–De acuerdo. Toma, escóndelo.
Seguía sin haber retrocedido lo suficiente, o quizá no había logrado avanzar todo lo que quería, no estaba seguro. El lugar correcto…, eso era lo que estaba buscando. El lugar correcto… La situación era muy importante, y en aquel tipo de situaciones el lugar lo era todo. Por ejemplo, esta roca…
–Por ejemplo tú, roca –dijo.
Entrecerró los ojos y la contempló en silencio.
Ah, sí, aquí tenemos esta fea roca más o menos plana que se conforma con permanecer inmóvil y no hacer nada limitándose a ser amoral y aburrida, y la roca se alza como una isla en el centro de esta charca de aguas contaminadas. La charca es un laguito minúsculo en una pequeña isla y la isla se encuentra dentro de un cráter inundado. El cráter es un cráter volcánico, y el volcán forma parte de una isla que se halla en un gran mar interior. El mar interior es como un lago gigante en un continente y el continente es como una isla perdida en los mares del planeta. El planeta es como una isla en el mar de espacio que contiene el sistema, y el sistema flota dentro del grupo de sistemas, que es como una isla en el mar de la galaxia, que es como una isla en el archipiélago de su macizo local, que es una isla dentro del universo, y el universo es una isla que flota en el mar de espacio formado por los Continuos, y éstos flotan como islas en la Realidad, y…
Pero había un factor común presente en toda la cadena de los Continuos, el Universo, el Macizo Local, la Galaxia, el Grupo de Sistemas, el Sistema, el Planeta, el Continente, la Isla, el Lago, la Isla…, y ese factor común era que la roca siempre estaba allí.
¡Y ESO QUERÍA DECIR QUE LA ROCA, ESA JODIDA Y HORRENDA ROCA QUE TENÍA DELANTE, ERA EL CENTRO DEL UNIVERSO Y DE LOS CONTINUOS Y DE TODA LA REALIDAD!
La palabra era caldera. El lago estaba dentro de una caldera volcánica inundada. Alzó la cabeza, contempló las inmóviles aguas amarillentas que se alejaban hacia los riscos del cráter y creyó ver un barco de piedra.
–Grita –dijo.
–Vete a la mierda –oyó que replicaba el cielo, no muy convencido.
El cielo estaba lleno de nubes y el anochecer había llegado más pronto de lo acostumbrado. Narizotas había necesitado más tiempo del habitual para quedarse dormido detrás de su escritorio, y casi decidieron dejarlo todo para mañana, pero pensaron que no podrían esperar tanto tiempo. Salieron sigilosamente de la habitación, procuraron adoptar expresiones lo más normales posible conteniendo el deseo de correr y caminaron hasta el salón de la parte de atrás para coger sus botas y las chaquetas.
–¿Ves? –murmuró Livueta–. Incluso con la ventana abierta huele un poco a aceite.
–Yo no huelo nada –mintió Elethiomel.
Las salas para banquetes donde el coronel y su séquito estaban siendo agasajados aquella noche daban a los parques que había junto a la fachada principal de la casa, y el lago con el barco de piedra quedaba detrás de ellos.
–Vamos a dar un paseo por el lago, sargento –le explicó Cheradenine al centinela que les dio el alto en el sendero de gravilla que llevaba hasta el barco de piedra.
El sargento asintió y les dijo que se dieran prisa porque no tardaría en anochecer.
Llegaron al barco y encontraron el rifle allí donde Cheradenine lo había escondido, debajo de un banco de piedra que había en la cubierta superior.
Elethiomel levantó el rifle de las losas que formaban la cubierta y el arma chocó con un canto del banco.
Hubo un chasquido metálico y el cargador se desprendió del rifle. Después oyeron el ruido de un alambre soltándose, y las balas repiquetearon sobre las losas.
–¡Idiota! –dijo Cheradenine.
–¡Cállate!
–Oh, no… –dijo Livueta.
Se inclinó y empezó a recoger las balas.
–Volvamos –murmuró Darckense–. Estoy asustada.
–No te preocupes –dijo Cheradenine dándole unas palmaditas en la mano–. Ven, ayúdanos a buscar las balas.
Parecieron necesitar una eternidad para encontrar las balas, limpiarlas y volver a meterlas dentro del cargador, y aun así todos pensaron que probablemente faltaban algunas. Cuando hubieron conseguido colocar el cargador en su sitio ya casi había anochecido del todo.
–Está demasiado oscuro –dijo Livueta.
Se hallaban agazapados junto a la balaustrada contemplando las aguas del lago y la casa que se alzaba al otro lado. Elethiomel sostenía el rifle en sus manos.
–¡No! –dijo–. Aún podemos ver.
–No, no se ve lo suficientemente bien para disparar –replicó Cheradenine.
–Dejémoslo para mañana –sugirió Livueta.
–No tardarán en darse cuenta de que no hemos vuelto –murmuró Cheradenine–. ¡No tenemos tiempo!
–¡No! –dijo Elethiomel.
