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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

El uso de las armas (32 page)

BOOK: El uso de las armas
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–Oh, está bien… –murmuró.

Se dejó caer hacia atrás llevándose una mano al pecho y clavó los ojos en la bóveda azul claro del cielo. Y, de todas formas, ¿qué podía haber de tan terrible en algo como una silla? Decidió seguir arrastrándose.

Fue reptando alrededor de la charca de agua abriéndose paso por entre las bolitas oscuras de excremento que las aves habían ido acumulando allí y consiguió llegar hasta un sitio desde el que podía divisar las aguas del lago. No podía seguir adelante, así que se quedó inmóvil, volvió por donde había venido y rodeó la charca en sentido contrario al de antes apartando las bolitas negras de mierda de ave mientras pedía disculpas a los insectos cuya paz perturbaba con sus movimientos. Cuando llegó al punto en el que había estado antes se detuvo y evaluó la situación.

La brisa cálida le traía el olor a azufre que emanaba de las aguas del lago.

… y un instante después volvía a estar en el jardín recordando el aroma de las flores.

Hubo un tiempo en el que existía una gran casa que se alzaba en el centro de una propiedad limitada en tres de sus lados por un río muy ancho que se encontraba a medio camino entre las montañas y el mar. La propiedad tenía bosques muy antiguos y pastizales de una hierba magnífica; colinas de poca altura repletas de animales tímidos que se asustaban con mucha facilidad, caminos serpenteantes y arroyuelos cruzados por puentecitos; había templetes, pérgolas, lagos ornamentales, paisajes y perspectivas falsas y casitas de verano tan apacibles como rústicas.

El paso de los años y las generaciones hizo que muchos niños nacieran y se criaran en la gran casa y que jugaran en los maravillosos jardines que la rodeaban, pero hubo cuatro en particular cuya historia acabó siendo importante para personas que nunca habían visto la casa y que ignoraban el apellido de la familia. De los cuatro dos eran hermanas y se llamaban Darckense y Livueta; uno de los dos niños restantes era su hermano mayor y se llamaba Cheradenine y los tres compartían el apellido familiar, Zakalwe. El cuarto niño no era pariente suyo, pero había nacido en el seno de una familia que llevaba mucho tiempo siendo aliada de la suya y se llamaba Elethiomel.

Cheradenine era el mayor de los cuatro, y tenía vagos recuerdos de la agitación que se produjo cuando la madre de Elethiomel llegó a la gran casa en visible estado de embarazo hecha un mar de lágrimas y rodeada por sirvientes que intentaban consolarla, guardias gigantescos y doncellas llorosas. Durante los días siguientes la atención de la casa entera pareció centrarse en la mujer que llevaba al bebé dentro de su útero, y aunque sus hermanas siguieron con sus juegos alegrándose de que las niñeras y el cortejo de guardianes que les rodeaban hubieran relajado un poco su vigilancia Cheradenine empezó a sentir celos de aquel niño que aún no había nacido.

El destacamento de la caballería real llegó a la casa una semana después, y aún recordaba a su padre de pie al final del espacioso tramo de escalones que llevaba hasta el patio hablando con voz tranquila mientras sus hombres se movían con silenciosa rapidez por la casa apostándose detrás de cada ventana. Cheradenine se apresuró a ir en busca de su madre y corrió por los pasillos con una mano extendida delante de él como si sostuviera unas riendas invisibles dándose golpes en la cadera con la otra mano para imitar el ruido de los cascos de un caballo y fingir que era un jinete. Un, dos, tres, un, dos, tres… Cuando encontró a su madre vio que estaba con la mujer que llevaba al bebé dentro de ella. La mujer lloraba, y su madre le ordenó que se marchara.

El bebé llegó esa misma noche después de que todos hubieran oído los gritos de la madre.

Cheradenine se dio cuenta de que la atmósfera de la gran casa sufrió un cambio considerable después de aquello, y también se dio cuenta de que todos parecían mucho más atareados que antes pero, también, menos preocupados.

Durante unos cuantos años pudo atormentarle, pero Elethiomel empezó a crecer más deprisa que él y fue tomando represalias hasta que los dos niños acabaron llegando a una tregua no muy sólida. Tenían los mismos maestros e instructores, y Cheradenine fue dándose cuenta poco a poco de que Elethiomel era su favorito. Siempre aprendía las cosas más deprisa que él, siempre era elogiado por el rápido desarrollo de sus capacidades y todos pregonaban lo avispado, inteligente y precoz que era. Cheradenine hizo cuanto pudo para ponerse a su altura y el mero hecho de no rendirse le granjeó unos cuantos elogios, pero sus esfuerzos nunca parecieron ser apreciados en su justo valor. Los instructores que les enseñaban las artes de la guerra fueron más imparciales y supieron reconocer los méritos de cada uno. Cheradenine era el mejor con los puños y en la lucha libre; Elethiomel era más diestro con las armas blancas y las armas de fuego (siempre que estuviera bajo la supervisión adecuada, pues había momentos en que podía dejarse llevar por el entusiasmo), aunque Cheradenine utilizaba el cuchillo casi tan bien como él.

