No, no, no, no quería pensar en eso, muchas gracias. Sabía lo que vendría a continuación.
Maldición, prefería pensar en ese otro momento horrible, el día en que cogieron el rifle de la armería…
No, la verdad es que no quería pensar en nada. Intentó dejar de pensar golpeándose la cabeza contra el suelo, alzando los ojos hacia el azul del cielo y golpeándose la cabeza una y otra vez contra aquellas pálidas rocas escamosas que se extendían debajo de él allí donde había apartado las bolitas de guano, pero el dolor resultaba excesivo, las rocas se limitaban a ceder hundiéndose en la blandura del suelo y de todas formas estaba tan débil que incluso una mosca mínimamente decidida habría podido con él, así que acabó dejándolo.
¿Dónde estaba?
Ah, sí, el cráter, el volcán inundado…, estamos en un cráter; un viejo cráter de un viejo volcán que lleva mucho tiempo apagado y lleno de agua, y en el centro del cráter había una islita y él estaba en esa islita, y contemplaba las paredes del cráter que se alzaban alrededor de la islita, y era un hombre, no un niño, y era un hombre afable y encantador y se estaba muriendo en la islita y…
–¿Gritar? –murmuró.
El cielo le contempló con expresión dubitativa.
Era azul.
Fue Elethiomel quien tuvo la idea de coger el rifle. La armería no estaba cerrada con llave, pero se encontraba vigilada. Los adultos siempre parecían preocupados y con muchas cosas que hacer, y habían hablado de enviar a los niños lejos de allí. El verano había terminado y aún no habían ido a la ciudad. Estaban empezando a aburrirse.
–Podríamos escaparnos.
Estaban caminando por un sendero cubierto de hojas caídas que serpenteaba a través de la propiedad. Elethiomel había hablado en voz muy baja. Ahora ni tan siquiera podían dar un paseo sin ir acompañados por algunos centinelas. Los hombres se mantenían a treinta pasos por delante de ellos y a veinte por detrás. ¿Cómo podías jugar con tantos centinelas alrededor? Si se quedaban cerca de la casa se les permitía ir sin centinelas, pero eso resultaba todavía más aburrido.
–No digas bobadas –replicó Livueta.
–No es ninguna bobada –dijo Darckense–. Podríamos ir a la ciudad. Sería divertido.
–Sí –dijo Cheradenine–. Tienes razón. Sería divertido.
–Y ¿por qué queréis ir a la ciudad? –preguntó Livueta–. Podría…, podría resultar peligroso.
–Porque esto es muy aburrido –dijo Darckense.
–Sí, lo es –dijo Cheradenine.
–Podríamos coger un bote y escapar en él –dijo Cheradenine.
–Ni tan siquiera haría falta que remáramos o nos preocupáramos del timón –dijo Elethiomel–. Basta con que nos dejemos llevar por la corriente y acabaremos llegando a la ciudad.
–Yo no iré a la ciudad –dijo Livueta mientras pateaba un montón de hojas.
–Oh, Livvy… –dijo Darckense–. No seas aguafiestas. Ven con nosotros. Tenemos que hacer las cosas juntos.
–Yo no iré a la ciudad –repitió Livueta.
Elethiomel apretó los labios y le atizó una terrible patada a un enorme montón de hojas haciéndolas saltar por los aires con un ruido tan fuerte como el de una explosión. Dos de los centinelas que les precedían giraron rápidamente sobre sí mismos, se relajaron y volvieron a apartar la mirada.
–Tenemos que hacer algo –dijo.
Clavó los ojos en los centinelas que caminaban delante de ellos admirando los enormes rifles automáticos que se les permitía utilizar. Nunca le habían dado permiso para tocar un arma de verdad. Tenía que conformarse con pistolitas de balines y carabinas ligeras.
Cogió al vuelo una hoja que pasaba junto a su rostro.
–Hojas… –Se la puso delante de los ojos y la hizo girar entre los dedos–. Los árboles son terriblemente estúpidos –dijo mirando a los demás.
–Pues claro –dijo Livueta–. No tienen nervios ni cerebro, ¿verdad?
–No me refería a eso –replicó él estrujando la hoja en su mano–. Lo que quiero decir es que… Bueno, que son una estupidez. Todo este desperdicio cada otoño… Un árbol que conservara sus hojas no tendría que perder el tiempo haciendo que volvieran a crecerle. Crecería hasta ser más alto que cualquier otro árbol, y acabaría convirtiéndose en el rey de todos los árboles.
–¡Pero las hojas son muy hermosas! –exclamó Darckense.
Elethiomel meneó la cabeza e intercambió una mirada algo despectiva con Cheradenine.
–¡Chicas! –dijo en tono burlón, y se rió.
Había olvidado cuál era la otra palabra cuyo significado era idéntico al de la palabra «cráter». Había otra palabra aparte de cráter o, más precisamente, había una palabra que se usaba para referirse a un cráter volcánico de gran tamaño; estaba totalmente seguro de que había otra palabra, la dejé aquí mismo hace un momento y algún bastardo me la ha robado, maldito bastardo…, si consiguiera encontrarla yo…, la dejé aquí mismo hace un momento y ahora…
¿Dónde estaba el volcán?