Sus ojos no se apartaban del centinela que caminaba lentamente por el sendero. Livueta volvió la cabeza en esa dirección. El centinela era el sargento que les había dado el alto.
–¡Te estás comportando como un idiota! –dijo Cheradenine.
Alargó una mano para coger el arma. Elethiomel la apartó.
–Es mía. ¡No la toques!
–¡No es tuya! –siseó Cheradenine–. Es nuestra. ¡Pertenece a nuestra familia, no a la tuya!
Puso las dos manos sobre el arma. Elethiomel tiró de ella.
–¡Basta! –dijo Darckense con un hilo de voz.
–No seáis tan… –empezó a decir Livueta.
Volvió la cabeza hacia el final del parapeto. Le parecía haber oído un ruido que venía de allí.
–¡Dámela!
–¡Suelta!
–Por favor, estaros quietos, por favor, por favor. Volvamos a la casa, por favor…
Livueta no les oyó. Estaba muy quieta, tenía la boca seca y no apartaba los ojos de lo que había al otro lado del parapeto de piedra. Un hombre vestido de negro acababa de coger el rifle que el sargento había dejado caer al suelo. El sargento yacía sobre la gravilla. Algo metálico brilló en la mano del hombre vestido de negro reflejando las luces de la casa. El hombre sacó el fláccido cuerpo del sargento del sendero de gravilla y lo echó al lago.
Livueta apenas podía respirar. Se escondió detrás del parapeto y movió las manos frenéticamente intentando llamar la atención de los dos chicos.
–Ba… –dijo.
Los chicos seguían luchando por el rifle.
–Ba…
–¡Es mío!
–¡Suelta!
–¡Basta! –siseó, y les golpeó en la cabeza. Los dos alzaron los ojos hacia ella–. Alguien acaba de matar al sargento.
–¿Qué?
Los dos chicos miraron por encima del parapeto. Elethiomel seguía sosteniendo el arma.
Darckense se hizo un ovillo y empezó a llorar.
–¿Dónde?
–Allí. ¡Eso que hay en el agua es su cuerpo!
–Oh, claro –murmuró Elethiomel–. Y ¿quién…?
Los tres vieron la silueta negra que avanzaba hacia la casa manteniéndose entre las sombras de los arbustos que bordeaban el sendero. Un instante después una docena de hombres empezaron a moverse a lo largo del lago caminando sin hacer ningún ruido sobre la angosta tira de césped. Sus cuerpos eran manchones de oscuridad apenas visibles sobre la gravilla.
–¡Terroristas! –exclamó Elethiomel.
Los tres volvieron a ocultarse detrás del parapeto. Darckense seguía llorando.
–Avisa a la casa –dijo Livueta–. Dispara el rifle.
–Quita el silenciador –dijo Cheradenine.
Elethiomel luchó con el grueso tubo metálico en que terminaba el cañón.
–¡Se ha atascado!
–¡Déjame probar!
Los tres lo intentaron.
–Bueno, es igual –dijo Cheradenine–. Dispara.
–¡Sí! –murmuró Elethiomel. Alzó el arma y la sopesó–. ¡Sí! –dijo.
Se arrodilló, apoyó el arma sobre el parapeto de piedra y tomó puntería.
–Ten cuidado –dijo Livueta.
Elethiomel apuntó a los hombres vestidos de negro que se movían por el sendero en dirección a la casa y tiró del gatillo.
El arma pareció estallar. Toda la cubierta del barco de piedra quedó iluminada. El ruido fue tremendo. Elethiomel fue arrojado hacia atrás mientras el arma seguía disparando balas trazadoras que se perdían en el cielo nocturno. Su espalda chocó con el banco. Darckense chilló con toda la fuerza de sus pulmones y se levantó de un salto un segundo antes de que se empezaran a oír disparos cerca de la casa.
–¡Darkle, agáchate! –gritó Livueta.
Finos haces luminosos chisporrotearon y bailaron sobre el barco de piedra.
Darckense siguió gritando sin moverse durante unos momentos y echó a correr hacia la escalera. Elethiomel meneó la cabeza y alzó los ojos cuando pasó corriendo junto a él. Livueta trató de agarrarla por una pierna, pero no lo consiguió. Cheradenine intentó hacerla caer al suelo.
Los haces luminosos descendieron un poco e hicieron saltar trocitos de roca envueltos en nubéculas de polvo de las superficies de piedra que les rodeaban. Darckense llegó a las escaleras sin dejar de gritar ni un solo instante.
La bala le entró por la cadera. El tiroteo y los gritos de Darckense no impidieron que los tres oyeran con toda claridad el sonido del impacto. Él también resultó herido, aunque por aquel entonces no tenía ni idea de cuál había sido el arma responsable de su herida.
El ataque a la casa fue rechazado y Darckense sobrevivió. Estuvo a punto de morir a causa de la conmoción y la pérdida de sangre, pero sobrevivió. Los mejores cirujanos del país lucharon por reconstruir su pelvis. El proyectil la había destrozado convirtiéndola en una docena de fragmentos principales y un centenar de astillas diminutas.
