También tenía otro libro aún más grande que el primero en el que volvía a copiar sus notas añadiéndoles nuevas anotaciones en los márgenes. Cuando disponía de las notas completas iba tachando palabras hasta obtener algo que parecía un poema, porque siempre había estado convencido de que así era como se creaba la poesía.
Había traído consigo algunos libros de poesía y cuando llovía, cosa que no ocurría con mucha frecuencia, se quedaba en su habitación e intentaba leerlos, pero casi siempre acababa durmiéndose. Los libros sobre la poesía y los poetas que había traído consigo le resultaban todavía más ininteligibles, y tenía que releer un pasaje detrás de otro para que las palabras se le fueran grabando en la mente, y aunque consiguiera acordarse de ellas siempre tenía la impresión de no estar entendiendo su significado.
Iba a la taberna de la aldea cada cuatro o cinco días para participar en las partidas con guijarros y fichitas de madera que servían de entretenimiento a los habitantes del pueblo. Las mañanas que seguían a esas noches en la taberna estaban consagradas a la recuperación, y cuando salía a pasear dejaba su cuadernillo en la habitación.
El resto del tiempo lo pasaba agotándose y manteniéndose en forma. Trepaba a los árboles para averiguar hasta qué altura podía llegar antes de que las ramas se volvieran demasiado delgadas, escalaba los riscos y las canteras abandonadas, caminaba en precario equilibrio sobre los troncos caídos que servían de puentes improvisados en las cañadas, saltaba de una roca a otra cruzando ríos y a veces acechaba a los animales de las llanuras sabiendo que jamás podría alcanzarlos, pero riendo como un loco mientras corría detrás de ellos.
Las únicas personas con las que se encontraba durante sus paseos por las colinas eran granjeros y pastores. De vez en cuando veía esclavos trabajando en los campos, y era muy raro que se topara con alguien más. Cuando lo hacía procuraba no detenerse porque no le gustaba hablar con nadie.
La única persona a la que veía con regularidad era un hombre que iba a las colinas para hacer volar una cometa, pero nunca se acercaban el uno al otro. Al principio la casualidad se había encargado de que sus caminos no se cruzaran jamás, pero no tardó en decidir que haría cuanto pudiese para estar seguro de que nunca se encontrarían. Si veía la flaca silueta del hombre caminando hacia él cambiaba de dirección; y si veía la manchita roja de la cometa flotando sobre la cima hacia la que había encaminado sus pasos se apresuraba a escoger otra. Evitar al hombre de la cometa se había convertido en una especie de tradición, una pequeña e inofensiva manía privada.
Los días iban pasando. En una ocasión subió a una colina y vio a una esclava corriendo por los campos que se extendían debajo de él. La esclava se abría paso por entre los extraños dibujos que las corrientes del viento iban creando sobre la piel rojo y oro de la tierra, y su avance dejaba una estela parecida a la que crea un barco en el mar. Logró llegar al río antes de que el guardián a caballo que trabajaba para el propietario de aquellas tierras la alcanzara. Contempló cómo el guardián le daba una paliza –vio subir y bajar el largo palo que blandía, aunque estaba tan lejos que parecía una brizna de hierba–, pero no pudo oír nada porque el viento soplaba en dirección opuesta. El guardián siguió golpeándola hasta que el cuerpo de la mujer quedó inmóvil sobre la orilla del río. Después desmontó y se arrodilló junto a la cabeza de la esclava. Sus ojos captaron un destello metálico, pero la distancia le impidió ver con claridad lo que estaba ocurriendo. El guardián se alejó al galope, y un par de esclavos llegaron unos minutos después y se llevaron el cuerpo de la mujer.
Cuando se hubieron marchado anotó todo lo ocurrido en su cuadernillo.
Esperó a que hubieran cenado y a que la mujer se hubiera ido a la cama, y le contó al anciano lo que había visto. El anciano asintió lentamente con la cabeza, siguió masticando la raíz levemente narcótica que se había metido en la boca y escupió un poco de líquido en el fuego. El anciano le dijo que el guardián era un hombre muy severo, y que le cortaba la lengua a cualquier esclavo que intentara escapar. Las lenguas de los que no habían logrado huir acababan secándose en un cordel colocado sobre la entrada del recinto de los esclavos en la granja.
Bebieron unos cuantos vasitos de un aguardiente de cereales muy potente y el anciano le contó una leyenda de aquella comarca.
Un hombre que estaba cruzando el bosque vio unas flores muy hermosas que le hicieron apartarse del sendero, y en cuanto hubo salido de él vio a una hermosa joven durmiendo en un claro. Fue hacia la doncella y ésta se despertó. El hombre se sentó a su lado y mientras hablaban se dio cuenta de que olía a flores. Jamás había olido un perfume tan maravilloso, y la fragancia era tan intensa y embriagadora que la cabeza empezó a darle vueltas. Siguieron hablando durante un rato y el aura del perfume a flores y el encanto de su timidez y la voz suave y acariciadora de la doncella acabaron fascinando de tal manera al hombre que éste le pidió permiso para besarla, y acabó obteniéndolo, y los besos se fueron volviendo más y más apasionados, y el hombre y la joven hicieron el amor.
