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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

El uso de las armas (41 page)

BOOK: El uso de las armas
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–Lamento molestarte, Tsoldrin. Ven y verás la visita que te he traído.

Beychae la siguió por el pasillo y se quedó inmóvil en el umbral mientras la mujer señalaba al hombre que estaba de pie junto a la mesa del lector de cintas.

–¿Le conoces?

Tsoldrin Beychae se puso las gafas –era lo bastante anticuado para sacar el máximo provecho posible a su edad en vez de intentar disfrazarla–, y contempló al hombre. Tenía las piernas largas, el cabello oscuro –recogido por una coleta en la nuca–, y sus rasgos bien definidos e incluso apuestos estaban algo oscurecidos por la clase de barba que jamás desaparece mediante un mero afeitado de superficie. Si se los observaba con independencia del resto de la cara los labios resultaban casi inquietantes. Parecían crueles y arrogantes, y esa impresión inicial sólo pasaba a ser demasiado severa cuando la mirada tomaba en consideración el resto de la cara, momento en el que quien la estuviese observando tenía que admitir –quizá no de muy buena gana– que las gafas oscuras no lograban ocultar del todo los ojos y las espesas cejas que una vez puestas al descubierto creaban una impresión global que no resultaba desagradable.

–Puede que nos conozcamos –dijo Beychae muy despacio–. No estoy seguro.

Tenía la impresión de que quizá le hubiera visto en el pasado. Incluso medio disimulados por las gafas oscuras aquellos rasgos le resultaban inquietantemente familiares.

–Deseaba conocerte –le explicó la mujer–, y me tomé la libertad de decirle que el deseo era mutuo. Cree que quizá conocieras a su padre.

–¿Su padre? –exclamó Beychae.

Eso podía explicar aquella sensación de familiaridad. Quizá se parecía a alguien que había conocido, y quizá fuera ésa la razón de las emociones extrañas y vagamente inquietantes que estaba experimentando.

–Bueno –dijo–. Oigamos lo que tiene que decir, ¿no te parece?

–¿Por qué no? –replicó la mujer.

Fueron hacia el centro de la biblioteca. Beychae irguió los hombros antes de acercarse al desconocido. Se había dado cuenta de que en los últimos tiempos tenía una creciente tendencia a encorvarse, pero aún era lo bastante vanidoso para querer recibir a sus visitas con la espalda lo más recta posible.

–Tsoldrin Beychae –dijo la mujer–. El señor Staberinde.

–Es un honor, señor –dijo el visitante.

Beychae se dio cuenta de que le estaba observando con una extraña fijeza y que sus facciones se hallaban un poco tensas, como si temiera algo. Beychae aceptó la mano que le ofrecía y la estrechó.

La mujer puso cara de perplejidad. La expresión del viejo rostro de Beychae resultaba totalmente indescifrable. Alzó la cabeza y clavó la mirada en los ojos del visitante mientras dejaba que su mano colgara fláccidamente entre sus dedos.

–Señor… Staberinde –dijo Beychae con voz átona.

El anciano se volvió hacia la mujer del traje negro.

–Gracias.

–Ha sido un placer –murmuró ella, y les dejó solos.

Le bastó con mirarle para darse cuenta de que Beychae le había reconocido. Giró sobre sí mismo y fue por un pasillo flanqueado de estantes mientras volvía la cabeza el tiempo suficiente para asegurarse de que Beychae le seguía, y captó la sorpresa y el asombro que había en sus ojos. Se quedó inmóvil entre los estantes repletos de libros después de haber dado unos cuantos pasos y se golpeó suavemente la oreja con la punta de los dedos antes de empezar a hablar intentando dar la impresión de que se trataba de un gesto casi inconsciente.

–Creo que quizá conociera a mi… antepasado. Utilizaba un apellido distinto.

Se quitó las gafas oscuras.

Beychae le contempló en silencio. Su expresión no cambió en lo más mínimo.