Los trocitos de hueso se esparcieron por todo su cuerpo. Encontraron fragmentos en sus piernas, en un brazo y en sus órganos internos, e incluso encontraron uno en su mentón. Los cirujanos del ejército estaban acostumbrados a tratar ese tipo de heridas, y disponían del tiempo (la guerra aún no había empezado) y los incentivos (el padre de Darckense era un hombre muy importante) necesarios para hacer una labor lo más concienzuda posible con ella, pero aun así y suponiendo que todo fuese bien en el futuro Darckense tendría considerables dificultades para caminar hasta que hubiese terminado de crecer.
Uno de los trocitos de hueso no se conformó con viajar por el cuerpo de Darckense y entró en el suyo alojándose justo encima del corazón.
Los cirujanos del ejército dijeron que la operación sería demasiado peligrosa y afirmaron que su cuerpo acabaría rechazando el trocito de hueso por sí solo.
Pero su cuerpo decidió no rechazarlo.
Volvió a arrastrarse alrededor de las aguas pestilentes.
¡Caldera! Sí, ésa era la palabra.
(Ese tipo de señales eran muy importantes, y había logrado encontrar la que estaba buscando.)
«Victoria», se dijo mientras se incorporaba apartando unas cuantas bolitas de guano y pedía disculpas a los insectos. Había llegado a la conclusión de que todo se arreglaría. Lo sabía, y también sabía que al final siempre acabas ganando y que incluso cuando pierdes no llegas a enterarte de que has sido derrotado porque la vida no era más que un combate interminable, y de todas formas estaba en el centro exacto de aquel ridículo volcán, y la palabra era Caldera, y la palabra era Zakalwe, y la palabra era Staberinde, y…
Fueron a buscarle. Bajaron del cielo en su maravillosa nave y se lo llevaron de allí y le curaron…
–Nunca aprenderán –oyó que decía el cielo, y el suspiro llegó con toda claridad a sus oídos.
–Jódete –dijo él.
Años después Cheradenine volvió a la casa después de haber terminado sus estudios en la academia militar. Preguntó por Darckense a un jardinero que hablaba en monosílabos y fue enviado en una dirección determinada. Atravesó el bosque y caminó sobre la blanda alfombra de hojas que llevaba hasta la puerta de la casita de verano.
Oyó un grito en el interior y reconoció la voz de Darckense.
Subió corriendo los peldaños, desenfundó su pistola y abrió la puerta de un puntapié.
El rostro perplejo y algo asustado de Darckense giró hacia él para contemplarle por encima del hombro. Sus manos estaban alrededor del cuello de Elethiomel. Elethiomel siguió inmóvil con los pantalones a la altura de los tobillos y las manos sobre las caderas desnudas de Darckense –los pliegues de su vestido se hinchaban sobre ellas–, y le miró sin perder la calma.
Elethiomel estaba sentado en la sillita que Livueta había construido hacía ya muchos años durante sus clases de carpintería.
–Hola, viejo amigo –dijo mirando fijamente al joven que parecía haberse olvidado de la pistola que sostenía entre los dedos.
Cheradenine clavó la mirada en los ojos de Elethiomel durante un momento, giró sobre sí mismo, guardó la pistola en la funda y la cerró. Salió de la casita de verano cerrando la puerta detrás de él sin hacer ningún ruido.
Antes de alejarse oyó el llanto de Darckense y la risa de Elethiomel.
La isla en el centro de la caldera había recuperado su silencio habitual. Unas cuantas aves alzaron el vuelo y se posaron encima de ella.
La presencia del hombre había alterado a la isla. Ahora parecía tener impreso un sencillo pictograma en blanco sobre negro que ocupaba toda la depresión central, un círculo dibujado por el sendero de excrementos negros amontonados para dejar al descubierto la blancura de la roca, con un rabillo de una longitud cuidadosamente calculada inclinándose hacia un lado (el otro extremo apuntaba hacia la roca, que servía como punto central).
Era el signo convencional para pedir socorro utilizado en aquel planeta, y sólo se podía ver desde una aeronave o desde el espacio.
Ya habían pasado algunos años desde la escena en la casita de verano. Una noche en que los bosques ardían y el mundo vibraba con el lejano retumbar de la artillería un joven mayor del ejército subió de un salto a uno de los tanques que se encontraban bajo su mando y ordenó al conductor que atravesara el bosque siguiendo el camino que serpenteaba entre aquellos troncos venerables.
Dejaron atrás el cascarón semidestrozado de la mansión reconquistada y el rojo de los incendios que iluminaba aquel interior que había sido tan espléndido en el pasado (las llamas se reflejaban sobre las aguas del lago ornamental y bailaban junto a los restos de un barco de piedra).
El tanque se abrió paso a través del bosque aplastando arbolillos y destruyendo los puentecitos que cruzaban los arroyos.
Vio el claro con la casita a través de los árboles. La parpadeante claridad blanca que la iluminaba parecía casi ultraterrena, como si procediera del mismísimo Dios.