Las dos hermanas no se habían dejado influir por las opiniones de los maestros y querían a ambos por un igual, y los cuatro pasaban los largos veranos y los cortos y duros inviernos jugando juntos, y –aparte del primer año después de que Elethiomel naciera– también pasaban unos cuantos días de cada primavera y cada otoño en la gran ciudad que había río abajo donde los padres de Darckense, Livueta y Cheradenine poseían una gran mansión. Pero ninguno de los cuatro disfrutaba demasiado con aquellas estancias en la ciudad. El jardín era muy pequeño y los parques públicos siempre estaban atestados. Cuando iban a la ciudad la madre de Elethiomel siempre se mostraba más callada y sus ataques de llanto se hacían más frecuentes, y de vez en cuando se ausentaba durante unos días. Antes de partir siempre parecía muy excitada, y siempre volvía de aquellas misteriosas desapariciones con los ojos llenos de lágrimas.

Era otoño y estaban en la ciudad. Los cuatro niños intentaban mantenerse lo más alejados posible del mal humor de los adultos cuando un mensajero llegó a la casa.

No pudieron evitar oír los gritos, por lo que abandonaron la guerra infantil que estaban librando y salieron corriendo del cuarto de juegos para meter la cabeza entre los barrotes de la barandilla y bajar la vista hacia el gran salón. El mensajero estaba inmóvil con la cabeza gacha y la madre de Elethiomel lloraba y gritaba. El padre y la madre de Cheradenine, Livueta y Darckense la abrazaban y le hablaban en un tono firme y tranquilo. Su padre acabó despidiendo al mensajero con un gesto de la mano y la mujer histérica cayó al suelo sin hacer ningún ruido con una hoja de papel arrugada entre los dedos de una mano.

Su padre alzó la mirada y les vio, pero sus ojos se posaron en Elethiomel, no en Cheradenine. Poco después les ordenaron que se fueran a dormir.

Regresaron a la casa rodeada de jardines unos cuantos días después de la aparición del mensajero. La madre de Elethiomel no paraba de llorar y no bajaba al comedor.

–Tu padre era un asesino. Le ejecutaron porque mató a mucha gente. Cheradenine estaba sentado sobre el parapeto de piedra con las piernas colgando en el vacío. Hacía un día precioso y el viento susurraba entre las ramas de los árboles. Las hermanas reían y chillaban cerca del parapeto mientras recogían flores de los arriates que había en el centro de la estructura. El barco de piedra se encontraba en el lago del oeste, y quedaba unido al jardín por una calzada de losas. Estuvieron jugando a piratas un rato y cuando se cansaron decidieron investigar los arriates de flores que había en la cubierta superior de las dos con que contaba el barco. Cheradenine tenía junto a él una colección de guijarros y los iba arrojando uno por uno a la inmóvil superficie de las aguas produciendo ondulaciones que hacían pensar en un blanco de arquería porque intentaba que cada nuevo proyectil diera en el mismo sitio que el anterior.

–No hizo ninguna de las cosas que dicen –replicó Elethiomel. Bajó la vista y golpeó el baluarte de piedra con el pie–. Mi padre era un buen hombre.

–Si era bueno, ¿como es que el rey ordenó que le mataran?

–No lo sé. La gente debió de contar historias sobre él. Contaron mentiras.

–Pero el rey es muy listo –dijo Cheradenine con un tono triunfal, y arrojó otro guijarro hacia el círculo de ondulaciones que se iba haciendo cada vez más grande–. No hay nadie que sea tan listo como él. Por eso es el rey, ¿verdad? Si fueran mentiras él lo habría sabido.

–No me importa lo que dijeran –insistió Elethiomel–. Mi padre no era malo.

–Lo era, y tu madre también debió de hacer cosas muy malas porque si no jamás la habrían obligado a pasar tanto tiempo encerrada en su habitación.

–¡Mi madre no ha sido mala! –Elethiomel alzó los ojos hacia el otro niño y sintió una tensión inexplicable detrás de su nariz y sus ojos, como si tuviera un globo dentro de la cabeza y éste se fuera hinchando poco a poco–. Mi madre está muy enferma. ¡No puede salir de su habitación!

–Eso es lo que ella dice –replicó Cheradenine.

–¡Mirad! ¡Tenemos millones de flores! ¡Mirad! ¡Vamos a hacer perfumes ! ¿Queréis ayudarnos? –Las dos hermanas acababan de aparecer detrás de ellos con los brazos llenos de flores–. Elly…

Darckense intentó coger a Elethiomel del brazo.

El niño la apartó de un manotazo.

–Oh, Elly… Sheri, no, por favor –dijo Livueta.

–¡No ha sido mala! –gritó Elethiomel clavando los ojos en la espalda del otro niño.

–Sí que lo ha sido –canturreó Cheradenine, y arrojó otro guijarro al lago.

–¡No lo ha sido! –aulló Elethiomel.