–Creo que le conocí –dijo por fin mirando a su alrededor. Alzó una mano señalando una mesa y unas sillas–. Sentémonos, ¿quiere?

Volvió a ponerse las gafas oscuras, fue hacia la silla más próxima y se sentó en ella.

–Bien, señor Staberinde, ¿qué le ha traído aquí?

–En cuanto a usted concierne, la curiosidad. Lo que me trajo a Solotol fue…, un mero impulso de ver la ciudad. Tengo ciertas…, ah…, relaciones con la Fundación Vanguardia. No sé si está enterado de los cambios que se han producido en la dirección de ese ente no hace mucho tiempo.

El anciano meneó la cabeza.

–No. Confieso que no me mantengo muy al corriente de la actualidad. Vivir aquí abajo…

–Comprendo. –Movió lentamente la cabeza contemplando lo que le rodeaba–. Supongo que… –Clavó la mirada en los ojos de Beychae–. Supongo que no es el sitio más adecuado para la comunicación, ¿verdad?

Beychae abrió la boca, puso cara de disgusto y miró por encima de su hombro.

–Quizá no lo sea –dijo por fin, y se puso en pie–. Discúlpeme.

Le observó alejarse y tuvo que hacer un considerable esfuerzo de voluntad para no levantarse de la silla.

Intentó distraerse contemplando la biblioteca. La cantidad de volúmenes antiguos que contenía era increíble, y su olor había acabado impregnando la atmósfera. Tantas palabras escritas sobre el papel, tantas vidas dedicadas a escribirlas, tantos ojos que habían enrojecido leyéndolas… Se preguntó qué razón podía haberles impulsado a perder el tiempo de esa manera.

–¿Ahora? –oyó que preguntaba la mujer.

–¿Por qué no?

Giró sobre sí mismo con el tiempo justo de ver a Beychae y a la mujer apareciendo entre dos hileras de estantes.

–Bien, señor Beychae –dijo la mujer–. Quizá haya ciertos problemas…

–¿Por qué? ¿Es que los ascensores han dejado de funcionar?

–No, pero…

–Entonces, ¿qué problema puede haber? Vamos. Llevo demasiado tiempo sin ver la superficie.

–Ah. Bien, de acuerdo… Haré los arreglos necesarios.

Sonrió con una visible falta de entusiasmo y se marchó.

–Bien, Z…, Staberinde. –Beychae volvió a sentarse, sonrió y le lanzó una mirada que parecía pedirle disculpas–. ¿Qué le parece si hacemos un viajecito a la superficie?

–¿Por qué no? –replicó él, procurando no utilizar un tono de voz excesivamente entusiástico–. ¿Qué tal se encuentra, señor Beychae? Oí comentar que se había retirado.

Hablaron de generalidades durante unos minutos hasta que vieron llegar a una joven rubia que sostenía un montón de libros en los brazos. La joven observó al visitante, parpadeó un par de veces y fue hacia Beychae, quien alzó la mirada y le sonrió.

–Ah, querida mía, te presento al señor… Staberinde. –Beychae se volvió hacia él y le sonrió–. Le presento a Ubrel Shiol, mi ayudante.

–Encantada –dijo él asintiendo con la cabeza.

«Mierda…», pensó.

Ubrel Shiol dejó los libros encima de la mesa y puso una mano sobre el hombro de Beychae. El anciano puso sus delgados y frágiles dedos encima de su mano.

–Me he enterado de que quizá vayamos a la ciudad –dijo la mujer. Bajó la vista hacia el anciano y pasó su mano libre por el traje parecido a una bata como si intentara alisarlo–. Ha sido una decisión bastante repentina, ¿no?

–Sí –dijo Beychae. Alzó la mirada hacia ella y le sonrió–. ¿Sorprendida? Bueno, incluso un anciano como yo sigue siendo capaz de dar sorpresas ocasionalmente…

–Hará frío –dijo la mujer apartándose de él–. Te traeré ropa de abrigo.

