigan a pedazos?
Estaba en un balcón contemplando una especie de valle en miniatura compuesto por unidades de acomodación. Cada terraza estaba cubierta de vegetación y todo el espacio disponible se hallaba surcado por un entrecruzamiento de pasarelas y puentes, y un arroyuelo corría por el fondo de la V. Había gente sentada en las mesas de los patios, tumbada encima de la hierba junto al arroyuelo o esparcida sobre los almohadones y divanes de los cafés y bares que salpicaban las terrazas. Un tubo de acceso suspendido sobre el centro del valle bajo el techo azul claro se alejaba serpenteando a cada lado hasta perderse en la lejanía siguiendo las ondulaciones del valle. Debajo del tubo ardía una línea de falsa luz solar que hacía pensar en una gigantesca tira de fluorescentes.