Echó a correr, extendió las manos hacia la espalda de Cheradenine y le empujó con mucha fuerza.

Cheradenine chilló y se cayó del parapeto. Su cabeza chocó con la pared de piedra mientras caía. Las dos niñas gritaron al mismo tiempo.

Elethiomel se inclinó sobre el parapeto y vio como Cheradenine caía en el centro del círculo de olitas que había creado arrojando guijarros. Su cuerpo desapareció durante unos momentos, emergió a la superficie y flotó en el agua sin moverse con el rostro hacia abajo.

Darckense gritó.

–¡Oh, Elly, no!

Livueta dejó caer sus flores y corrió hacia los peldaños. Darckense seguía gritando y se acuclilló con la espalda pegada al parapeto de piedra aplastando las flores contra su pecho.

–¡Darkle! ¡Ve corriendo a la casa! –gritó Livueta desde la escalera.

Elethiomel seguía con los ojos clavados en el cuerpo que flotaba sobre las aguas y vio que se removía débilmente produciendo un reguero de burbujas. Podía oír los pasos de Livueta creando ecos en la cubierta inferior.

Elethiomel deslizó la mano por el parapeto y los guijarros cayeron al agua alrededor del niño unos segundos antes de que Livueta saltara al estanque para rescatar a su hermano mientras Darckense seguía gritando.

No, no era eso. Tenía que ser algo peor que eso, ¿verdad? Estaba seguro de que recordaba algo relacionado con una silla (también recordaba algo acerca de un bote, pero tampoco parecía tratarse de aquello). Intentó pensar en todas las cosas desagradables que pueden ocurrirte estando sentado en una silla y las fue descartando una por una al comprender que no le habían ocurrido a él o a nadie que conociera –al menos por lo que podía recordar–, y acabó llegando a la conclusión de que aquella extraña obsesión centrada en una silla no tenía ninguna razón particular de ser. Su mente había decidido construir toda una fijación basada en una silla como habría podido escoger cualquier otro objeto, y no había nada que hacer al respecto.

También estaban los nombres, por supuesto. Nombres que había utilizado, nombres falsos que nunca le habían pertenecido… ¡Utilizar el nombre de un navío de combate! Parecía increíble. Qué persona tan idiota, qué niño tan travieso… Sí, eso era lo que estaba intentando olvidar. No entendía cómo había podido ser tan estúpido. Ahora todo le parecía tan claro, tan obvio… Quería olvidar el navío de combate. Quería enterrarlo en lo más profundo de su ser, por lo que jamás habría debido utilizar su nombre.

Ahora se daba cuenta de que fue un error. Ahora lo comprendía. Ahora, cuando ya era demasiado tarde para hacer algo al respecto…

Las gigantescas magnitudes de su estupidez hicieron que sintiese deseos de vomitar.

Una silla, un navío, un…, otra cosa que había olvidado.

Los chicos aprendieron a trabajar el metal y las chicas aprendieron alfarería.

–Pero no somos campesinos, ni…, ni…

–Artesanos –dijo Elethiomel.

–No quiero oír ni una sola protesta más, y aprenderéis algo de lo que significa el trabajar con las manos –dijo el padre de Cheradenine mirando fijamente a los dos chicos.

–¡Pero esas cosas son para los que no han nacido en una familia noble!

–Lo mismo podría decirse del aprender a escribir y el manejar los números. Dominar esas habilidades no os convertirá en oficinistas, al igual que trabajar el hierro no os convertirá en herreros.

–Pero…

–Haréis lo que se os ordene hacer. Si os parece que eso encaja mejor con las ambiciones marciales que ambos afirmáis poseer, os doy permiso para que intentéis forjar espadas y armaduras durante vuestras lecciones.

Los chicos intercambiaron una rápida mirada.

–También podéis decirle a vuestro profesor de retórica que os he dado instrucciones de preguntarle si es aceptable que un par de jóvenes de buena cuna empiecen casi todas las frases con una palabra tan lamentable como «Pero». Eso es todo.

–Gracias, señor.

–Gracias, señor.

Cuando hubieron salido de la habitación los dos se confesaron que trabajar los metales quizá no fuera tan horrible como habían temido al principio.

–Pero tenemos que decirle a Narizotas lo de que siempre decimos «Pero». ¡Nos hará copiar algo!

–No, no lo hará. Tu viejo dijo que «podíamos» decírselo a Narizotas, y eso no es lo mismo que ordenarnos que se lo digamos.

–Ja. Sí.

Livueta también quería aprender a trabajar los metales, pero su padre se negó a permitirlo porque no consideraba que fuera adecuado para una dama. Livueta insistió. Su padre no quiso acceder. Livueta lloró y gritó, y acabaron llegando al compromiso de que podría estudiar carpintería.

Los chicos forjaron cuchillos y espadas, Darckense hizo cacharros de fango y Livueta los muebles para una casita de verano que se encontraba en uno de los bosques de la propiedad. Fue en esa casita de verano donde Cheradenine descubrió…

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