Pero desde el primer momento de intimidad cada vez que el hombre la miraba con el ojo izquierdo se daba cuenta de que la joven parecía cambiar. Si la miraba con el otro ojo la joven tenía el mismo aspecto que cuando la encontró, pero si la miraba sólo con el ojo izquierdo parecía mayor, y ya no era una jovencita recién salida de la infancia. Cada latido de su amor hizo que fuera envejeciendo (aunque sólo cuando la contemplaba con el ojo derecho), y la joven pasó velozmente por la madurez, el último esplendor de su belleza y la apariencia de matrona, y acabó llegando a la vejez y la fragilidad.
Y mientras ocurría todo eso el hombre podía seguir viéndola en todo el esplendor de su juventud con sólo cerrar el ojo izquierdo –y, naturalmente, no tenía la fuerza de voluntad suficiente para poner fin al acto en el que se habían embarcado–, pero siempre sentía la tentación de echar un vistazo con ese ojo, y la terrible transformación que se estaba produciendo debajo de él nunca dejaba de asombrarle e impresionarle.
Cerró los dos ojos durante los últimos movimientos del acto carnal en que estaba absorto y no los abrió hasta sentir muy próximo el momento del éxtasis final, y vio –ahora con los dos ojos–, que estaba abrazando un cadáver putrefacto que ya había conocido la intimidad con los gusanos y las larvas. El perfume de las flores se convirtió en la insoportable pestilencia de la corrupción, pero el cambio se produjo de una forma tan inexplicablemente gradual que el hombre comprendió que el cadáver o la joven siempre habían olido así, y la ofrenda de su semilla que hizo al cadáver coincidió con la violenta expulsión de los últimos alimentos que habían entrado en su estómago.
El hombre había permitido que el espíritu del bosque agarrara la hebra de su existencia por los dos extremos, y el espíritu se apoderó de él arrancándole a la urdimbre de la vida para llevárselo al mundo de las sombras.
Cuando llegó allí su alma se rompió en un millón de fragmentos y fue esparcida por el mundo para que sirviera de alma a todos los insectos que se alimentan de polen y que traen a las flores tanto la nueva vida como la vieja muerte.
Cuando el anciano hubo terminado de hablar le dio las gracias por haberle contado la leyenda, y correspondió con algunos de los cuentos que recordaba de su infancia.
Unos días después estaba corriendo detrás de un animalillo de las llanuras. Las patas del animalillo resbalaron sobre un retazo de hierba empapada de rocío y su cuerpo giró por los aires para acabar cayendo sobre unas piedras quedando sin aliento y aturdido a causa del impacto. Lanzó un grito de victoria y bajó corriendo por la pendiente yendo en línea recta hacia él mientras veía como se tambaleaba intentando levantarse. Recorrió los dos últimos metros de un salto y aterrizó clavando los dos pies en el suelo al lado de donde había caído el animalillo, con el tiempo justo de ver como se recuperaba y echaba a correr para esfumarse dentro de un agujero sin haber sufrido ningún daño. La risa y los jadeos se confundieron en su garganta. Estaba empapado de sudor. Se quedó inmóvil durante unos momentos con las manos sobre las rodillas y la cintura doblada intentando recuperar el aliento.
Algo se movió debajo de sus pies. Oyó el movimiento y, al mismo tiempo, lo sintió en forma de vibración.
Estaba encima de un nido. Había caído justo sobre él. Los cascarones moteados de los huevos se habían hecho pedazos y los fluidos que contenía estaban esparcidos sobre los tacones de sus botas, y ya empezaban a perderse entre el musgo y los tallos de hierba.
Movió lentamente un pie sintiendo la primera punzada de dolor y pena. Algo negro se agitó en el suelo y se removió bajo los rayos del sol. Miró hacia abajo y vio una cabeza y un cuello negros; un ojo también negro que parecía tan reluciente y duro como un trocito de azabache perdido en el fondo de un arroyo se alzó hacia él y le contempló. El pájaro se debatió y el movimiento le hizo retroceder de un salto como si llevara los pies descalzos y hubiera aterrizado encima de un objeto punzante. El pájaro aleteó frenéticamente sobre la hierba de la llanura y fue dando saltitos con una sola pata arrastrando detrás de él un ala fláccida. Acabó quedándose inmóvil a poca distancia de él y alzó la cabeza lanzándole lo que le pareció una mirada casi humana.
Retrocedió un poco y se limpió las botas en el musgo. Todos los huevos estaban destrozados. El pájaro emitió una especie de graznido quejumbroso. El hombre giró sobre sí mismo y dio unos cuantos pasos, se detuvo, lanzó una maldición, volvió atrás y corrió en pos del pájaro. Logró alcanzarlo sin demasiada dificultad y lo agarró entre una tempestad de plumas y graznidos.
