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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

El uso de las armas (55 page)

BOOK: El uso de las armas
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La mujer le acarició la mano, la tormenta se partió en dos a su alrededor y su aliento creó una nubécula en el aire, y él la miró y se echó a reír.

–Maldición –dijo. Sabía que el frío y la droga que le habían administrado hacían que su voz sonara pastosa y casi incomprensible–. Llevo toda mi jodida vida siendo ateo, ¡y ahora resulta que esos gilipollas tenían razón! –Jadeó y acabó tosiendo–. ¿O es que también les das una pequeña sorpresa a ellos no apareciendo cuando van a morir?

–Me halaga, señor Zakalwe –dijo la mujer. Tenía una voz incomparable, maravillosamente ronca y sensual–. No soy ni la Muerte ni una diosa imaginaria. Soy tan real como usted… –Su largo y fuerte pulgar acarició la carne desgarrada de su palma–. Aunque no estoy tan fría, claro.

–Oh, estoy seguro de que eres real –dijo él–. Puedo sentir que eres realmen…

No pudo seguir hablando. Acababa de ver lo que había detrás de la mujer. Una forma inmensa de un blanco grisáceo algo más oscuro que el color de la nieve estaba materializándose entre los remolinos de la ventisca. La silueta pareció surgir del suelo detrás de la mujer subiendo poco a poco, y la tormenta dejó de existir en un radio de tres metros a su alrededor.

–Es un módulo con capacidad para doce personas, Cheradenine –dijo la mujer–. Ha venido para sacarte de aquí si ése es tu deseo, aunque también puede llevarte al continente. O aún más lejos… Puede llevarte con nosotros, si lo prefieres.

Estaba harto de parpadear y menear la cabeza. No sabía cuál era la parte de su mente que deseaba divertirse con aquel juego tan extraño, pero tendría que seguirle la corriente todo el tiempo que hiciera falta. No tenía ni idea de si existía alguna relación entre esto y el Staberinde y la Silla, pero si había alguna relación –¿y cómo podía no haberla?–, su estado de debilidad actual haría que cualquier intento de oponer resistencia resultara inútil. Bien, adelante. No tenía elección.

–¿Contigo? –preguntó intentando no reír.

–Con nosotros. Queremos ofrecerte un trabajo. –La mujer sonrió–. Pero creo que hablaríamos más a gusto en un sitio menos frío, ¿no te parece?

–¿Un sitio donde haga menos frío?

La mujer movió la cabeza señalando lo que había detrás de ella.

–Dentro del módulo –dijo.

–Oh, claro –dijo él–. Eso…

Intentó despegar su otra mano de la nieve y no lo consiguió.

Volvió la cabeza hacia la mujer y vio que acababa de sacar un frasquito de su bolsillo. Alargó el brazo por detrás de su espalda y fue derramando el contenido del trasquilo sobre su mano. La piel se fue calentando y la mano no tardó en quedar libre. Cuando se la miró vio que había quedado envuelta en una nubécula de vapor.

–¿De acuerdo? –preguntó la mujer. Le cogió de la mano, le ayudó a levantarse y sacó un par de zapatillas de su bolsillo–. Ten.

–Oh. –Se rió–. Sí, gracias.

La mujer le puso una mano en el hombro y deslizó el otro brazo por debajo del suyo. Era fuerte.

–Parece que sabes cómo me llamo –dijo él–. ¿Cuál es tu nombre, suponiendo que no se trate de una pregunta impertinente?

La mujer sonrió y le ayudó a recorrer los escasos metros que les separaban de aquella mole a la que había llamado módulo. La nieve caía cerca de ellos y los copos pasaban velozmente arrastrados por el viento, pero el rugir de la tormenta se había esfumado y el silencio era tan absoluto que podía oír el crujir de sus pies moviéndose sobre el suelo nevado.

–¿Mi nombre? –exclamó la mujer–. Me llamo Rasd-Coduresa Diziet Embless Sma da’Marenhide.

–¡Me tomas el pelo!

–Pero puedes llamarme Diziet.

Tuvo que soltar otra carcajada.

–Sí… De acuerdo, te llamaré Diziet.

Entraron en el calor y la luz anaranjada del interior del módulo, ella caminando y él tambaleándose. Las paredes parecían estar hechas de una madera muy lisa y suave, los asientos de algo que parecía cuero y el suelo era como una inmensa alfombra de piel. El aire olía como un jardín de montaña.

Intentó llenarse los pulmones con aquella atmósfera cálida y perfumada. Se tambaleó, estuvo a punto de perder el equilibrio y se volvió hacia la mujer.

–¡Esto es real! –jadeó poniendo cara de perplejidad.

Si hubiera tenido aliento suficiente para ello habría gritado.

