La puerta del Salón Luz de Estrella estaba cerrada. Pulsó el botón mientras volvía la cabeza hacia el otro extremo del pasillo. Las puertas del ascensor iban y venían empujando suavemente el cuerpo del oficial caído, y pensó que las puertas parecían un amante no muy sutil que intentaba despertarle. Oyó un campanilleo distante.
–Por favor, dejen libre la entrada –dijo la voz del ascensor–. Por favor, dejen libre la entrada.
–¿Sí? –preguntó la puerta que daba acceso al Salón Luz de Estrella.
–Stap, soy Sherad. He cambiado de opinión.
–¡Estupendo!
La puerta se abrió.
Entró en el salón y pulsó el botón de cierre. El recinto no era muy grande, y estaba lleno del humo de las drogas y de personas mutiladas. La música hacía vibrar la atmósfera, las luces habían sido colocadas a un nivel de intensidad muy bajo y los ojos de todos los presentes –algunos estaban fuera de sus cuencas–, se volvieron hacia él. La máquina gris del doctor se encontraba junto al bar atendido por un par de camareras.
Maniobró al doctor hasta colocarle entre él y los demás y le puso la pistola aturdidora debajo del mentón.
–Malas noticias, Stap. Estos trastos pueden ser letales a corta distancia, y la pistola con que le amenazo está al máximo de potencia. Necesito su máquina. Preferiría contar con su cooperación, pero si no hay más remedio puedo arreglármelas sin ella. Hablo muy en serio y tengo muchísima prisa, así que… ¿cuál es su respuesta?
Stap emitió una especie de gorgoteo.
–Tres –murmuró hundiendo el cañón del arma un poco más en el cuello del doctor–. Dos…
–¡De acuerdo! ¡Por aquí!
Soltó a Stap y le siguió hasta la máquina que utilizaba en su extraño negocio. Mantuvo las manos juntas ocultando las dos pistolas aturdidoras dentro de las mangas y saludó con la cabeza a los invitados junto a los que pasaron. Durante un momento tuvo una línea de tiro despejada que terminaba en alguien situado al otro extremo del salón. Disparó y varios cuerpos se desplomaron de forma muy espectacular sobre una mesa cargada de comida. Todos los invitados volvieron la cabeza en esa dirección y la confusión permitió que él y Stap –al que tuvo que empujar cuando oyó el estrépito de los cuerpos cayendo sobre la mesa– llegaran rápidamente hasta donde estaba la máquina.
–Disculpe –murmuró mirando a una de las camareras–. ¿Tendría la bondad de echar una mano al doctor? –Movió la cabeza señalando el espacio de detrás del mostrador–. Quiere poner la máquina allí, ¿verdad, Doc?
Entraron en el cuartito utilizado como almacén que había detrás del bar. Dio las gracias a la camarera, cerró la puerta, activó la cerradura y colocó un montón de cajas delante de ella. Se volvió hacia el doctor y le sonrió. Stap parecía muy alarmado.
–¿Ve la pared que hay detrás de usted, Stap?
Los ojos del doctor fueron velozmente hacia la pared.
–Vamos a atravesarla con la ayuda de su máquina.
–¡No puede hacer eso! No…
Apoyó el cañón de una pistola aturdidora en su frente. Stap cerró los ojos. La esquina del pañuelo que asomaba del bolsillo de su pecho estaba temblando.
–Stap, he visto cuáles son los efectos de esa máquina y creo tener cierta idea de cómo funciona. Quiero un campo de corte, un cuchillo tan fino que sea capaz de cortar las conexiones moleculares… Si no hace ahora mismo lo que le he dicho le dejaré sin sentido y trataré de hacerlo sin su ayuda, y si me equivoco y me cargo la máquina cuando despierte tendrá que enfrentarse a una clientela muy, muy enfadada. Puede que decidan hacerle lo mismo que les hizo usted, pero sin esa máquina… ¿Hmm?
Stap tragó saliva.
–Mm… –farfulló. Una de sus manos se movió lentamente hacia su chaqueta–. Mmm…, mmmm…, mis he-he-herramientas.
Sacó la carterita que contenía las herramientas, se volvió hacia la máquina y abrió un panel.
La puerta que había detrás de ellos emitió un campanilleo. Fue hasta un estante, cogió un objeto de metal cromado que debía de formar parte del equipo utilizado en el bar, apartó las cajas –Stap se volvió a mirar, pero vio que el arma seguía apuntándole y se apresuró a darle la espalda– y colocó el objeto metálico en el hueco que había entre el panel de la puerta y el marco donde entraba al deslizarse. La puerta emitió un gorgoteo vagamente indignado y una lucecita roja empezó a parpadear sobre el botón abrir/cerrar. Volvió a poner el montón de cajas junto al panel.
–De prisa, Stap –dijo.
–¡Hago todo lo que puedo! –chilló el hombrecillo.
La máquina emitió un zumbido estridente y una protuberancia cilíndrica situada a un metro del suelo quedó envuelta en un resplandor azulado.