Beychae la siguió con la mirada mientras se alejaba.

–Es una chica maravillosa –dijo–. No sé qué haría sin ella.

–Lo comprendo –replicó él.

«Quizá tengas que aprender a vivir sin esa chica maravillosa», pensó.

Los arreglos para el viaje a la superficie requirieron una hora. Beychae parecía bastante nervioso. Ubrel Shiol le hizo ponerse ropa de abrigo, cambió aquella especie de bata por un mono y se recogió los cabellos en la coronilla. Fueron en el mismo vehículo que le había traído hasta allí, y Mollen se encargó de conducir. Beychae y Ubrel Shiol se instalaron junto a él en el espacioso banco trasero del compartimento para viajeros; la mujer del vestido negro se sentó delante de ellos.

El vehículo salió del túnel y avanzó bajo los rayos del sol. Estaban en un patio cubierto de nieve. Fueron hacia unas verjas de alambre que se abrieron para dejarles pasar mientras los guardias de seguridad les seguían con la mirada. El vehículo se metió por un camino lateral que terminaba en la carretera general más próxima y se detuvo en el cruce.

–¿Hay alguna feria cerca? –preguntó Beychae volviendo la cabeza hacia él–. Siempre he tenido debilidad por el ruido y el ajetreo de las ferias.

Recordaba haber oído comentar que había una especie de circo ambulante acampado en una pradera cerca del río Lotol y sugirió que fueran allí. Mollen hizo avanzar el vehículo por la ancha calzada del bulevar. Apenas había tráfico.

–Flores –dijo de repente. Todos se volvieron hacia él.

Tenía el brazo apoyado en el asiento por detrás de Beychae y Ubrel Shiol, y su mano rozó la cabellera de Shiol haciendo caer el broche con que se la había recogido. Se echó a reír y cogió el broche que había caído sobre el estante situado bajo la ventanilla trasera del vehículo. La maniobra le había permitido mirar hacia atrás.

Un camión gigantesco estaba siguiéndoles.

–¿Flores, señor Staberinde? –preguntó la mujer del traje negro.

–Me gustaría comprar unas cuantas flores –dijo, sonriendo y volviendo la cabeza primero hacia ella y luego hacia Shiol–. ¿Por qué no? –Dio una palmada–. ¡Al Mercado de las Flores, Mollen! –Se reclinó en el asiento, sonrió beatíficamente durante unos segundos y se inclinó hacia adelante como pidiendo disculpas–. Suponiendo que no sea mucha molestia, claro… –dijo mirando a la mujer del traje negro.

La mujer sonrió.

–No, por supuesto. Mollen, ya le has oído.

El vehículo se metió por un desvío.

Recorrió casi todos los puestos callejeros del Mercado de las Flores y acabó comprando dos ramos que entregó a Ubrel Shiol y a la mujer del traje negro.

–¡Allí está la feria! –exclamó señalando hacia el río.

Las tiendas y hologramas de la feria brillaban y giraban al otro lado de las aguas.

Había supuesto que cogerían el Transbordador del Mercado de las Flores, y así fue. El transbordador consistía en una plataforma tan pequeña que sólo tenía capacidad para un vehículo. Volvió la cabeza y observó la mole del camión pensando que tardaría un poco en poder seguirles.

Llegaron a la otra orilla. Mollen puso en marcha el vehículo y fue hacia la feria. Beychae no paraba de hablar, y empezó a recordar las ferias que había visitado en su juventud.

–Gracias por las flores, señor Staberinde –dijo la mujer sentada delante de ellos.

Se llevó el ramo a la cara y aspiró su perfume.

–Ha sido un placer –dijo él.