El volcán estaba en una gran isla de un mar interior en alguna parte.
Contempló las distantes cimas de las paredes del cráter que le rodeaban e intentó recordar dónde se encontraba esa «alguna parte». Mover la cabeza hizo que sintiera una punzada de dolor en el hombro allí donde uno de los ladrones le había clavado su cuchillo. Al principio trató de proteger la herida asustando a las nubes de moscas, pero estaba casi seguro de que ya habían depositado sus huevos en ella.
(No muy cerca del corazón; por lo menos seguía llevándola allí dentro, y la podredumbre necesitaría algún tiempo para extenderse tanto. La muerte llegaría antes de que la progenie de las moscas hubiera logrado abrirse paso llegando hasta ella y su corazón.)
Pero, ¿por qué no? Adelante, gusanitos, sed mis invitados. Comed hasta reventar. Lo más probable es que cuando aparezcáis ya lleve algún tiempo muerto, y eso os ahorrará el dolor y los tormentos que sufriríais cuando intentara librarme de vosotros rascándome con las uñas hasta sangrar… Gusanitos queridos, pobres y encantadores gusanitos. (Pobrecito yo, que soy el que acabará devorado…) Se quedó inmóvil y pensó en la pequeña charca alrededor de la que orbitaba tan inexorablemente como una roca capturada por la gravedad. La charca se hallaba en el fondo de una depresión de pequeño tamaño, y tenía la impresión de que llevaba una eternidad intentando alejarse de aquellas aguas pestilentes, el barro viscoso, las moscas que se apelotonaban a su alrededor y la mierda de ave sobre la que se veía obligado a deslizarse… Y no lo conseguía. Fuera por la razón que fuese siempre parecía acabar volviendo al punto de partida, pero no paraba de pensar en ello.
La charca tenía muy poca profundidad y el fondo rocoso. El agua contenía grandes cantidades de barro, y apestaba. El pequeño estanque era una visión horrible y repulsiva que se había ido hinchando hasta dejar atrás sus límites normales gracias a los vómitos y la sangre que había ido derramando dentro de él. Lo único que deseaba era marcharse de allí, interponer la máxima distancia posible entre él y la charca… Cuando estuviera lo bastante lejos ordenaría una incursión de bombarderos pesados para que acabara con ella.
Reanudó el lento arrastrarse alrededor de la charca desplazando las bolitas de guano y los insectos ocultos entre ellas y fue dirigiéndose hacia el lago para acabar regresando a su posición original. Se quedó inmóvil y clavó los ojos en la charca y la roca.
¿Qué había estado haciendo?
Había estado ayudando a los nativos, como de costumbre. Les había asesorado y dado los mejores consejos posibles, al principio manteniendo controlados a los lunáticos y calmando los ánimos y luego poniéndose al frente de un pequeño ejército; pero los nativos dieron por sentado que les traicionaría y que acabaría utilizando el ejército al que había entrenado como base sobre la que construir una estructura de poder personal. La víspera de su victoria, la mismísima hora en que asaltaron el Santuario… Ése fue el momento que escogieron para liquidarle.
Le llevaron a la sala de calderas y le desnudaron; logró escapar, pero los soldados ya habían empezado a bajar por la escalera y tuvo que echar a correr. Se vio obligado a ir hacia el río, y acabaron acorralándole. El impacto de la zambullida estuvo a punto de hacerle perder el conocimiento. Las comentes se apoderaron de él y su cuerpo giró lenta y perezosamente sobre sí mismo. Despertó por la mañana debajo de la armazón que cubría un cabestrante en una de las enormes barcazas usadas para desplazarse por el río. No tenía ni idea de cómo había llegado hasta allí. Vio un cabo que colgaba junto a la popa, y supuso que habría trepado por él. Seguía teniendo un terrible dolor de cabeza.
Cogió la ropa colgada de una cuerda que se estaba secando detrás de la garita del timón, pero le vieron. Saltó por la borda con la ropa en la mano y nadó hasta la orilla. La persecución no había cesado, y no le quedó más remedio que seguir alejándose de la ciudad y el Santuario, los únicos lugares donde la Cultura podía buscarle. Pasó horas intentando dar con una forma de ponerse en contacto con ellos.
Los ladrones le atacaron cuando la montura que había robado estaba bordeando un cráter volcánico lleno de agua. Le golpearon, le violaron, le cortaron los tendones de las piernas y le arrojaron a las pestilentes aguas amarillentas del cráter. Intentó alejarse a nado usando sólo sus brazos –las piernas flotaban como dos apéndices inútiles detrás de él–, mientras se retorcía para esquivar las piedras que le arrojaban los ladrones.