Contempló el cilindro y luego a Stap y entrecerró los ojos.
–¿Qué espera conseguir con eso? –preguntó el doctor.
–Siga trabajando, Doc. Tiene medio minuto antes de que intente arreglármelas sin su ayuda.
Miró por encima del hombro de Stap y vio que estaba manipulando un control circular dividido en grados.
Su única esperanza era utilizar la máquina para atacar todas las partes de la nave a las que consiguiera llegar. Tenía que dejarla incapacitada. Todas las naves tendían a ser complicadas y, hasta cierto punto, cuanto más tosca era una nave más paradójicamente complicados eran sus sistemas y si causaba los destrozos suficientes quizá consiguiera afectar algún punto lo suficientemente vital sin que la nave estallara en pedazos.
–Ya casi está –dijo el doctor.
Le lanzó una nerviosa mirada de soslayo y alzó un dedo tembloroso acercándolo a un botoncito rojo.
–De acuerdo, Doc –dijo él contemplando con cierta suspicacia los resplandores azulados que bailoteaban alrededor del cilindro–. Adelante –murmuró mientras se acuclillaba al lado de Stap.
–Hum… –El doctor tragó saliva–. Quizá sería mejor que retrocediera un poco. ¿Por qué no se pone ahí detrás?
–No. Intentémoslo, ¿de acuerdo?
Apartó a Stap y pulsó el botoncito rojo. El cilindro emitió un semi-disco de luz azulada que salió disparado por encima de sus cabezas y atravesó limpiamente las cajas que había amontonado detrás de la puerta. Líquidos de varias clases y colores empezaron a brotar de ellas y se esparcieron por el suelo. El zumbante disco azulado partió en dos los soportes de las estanterías y todo el conjunto se derrumbó. Contempló el estropicio y sonrió. Si hubiera estado de pie el campo azulado le habría partido en dos mitades.
–Un buen intento, Doc… –dijo.
La pistola aturdidora zumbó y el hombrecillo se desplomó tan fláccidamente como si estuviera hecho de arena mojada. Los estantes seguían dejando caer los paquetitos de aperitivos y los cartones de bebidas, y los que atravesaban el haz azulado llegaban al suelo hechos pedazos. Los líquidos se escapaban de los recipientes perforados esparcidos delante de la puerta. Oyó un golpear ahogado detrás de las cajas.
El olor a licores varios que estaba empezando a impregnar la atmósfera del pequeño almacén resultaba bastante agradable, aunque esperaba que los líquidos derramados no contuvieran la cantidad de alcohol suficiente para provocar un incendio. Hizo girar la máquina creando olitas en el charco de líquidos que iban acumulándose sobre el suelo del cuartito y el parpadeante semidisco azulado derribó unos cuantos estantes más antes de hundirse en el mamparo que había enfrente de la puerta.
La máquina tembló, el aire vibró con un chirriar estridente que le hizo rechinar los dientes y una masa de humo negro se arremolinó durante unos momentos alrededor de los estantes como si estuviera siendo impulsada por la luz azul y bajó rápidamente hacia el decímetro de líquidos varios que ya se habían acumulado en el suelo del pequeño almacén formando lo que parecía un banco de niebla en miniatura. Empezó a manipular los controles de la máquina. Una pantallita le mostró un holograma con la forma del campo y descubrió un par de palancas diminutas que servían para alterarlo convirtiéndolo en una elipse. Los temblores y sacudidas de la máquina se hicieron más violentos, el chirriar se volvió más estridente y el humo negro fue espesándose a su alrededor.
Los golpes ahogados que llegaban desde el otro lado del panel eran cada vez más fuertes. El cuartito se estaba llenando de humo, y empezó a sentir que la cabeza le daba vueltas. Empujó la máquina con un hombro y la mole metálica se movió con una especie de aullido. Algo cedió delante de ella.
Apoyó la espalda en la máquina y empujó con los pies. Oyó un ruido metálico delante de la máquina y ésta empezó a rodar alejándose de él. Giró sobre sí mismo, volvió a empujar con el hombro y se desplomó hacia adelante pasando junto a los estantes envueltos en humo. Cayó por un agujero de bordes rojizos y se encontró en una habitación llena de armarios metálicos. La mezcla de líquidos empezó a derramarse sobre el suelo de la habitación. Dejó la máquina allí donde la había llevado su último empujón, abrió un armario y descubrió una masa de filamentos iridiscentes delgados como cabellos que se enroscaban formando haces alrededor de una confusión de cables y varillas. Un tablero de control de escaso grosor y unos dos metros de longitud estaba cubierto de luces que se encendían y se apagaban, y el espectáculo le hizo pensar en una extraña ciudad linear vista de noche.
Frunció los labios y lanzó un ruidoso beso hacia los haces de fibras.
–Felicidades –murmuró–, has ganado el premio gordo.
Se inclinó sobre la zumbante masa de la máquina y manipuló los controles hasta dejarlos en unas posiciones bastante parecidas a las que había fijado Stap, pero alteró la forma del campo para que fuese circular y acabó dando plena potencia a los sistemas.