Se inclinó sobre Shiol y puso la mano sobre el brazo de Beychae para atraer su atención hacia una atracción cuyas cabinas giraban velozmente por el cielo moviéndose sobre los tejados de los cobertizos. El vehículo se detuvo en un cruce controlado por sensores lumínicos.

Volvió a inclinarse sobre el regazo de Shiol, abrió la cremallera sobre la que había puesto la mano antes de que la mujer pudiera darse cuenta de lo que estaba ocurriendo y extrajo la pistola cuya presencia había detectado al inclinarse sobre ella por primera vez. La contempló, se echó a reír como si acabara de cometer un error estúpido, alzó la pistola y disparó contra la pantalla de cristal detrás de la que se encontraba la cabeza de Mollen.

Cuando el cristal se hizo pedazos él ya estaba saltando hacia delante con una pierna extendida. Su pie atravesó la nube de fragmentos cristalinos y se estrelló contra la cabeza de Mollen.

El vehículo aceleró bruscamente y se detuvo en seco. Mollen se derrumbó sobre el volante.

–¡Cápsula, aquí! –gritó.

El instante de silencio perplejo que siguió a su acción duró lo suficiente para que su grito pareciera más potente de lo que había sido en realidad.

La mujer sentada delante de él se movió. La mano que sostenía el ramo lo dejó caer y fue velozmente hacia su cintura y un pliegue de la tela. Le atizó un puñetazo en la mandíbula. El impacto hizo que la cabeza de la mujer se estrellara contra la parte de la pantalla de cristal aún intacta que tenía detrás. Giró sobre sí mismo y se agazapó junto a la portezuela mientras la mujer inconsciente iba cayendo al suelo hasta quedar inmóvil junto a él y las flores se desparramaban sobre el apoyapiés. Volvió la cabeza hacia Beychae y Shiol, y vio que los dos tenían la boca abierta.

–Cambio de planes –dijo.

Se quitó las gafas y las arrojó al suelo. Les sacó del vehículo casi a rastras. Shiol había empezado a gritar, y le dio un empujón que la hizo chocar contra el flanco del vehículo.

Beychae se había recuperado lo suficiente para hablar.

–Zakalwe, ¿qué infiernos estás…?

–¡Tenía esto, Tsoldrin! –gritó él enseñándole la pistola.

Ubrel Shiol aprovechó el segundo en que el arma dejó de apuntarla para lanzar una patada hacia su cabeza. La esquivó, dejó que el impulso de la patada la hiciera moverse hacia adelante y la golpeó en el cuello con el canto de la mano. Shiol cayó al suelo. El ramo que le había regalado en el Mercado de las Flores rodó hasta desaparecer debajo del vehículo.

–¡Ubrel! –gritó Beychae mientras se arrodillaba junto a ella–. Zakalwe, ¿qué le has…?

–Tsoldrin… –empezó a decir él.

La portezuela del compartimento delantero se abrió de golpe y Mollen saltó sobre él. Sus cuerpos rodaron por encima de la calzada y acabaron en la cuneta. La pistola salió volando por los aires.

La embestida del hombretón le había dejado inmovilizado. Mollen le agarró por las solapas con una mano y alzó el otro brazo. El sintetizador vocal giró al extremo de su correa y el inmenso puño lleno de cicatrices empezó a bajar.

Hizo una finta y desplazó el cuerpo hacia el otro lado lo más deprisa posible. El puño de Mollen se estrelló en las piedras de la cuneta y eso le dio el tiempo suficiente para levantarse de un salto.

El sintetizador vocal de Mollen cayó sobre la calzada.

–Hola –dijo la caja.

Intentó lanzar una patada hacia la cabeza de Mollen, pero aún no había logrado recuperar el equilibrio del todo. Mollen le cogió el pie con la mano buena. Retorció la pierna y logró liberarse, pero la maniobra le exigió girar sobre sí mismo.

Mollen se puso en pie meneando la cabeza y uno de sus pies chocó con el sintetizador.

–Encantado de conocerle –dijo la caja.

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