Le retorció el cuello y dejó caer el fláccido cuerpecillo sobre la hierba.
Aquella noche no abrió su diario y jamás volvió a cogerlo. El clima se fue volviendo húmedo y asfixiante, pero no llovía. Un día se encontró con el hombre de la cometa, y éste le saludó con la mano y le gritó algo desde la cima de una colina, pero él huyó corriendo con la frente cubierta de sudor.
Unos diez días después del incidente con el pájaro admitió ante sí mismo que jamás llegaría a ser un poeta.
Se marchó un par de días después y las gentes de la comarca jamás volvieron a saber nada de él, aunque el alguacil del propietario de aquellas tierras envió un mensaje con su descripción a todos los pueblos cercanos porque sospechaba que el forastero había tenido algo que ver con lo que ocurrió la noche de su partida, aquella noche en que el guardián de la granja apareció atado a su cama con el rostro inmovilizado para siempre en una mueca del horror más intenso imaginable. Tenía la boca y la garganta llenas de trozos de papel en blanco y lenguas humanas resecas que le habían provocado la muerte por asfixia.
D
urmió hasta después de que hubiera amanecido y salió a dar un paseo para pensar. Abandonó el edificio principal del hotel por el túnel de servicio que llevaba al anexo y dejó las gafas oscuras dentro del bolsillo en el que las había guardado. El servicio de lavandería del hotel se había encargado de limpiar el viejo impermeable. Se lo puso, cogió un par de guantes bastante gruesos y se envolvió el cuello en una bufanda.
Caminó cautelosamente por calles de aceras y calzadas cubiertas por la capa de agua en que los sistemas de calefacción habían convertido a la nieve y alzó la cabeza para contemplar el cielo. La nubécula de su aliento flotaba delante de él. Los débiles rayos del sol y una brisa no muy fuerte iban haciendo que la temperatura subiera lentamente, y los copos de nieve se desprendían de los edificios y los cables. Las alcantarillas se estaban llenando de agua limpia y minúsculos icebergs compuestos por una mezcla de nieve y barro; las cañerías de los edificios transportaban el caudal del deshielo o goteaban poco a poco, y cuando un vehículo pasaba por la calzada creaba un siseo húmedo. Cruzó la calle para ir por la otra acera y poder disfrutar de los rayos del sol.
Subió escaleras y cruzó puentes caminando con grandes precauciones sobre los retazos de hielo que subsistían allí donde no había calefacción o donde no funcionaba. Deseó haberse puesto un calzado más adecuado. Las botas que llevaba tenían un aspecto magnífico, pero las suelas no se agarraban muy bien al hielo. Si querías evitar las caídas tenías que caminar como un anciano, extendiendo las manos igual que si estuvieras intentando agarrar un bastón y doblándote por la cintura cuando lo que más deseabas era ir con la espalda erguida al máximo. Aquello le disgustaba, pero caminar sin admitir el cambio de condiciones producido y acabar con el trasero en el suelo aún le parecía menos atractivo.
Cuando resbaló lo hizo delante de un grupo de jóvenes. Había estado bajando cautelosamente un tramo de peldaños cubiertos de hielo que llevaban a un puente colgante que pasaba por encima de un enlace ferroviario. Los jóvenes venían hacia él riendo y bromeando entre ellos. Dividió su atención entre los traicioneros peldaños y el grupo que se aproximaba. Sus integrantes parecían muy jóvenes y sus acciones, gestos y voces estridentes hervían con una energía que le hizo ser repentinamente consciente de su edad. El grupo estaba formado por cuatro jóvenes, dos chicas y dos chicos que intentaban impresionarlas hablando casi a gritos. Una de las chicas era alta y muy morena, y poseía esa elegancia que aún no es consciente de sí misma típica de quienes han alcanzado la madurez sexual hace muy poco tiempo. Clavó los ojos en ella mientras erguía la espalda y sintió que su caminar recobraba el ligero contoneo habitual…, un segundo antes de que sus pies perdieran el contacto con el suelo.
Cayó sobre el último peldaño y se quedó inmóvil durante unos momentos medio sentado y medio acostado. Después sonrió débilmente y se levantó una fracción de segundo antes de que los cuatro jóvenes llegaran hasta él. (Uno de los chicos reía a carcajadas mientras intentaba ocultar su boca parcialmente protegida por la bufanda con una mano enguantada.)
Quitó un poco de nieve de los faldones del impermeable y arrojó algunas partículas hacia el chico que se reía. Los cuatro jóvenes le dejaron atrás y empezaron a subir la escalera riendo y hablando. Fue hasta la mitad del puente –el dolor que se iba extendiendo desde su trasero al resto del cuerpo le hizo torcer el gesto–, y oyó un grito. Giró sobre sí mismo y recibió el impacto de una bola de nieve en plena cara.