Sabía que una de aquellas rocas acabaría acertándole más tarde o más temprano, por lo que intentó utilizar una parte del maravilloso adiestramiento que le había proporcionado la Cultura. Hiperventiló sus pulmones lo más deprisa posible y se sumergió. Sólo tuvo que esperar un par de segundos. Una roca de gran tamaño cayó al agua chocando con la hilera de burbujas que había dejado al sumergirse. Se agarró a la roca como si fuera una amante en cuanto descendió hacia él y dejó que le hundiera en las oscuras profundidades del lago desconectando sus sentidos para sumirse en el trance que le habían enseñado. Su último pensamiento fue que el trance quizá no funcionara y que podía no volver a despertar nunca, pero no le importó demasiado.
Antes de sumergirse había grabado en su mente la cifra «diez» y la palabra «minutos». Despertó envuelto en una oscuridad impenetrable; recordó lo ocurrido y sacó los brazos de debajo de la roca. Movió las piernas intentando llegar a la luz, pero no sucedió nada. Utilizó los brazos y la superficie acabó acogiéndole después de un período de tiempo indeterminado. El aire jamás había tenido un sabor tan delicioso.
Las paredes del cráter eran muy lisas. La islita rocosa era el único sitio al que podía llegar nadando. Las aves emprendieron el vuelo lanzando chillidos estridentes cuando llegó a la orilla chapoteando ruidosamente.
«Bueno –pensó mientras reptaba sobre las rocas abriéndose paso por entre el guano–, al menos no han sido los sacerdotes… Si hubieran sido ellos ahora sí que me encontraría en una situación realmente apurada.»
Los calambres llegaron unos minutos después infiltrándose en cada articulación y quemándole por dentro como si estuviera lleno de ácido, y deseó haberse encontrado con los sacerdotes.
Tenía que hacer algo para que su mente olvidara el dolor, y siguió hablando consigo mismo. Se dijo que la Cultura vendría a buscarle con una nave maravillosa que descendería del cielo, y que en cuanto estuviera a bordo de ella todo iría bien.
Estaba seguro de que vendrían a buscarle. Le encontrarían, le curarían y estaría a salvo, oh, sí, no correría ningún peligro y cuidarían muy bien de él y quedaría libre del dolor, volvería a su paraíso y sería como…, como volver a la infancia; como volver a estar en el jardín. Pero la parte más maliciosa y suspicaz de su mente se empeñaba en recordarle que a veces hasta los jardines eran peligrosos, y que en ellos también podían ocurrir cosas malas.
Darckense convenció al centinela de la armería para que fuera con ella por el pasillo hasta doblar la esquina y la ayudara a abrir una puerta atascada. Cheradenine entró sigilosamente en la habitación y cogió el rifle automático guiándose por la descripción que le había dado Elethiomel. Salió de la armería con el rifle oculto debajo de una capa y oyó a Darckense dándole las gracias efusivamente al centinela. Se encontraron en el guardarropa del salón posterior para murmurar con voces emocionadas envueltos en el reconfortante olor de la ropa mojada y la cera para suelos, y se pasaron el arma del uno al otro para sostenerla y acariciarla. El rifle automático pesaba mucho.
–¡Sólo has traído un cargador!
–No vi ninguno más.
–Dios, Zak, debes de estar ciego… Bueno, supongo que tendremos que conformarnos con eso.
–Aj… Está pringosa –dijo Darckense.
–Es aceite –le explicó Cheradenine–. Sirve para impedir que se oxide.
–¿Dónde se supone que vamos a esconderla? – preguntó Livueta.
–La dejaremos aquí y volveremos después de cenar –dijo Elethiomel quitándole el arma a Darckense–. Hoy tenemos que estudiar con Narizotas, y siempre se queda dormido enseguida. Mamá y papá estarán muy ocupados atendiendo a ese coronel. Podemos salir de la casa, llegar al bosque sin que nos vean y disparar el arma allí.
–Claro, y probablemente nos matarán –dijo Livueta–. Los centinelas pensarán que somos un grupo de terroristas.
Elethiomel meneó la cabeza pacientemente.
–Livvy, eres tonta. –Alzó el arma y la apuntó con ella–. Tiene un silenciador. Qué creías que era esa cosa, ¿eh?
–Ah –dijo Livueta mientras apartaba a un lado el cañón del arma–. ¿Y tiene seguro?
Elethiomel puso cara de duda, aunque la mueca sólo duró una fracción de segundo.
–Claro –dijo en voz alta. Se encogió sobre sí mismo y volvió la cabeza hacia la puerta cerrada que daba al salón–. Clareo –murmuró–. Vamos. La dejaremos aquí y volveremos por ella cuando hayamos logrado librarnos de Narizotas.
–No puedes dejarla aquí –dijo Livueta.
–Te apuesto lo que quieras a que sí puedo.
–Esa cosa apesta –dijo Livueta–. El aceite huele mucho. Se darán cuenta de que está aquí en cuanto entren. ¿Y si papá decide ir a dar un paseo?
Elethiomel pareció preocupado. Livueta pasó junto a él y abrió una ventanita.
–¿Y si la escondemos en el barco de piedra? –sugirió Cheradenine–. Nadie va allí durante esta época del año.
Elethiomel pensó en lo que acababa de decir. Después cogió la capa que Cheradenine había utilizado para esconder el rifle y lo envolvió en ella.