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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

El uso de las armas (31 page)

BOOK: El uso de las armas
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Se agarró con más fuerza al asa y empezó a examinar un montón de llaves.

El chófer detuvo el vehículo en una calleja muy antigua que estaba cerca de las orillas del gran río. Abrió la puerta, bajó de un salto y corrió hacia una puertecita incrustada en la fachada de un edificio muy alto. El vehículo que les seguía entró rugiendo en la calleja justo cuando cerraba la puerta, pero no echó el pestillo. Bajó un tramo de peldaños y abrió varias puertas cuyas bisagras oxidadas chirriaron. Cuando llegó al nivel más bajo del edificio vio que el funicular ya le estaba aguardando en la plataforma. Abrió la puerta, entró y tiró de la palanca.

El mecanismo se puso en marcha y la cabina sufrió unas cuantas sacudidas, pero éstas cesaron apenas empezó a subir por la pendiente. Volvió la mirada hacia las ventanillas de atrás. El hombre y la mujer acababan de llegar a la plataforma. Sonrió y vio que alzaban la cabeza un segundo antes de que el funicular desapareciera en el interior del túnel. La pequeña cabina siguió moviéndose por la pendiente que acabaría llevándola hasta el final del túnel.

Salió a la plataforma exterior del funicular en el punto donde la cabina que subía se cruzaba con la que bajaba y saltó a la otra cabina. La cabina a la que acababa de saltar siguió bajando impulsada por el peso del agua tomada del arroyo cercano a la terminal de la vieja línea de funicular con que había llenado sus tanques de lastre. Se quedó inmóvil durante unos momentos, saltó de la cabina cuando ésta había recorrido una cuarta parte del trayecto de bajada aterrizando sobre el tramo de peldaños que había junto a la vía y subió rápidamente por una escalera de metal muy larga que terminaba en otro edificio.

Cuando llegó al final de la escalera sudaba un poco. Se quitó el viejo impermeable y volvió al hotel llevándolo encima del brazo.

La habitación era muy blanca y de apariencia muy moderna, con unos ventanales de gran tamaño. El mobiliario estaba incrustado en las paredes plastificadas y la luz procedía de unos abultamientos que se confundían con el techo. Un hombre estaba inmóvil delante de una ventana contemplando la primera nevada invernal que caía sobre el paisaje grisáceo de la ciudad. Faltaba poco para que anocheciera, y la última claridad de la tarde ya se iba desvaneciendo. Una mujer yacía de bruces sobre un sofá blanco con los codos hacia fuera y las manos juntas debajo de la cara. Tenía los ojos cerrados y un hombre muy robusto de cabellera canosa y rostro lleno de cicatrices estaba dando masaje al cuerpo de piel pálida y untado de aceite que reposaba sobre el sofá. Las manos del masajista amasaban y pellizcaban con una aparente falta de contemplaciones.

El hombre inmóvil delante de la ventana observaba los copos de nieve que caían de dos formas distintas. La primera consistía en considerarlos como una sola entidad y requería mantener los ojos clavados siempre en el mismo punto, con lo que los copos de nieve se convertían en un torbellino borroso y las corrientes de aire y ráfagas de viento que los hacían moverse de un lado a otro se ponían de manifiesto en las pautas de círculos, espirales y descenso continuo que creaban. La segunda exigía contemplar la nevada considerando que los copos eran entidades independientes. El hombre escogía un copo que se encontrara a una altura considerable en la confusa galaxia de tonos grises sobre grises que era la nevada y eso le permitía ver un sendero, un descenso individualizado que se iba abriendo paso por entre la silenciosa premura de la nevada.

Los copos se iban depositando sobre la negrura del alféizar acumulándose sin cesar pero de forma casi imperceptible hasta formar una blanda cornisa blanca. Algunos copos chocaban con el cristal de la ventana, se quedaban pegados a él durante unos momentos y acababan siendo desprendidos por el viento, que se los llevaba.

La mujer parecía dormida. Sus labios estaban curvados en una leve sonrisa, y la geografía de su rostro se iba alterando continuamente con cada cambio de la presión que el hombre de la cabellera canosa ejercía sobre su espalda, sus hombros y sus flancos. Su carne untada de aceite se movía primero en una dirección y luego en otra, y los dedos que se deslizaban sobre ella parecían capaces de ejercer una fuerza terrible sin causar la más mínima fricción. Los dedos alisaban la piel y volvían a llenarla de arrugas como si quisieran imitar el movimiento que el mar producía en las algas que cubren su fondo. Las nalgas de la mujer quedaban ocultas por una toalla negra. Su cabellera estaba suelta y se desparramada sobre una parte de su rostro, y sus pálidos senos eran dos óvalos alargados aplastados bajo la esbeltez de su cuerpo.

–Entonces, ¿qué debemos hacer?

–Necesitamos más datos.

–Como siempre. De vuelta al problema…

–Es un extranjero. Nos queda el recurso de la deportación.

–¿Con qué excusa?

–No hace falta que demos ninguna razón, aunque no nos costaría demasiado inventar alguna.