El disco azul se estrelló contra los armarios grises y los envolvió en un cegador torbellino de chispas. El estrépito fue ensordecedor. Dejó la máquina donde estaba, pasó por debajo del disco azul y chapoteó de regreso a la sala de control. Pasó sobre el aún inconsciente doctor Stap, apartó de una patada las cajas y recipientes que había colocado junto a la puerta y quitó la herramienta metálica incrustada en el hueco. El haz azulado visible por el agujero en la pared de la sala de control no llegaba hasta allí. Se incorporó, abrió la puerta empujándola con el hombro y cayó en brazos de un sorprendido oficial de la nave una fracción de segundo antes de que la máquina productora de campos estallara y la onda expansiva hiciera que los dos saliesen disparados a través del bar y acabaran en el salón.
Las luces del salón se apagaron un instante después.
E
l techo del hospital era tan blanco como las paredes y las sábanas. La superficie del iceberg también era blanca, y el día parecía haber perdido todos los colores. Los remolinos de agua cristalizada bailoteaban locamente junto a las ventanas del hospital. Los últimos cuatro días habían sido iguales, y los meteorólogos decían que la ventisca no empezaría a debilitarse hasta pasados dos o tres días más. Pensó en las tropas acurrucadas en las trincheras y cavernas talladas en las masas de hielo y no se atrevió a maldecir la tempestad que aullaba en el exterior, pues la ventisca significaba que había muchas probabilidades de que no combatieran. Los pilotos también se alegraban del mal tiempo pero intentaban disimularlo y maldecían ruidosamente a la ventisca que les impedía volar. Ya debían de estar enterados del pronóstico meteorológico, y pensó que a estas horas muchos de ellos ya se hallarían en las primeras fases de la borrachera.
Clavó la mirada en el panorama blanco que se extendía al otro lado de las ventanas. Se suponía que la visión del cielo azul era buena para los enfermos, y ésa era la razón de que construyeran los hospitales en la superficie cuando todo lo demás se encontraba debajo del hielo. Los muros exteriores del hospital estaban pintados de rojo para que las aeronaves del enemigo pudieran identificarlo sin dificultades y no lo atacaran. Había visto algunos hospitales enemigos desde el aire y había pensado que los puntitos rojos esparcidos sobre aquella blancura cegadora parecían gotas de sangre congeladas caídas de la herida de un soldado.
Las cortinas de nieve quedaron atrapadas en un vórtice de la ventisca y su danza circular hizo que un torbellino de blancura se materializara durante unos segundos junto a una ventana. Contempló el caos que caía del cielo y entrecerró los ojos como si ese esfuerzo de concentración pudiera permitirle descubrir algún tipo de pauta o modelo perdidos en el desorden de la ventisca. Alzó una mano y acarició el vendaje blanco que le rodeaba la cabeza.
Cerró los ojos e hizo un nuevo intento de recordar. Su mano cayó sobre las sábanas que le cubrían el pecho.
–¿Cómo estamos hoy? –le preguntó la enfermera.
Abrió los ojos y vio que estaba junto a la cabecera de su cama sosteniendo una sillita delante de ella. La joven colocó la sillita entre su cama y la cama vacía que había a su derecha. Era el único paciente que había en toda la sala. Llevaban más de un mes sin que hubiera ningún ataque a gran escala, y las otras camas estaban vacías.
La enfermera se sentó. Le sonrió y él le devolvió la sonrisa. Se alegraba de verla y de que tuviera tiempo para hablar con él.
–Bastante bien –replicó mientras asentía con la cabeza–. Sigo intentando recordar lo que ocurrió.
La enfermera se pasó las manos por el regazo alisando los blancos pliegues de su uniforme.
–¿Qué tal van los dedos hoy?
Alzó las dos manos delante de su cara, movió los dedos de la mano derecha y clavó los ojos en la izquierda. Los dedos de la mano izquierda se movieron apenas una fracción de centímetro. Frunció el ceño.
–Más o menos igual –dijo como si pidiera disculpas a la joven por no haberlo hecho mejor.
–Esta tarde verás al doctor. Supongo que hablará con los especialistas para que te echen un vistazo.
–Lo que necesito es un fisioterapeuta para mi memoria –dijo él y cerró los ojos durante unos momentos–. Sé que había algo muy importante que debía recordar y…
No llegó a completar la frase. Acababa de darse cuenta de que había olvidado el nombre de la enfermera.
–No creo que tengamos fisioterapeutas de esa clase aquí –dijo la enfermera, y sonrió–. ¿Los había en el sitio de donde vienes?
Esto ya había ocurrido antes. Ayer, ¿verdad? Ayer también había olvidado su nombre…, ¿o no? La miró y sonrió.
–Debería responder diciendo que no me acuerdo –murmuró–. Pero… No, creo que no.
Había olvidado su nombre ayer, y el día anterior, pero tenía un plan. Había hecho algo que…