–Eso podría hacer estallar la guerra antes de que estemos preparados para utilizarla en nuestro provecho.

–Shhh… No debemos hablar de la guerra, ¿recuerdas? Oficialmente estamos en los mejores términos imaginables con todos los miembros de nuestra Federación, así que no hay ningún motivo de preocupación. Todo se encuentra bajo control.

–Dijo un portavoz oficial… ¿Crees que deberíamos librarnos de él?

–Quizá sería lo más prudente. Puede que nos sintiéramos más tranquilos si no estuviera aquí… Tengo la horrible sensación de que ha venido con una misión que cumplir. Se le ha dado pleno acceso a los recursos financieros de la Fundación Vanguardia, y esa organización tan decidida a envolverse en el misterio se ha opuesto a cada uno de nuestros pasos durante los últimos treinta años. La identidad y localización de quienes la controlan y de sus ejecutivos ha sido uno de los secretos mejor guardados del sistema, y los extremos de reserva a los que han llegado carecen de precedentes. Y ahora este hombre surge de la nada gastando dinero a manos llenas y de la forma más vulgar posible, y manteniendo un perfil público bastante visible aunque coquetamente tímido…, justo cuando más incomodidades y problemas puede provocarnos.

–Puede que ese hombre sea la Fundación Vanguardia.

–Tonterías… Supongamos que se trata de alguna entidad palpable, ¿de acuerdo? En tal caso nos enfrentamos a una interferencia alienígena o a una máquina filantrópica que se rige por el testamento que algún magnate ya fallecido dictó obedeciendo a los remordimientos de su conciencia…, incluso es posible que se trate de una máquina controlada por la transcripción de una personalidad humana, o un sistema inteligente que ha adquirido la autoconsciencia por una serie de casualidades sin que haya nadie que pueda controlarlo. Creo que el resto de posibilidades han ido quedando descartadas a lo largo de los años. Staberinde es un títere. Gasta dinero con la desesperación de un niño mimado al que le preocupa que esa generosidad no vaya a durar mucho. Se comporta como un campesino que acabara de ganar la lotería. Es repugnante… Pero te repito que obra impulsado por un propósito y que tiene una misión.

–Si le matamos y resulta que era alguien importante podríamos provocar la guerra demasiado pronto.

–Quizá, pero tengo la sensación de que debemos hacer justo lo que no se espera de nosotros. Aun suponiendo que no haya ninguna otra razón, debemos obrar así para demostrar nuestra humanidad y explotar al máximo nuestra ventaja intrínseca sobre las máquinas…

–Desde luego, pero… ¿no hay ninguna posibilidad de que pueda sernos útil?

–Sí.

El hombre inmóvil delante de la ventana contempló su reflejo en el cristal y sonrió. Sus dedos repiquetearon sobre la parte interior del alféizar.

La mujer del sofá seguía con los ojos cerrados y su cuerpo se movía obedeciendo el lento desplazarse de las manos que le masajeaban la cintura y los flancos.

–Espera un momento. Había ciertas conexiones entre Beychae y la Fundación Vanguardia, así que…

–Así que utilizar a ese tal Staberinde quizá nos permita persuadir a Beychae de que debe ponerse de nuestra parte.

El hombre alzó una mano y deslizó un dedo sobre el cristal siguiendo la trayectoria de un copo de nieve que se movía al otro lado. Observó el descenso del copo con tanta atención que acabó bizqueando.

–Podríamos…

–¿Qué?

–Adoptar el sistema Dehewwoff.

–¿El…? Necesitamos más datos.

–El sistema Dehewwoff de castigo mediante la enfermedad. Es una especie de pena capital escalonada, ¿comprendes? Cuanto más serio es el crimen más grave es la enfermedad que se inocula al culpable. Los delitos menores se castigan con una simple fiebre, la pérdida de los medios de subsistencia y el pago de los gastos médicos; las contravenciones más serias se castigan con una enfermedad que puede durar meses y que va acompañada de dolor y una larga convalecencia, facturas y ninguna simpatía hacia el enfermo, y que a veces deja secuelas y marcas que aparecerán después. Los crímenes realmente horrendos se castigan inoculando enfermedades a las que es muy difícil sobrevivir. La muerte es casi segura salvo que haya una intervención divina y una recuperación milagrosa. Naturalmente, cuanto más baja es la clase social del culpable más virulento ha de ser el castigo, pues no debemos olvidar que los obreros y los trabajadores manuales tienen constituciones más robustas que las clases altas. Las combinaciones y la posibilidad de provocar recaídas proporcionan una considerable sofisticación a la idea básica.

–De vuelta al problema..

–Y odio esas gafas oscuras, recuérdalo.

–Repito lo que he dicho. De vuelta al problema…

–… necesitamos más datos.

–La respuesta de siempre.

–Y creo que deberíamos hablar con él.

–Sí. Y después… Le mataremos.

–Calma. Hablaremos con él. Prepararemos un nuevo encuentro y le preguntaremos qué quiere y, quizá, quién es. Seremos lo más discretos posible, obraremos con cautela y no le mataremos a menos que sea imprescindible.

–Estuvimos a punto de hablar con él.

–Nada de rabietas, ¿eh? Fue ridículo. No estamos aquí para perder el tiempo persiguiendo vehículos y corriendo detrás de reclusos idiotas. Hacemos planes. Pensamos. Enviaremos una nota al hotel del caballero…

–El Excelsior. Francamente, pensaba que un establecimiento tan respetado no se habría dejado seducir con tanta facilidad por el dinero.

–Cierto. Después iremos a él o haremos que él venga hasta nosotros.

–Bueno, creo que no deberíamos ir a él. Y en cuanto a lo de que él venga hasta nosotros, quizá no quiera. Siento mucho que… Debido a un imprevisto… Un compromiso previo me impide… Me temo que dadas las circunstancias actuales no sería productivo, quizá en otra ocasión… ¿Puedes imaginarte lo humillante que resultaría eso?

–Oh, de acuerdo. Le mataremos.

–De acuerdo en que intentaremos matarle. Si sobrevive hablaremos con él. Si sobrevive él querrá hablar con nosotros. Plan muy recomendable. Debemos estar de acuerdo. No cabe duda y no nos queda otra opción; mera formalidad.

La mujer se quedó callada. El hombre de la cabellera canosa siguió amasándole las caderas con sus manazas y las zonas libres de cicatrices de su rostro quedaron cubiertas por extraños dibujos hechos con sudor. Las manos empezaron a girar y desplazarse sobre el trasero de la mujer y ésta se mordió el labio inferior de forma casi imperceptible mientras su cuerpo se movía en una lánguida imitación de la naturaleza, una sinfonía de murmullos y golpes ahogados de manos que se precipitaban sobre una llanura blanca.

Los copos de nieve seguían cayendo del cielo.

VII

–¿S
abes una cosa? –dijo mirando a la roca–. Tengo la sensación realmente desagradable de que me estoy muriendo…, pero ahora que pienso en ello la verdad es que en este momento todos mis pensamientos y sensaciones son muy desagradables. ¿Qué opinas de ello?

La roca no dijo nada.

Había llegado a la conclusión de que la roca era el centro del universo y podía probarlo, pero la roca se negaba a aceptar su obviamente importantísimo papel dentro del esquema global de las cosas –o, por lo menos, no quería aceptarlo de momento–, lo cual le dejaba reducido a hablar consigo mismo o con los pájaros y los insectos.

Todo volvió a ondular. Cosas que parecían olas o nubes de aves carroñeras cayeron sobre él girando lentamente a su alrededor y atraparon su mente haciéndola pedazos y dejándola tan maltrecha como si fuese una fruta madura que estalla bajo la ráfaga de proyectiles surgida de una ametralladora.

Intentó alejarse a rastras lo más disimuladamente posible. Era consciente de lo que vendría a continuación. Su vida desfilaría a toda velocidad ante él. Qué idea tan increíble…

Tuvo suerte y el desfile se limitó a fragmentos de su vida, como si las imágenes fueran un reflejo de su cuerpo destrozado, y recordó cosas como el estar sentado en un bar de un pequeño planeta mientras sus gafas oscuras creaban extraños dibujos de luces y sombras en el cristal de la ventana; se acordó de un sitio donde el viento era tan terrible que acabaron adquiriendo la costumbre de juzgar su severidad por el número de camiones que se llevaba cada noche; recordó una batalla de tanques librada en los inmensos campos dedicados al monocultivo que parecían mares de hierba, un amasijo de locura, desesperación sumergida y comandantes de pie sobre los tanques y las zonas de cosecha incendiada con las llamas que se iban extendiendo poco a poco ardiendo en la noche, una masa de oscuridad en continuo crecimiento anillada por el fuego –las tierras de cultivo eran la razón y el trofeo por el que se libraba la guerra, y fueron destruidas por ella–; recordó una manguera que se desplegaba bajo el agua iluminada por los haces luminosos de los reflectores y el silencioso retorcerse de sus anillos; recordó la blancura que no terminaba nunca y la lenta guerra tectónica de represalias y desgaste de los icebergs en forma de meseta que chocaban unos con otros, el amargo final de un sueño apacible y silencioso que había durado un siglo.

Y un jardín. Se acordó del jardín. Y de una silla.

–¡Grita! –gritó.

Empezó a mover frenéticamente los brazos arriba y abajo intentando conseguir el impulso suficiente para remontar el vuelo y alejarse de…, de…, apenas sabía de qué, y lo único que consiguió fue tambalearse de un lado a otro. Sus brazos aletearon unas cuantas veces y proyectaron a lo lejos unas cuantas bolitas de guano más, pero el paciente anillo de aves se cerró un poco más a su alrededor esperando a que muriera mientras se limitaba a contemplarle con ojos llenos de paciencia sin dejarse engañar por aquella penosa imitación de la conducta de un congénere.

BOOK: El uso de las armas
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