La mujer asintió.

–Bienvenido a bordo, Cheradenine Zakalwe.

Consiguió volverse hacia ella antes de perder el conocimiento y caer al suelo.

Doce

E
staba inmóvil en la galería con el rostro vuelto hacia la luz. La brisa cálida hacía que los cortinajes blancos ondularan lentamente a su alrededor. El silencio era absoluto. La caricia del viento apenas si lograba agitar algunos mechones de su larga cabellera negra. Tenía las manos cruzadas detrás de la espalda, y parecía pensativo. Los cielos silenciosos y levemente nublados que se extendían sobre las montañas más allá de la fortaleza y la ciudad proyectaban una claridad suave y casi tamizada sobre todas las superficies y ángulos de su rostro, y su postura y la sencillez de las ropas oscuras que vestía hacían que pareciese tan insustancial como una estatua o un cadáver precariamente apoyado en un baluarte para engañar al enemigo.

Alguien pronunció su nombre.

–Zakalwe. ¿Cheradenine?

–¿Qué…? –Recobró el conocimiento y se encontró contemplando el rostro de un anciano que le pareció vagamente familiar–. ¿Beychae? –se oyó preguntar.

Por supuesto. Aquel anciano era Tsoldrin Beychae. No recordaba que fuese tan mayor.

Miró a su alrededor y aguzó el oído. Oyó un zumbido y vio un pequeño camarote de paredes desnudas. ¿Un barco? ¿Una nave espacial?

Osom Emananish, dijo la voz de su memoria. Nave espacial, clíper, con destino a…, algún planeta cerca de Imbren (fuera lo que fuese aquel lugar y estuviera donde estuviese). Los Habitáculos de Impren… Tenía que llevar a Beychae a los Habitáculos de Impren. Un instante después se acordó del hombrecillo y su maravillosa máquina de campos y del disco azul que había producido. Hurgó a mayor profundidad –algo que no habría podido hacer sin el entrenamiento y los sutiles cambios efectuados por la Cultura–, y encontró el rastro de la memoria siempre activada que se encargaba de seleccionar los datos imprescindibles que debían ser conservados de entre todos los que almacenaba su cerebro. La habitación con los haces de fibras ópticas; el beso enviado con la punta de los dedos por la única razón de que era justamente lo que le apetecía hacer en aquel momento; la explosión y el haber salido despedido a través del bar hasta aterrizar en la sala; el golpe en la cabeza… El resto era muy vago, y se reducía a gritos lejanos y la sensación de que le cogían y le transportaban a otro lugar. Las voces que su cerebro había captado mientras estaba inconsciente no eran más que sonidos confusos.

Se quedó inmóvil durante unos momentos escuchando lo que le estaba diciendo su cuerpo. No había conmoción cerebral. Su riñón derecho había sufrido algunos daños leves, tenía montones de morados, abrasiones en ambas rodillas, cortes en la mano derecha…, y a su nariz aún le faltaba un poco para volver a la normalidad.

Se incorporó y volvió a examinar el camarote. Paredes de metal, dos catres, un taburete ocupado por Beychae…

–¿Estoy encerrado?

Beychae asintió.

–Sí. Esto es la prisión de la nave.

Se reclinó en el catre. Se dio cuenta de que llevaba puesto un mono de tripulante desechable. El pendiente-terminal había desaparecido de su oreja y el lóbulo se encontraba lo bastante irritado para hacerle sospechar que el transceptor había opuesto cierta resistencia a separarse de él.

–¿Tú también o sólo yo? –preguntó.

–Sólo tú.

–¿Y la nave?

–Creo que nos dirigimos hacia el sistema estelar más próximo. El motor principal no funciona y estamos usando los impulsores de emergencia.

–¿Cuál es el sistema estelar más próximo?

–Bueno, el único planeta habitado se llama Murssay. Ciertas zonas del planeta están luchando con otras…, es uno de esos conflictos a pequeña escala de los que me hablaste. Es posible que no nos permitan aterrizar.

–¿Aterrizar? –Se acarició la nuca y soltó un gruñido. El morado de allí parecía ser el más grande de toda su colección–. Esta nave no puede aterrizar. No está construida para desplazarse dentro de la atmósfera.

–Oh –murmuró Tsoldrin–. Bueno, quizá querían decir que no nos darían permiso para pisar la superficie del planeta.

–Hmmm. Debe de haber algún tipo de instalación orbital. Tienen una estación espacial…, ¿no?

Beychae se encogió de hombros.

–Supongo que sí.

Miró al anciano y recorrió el camarote con la mirada dejando bien claro que buscaba algo.

–¿Qué saben de ti? –preguntó mientras movía exageradamente los ojos en todas direcciones.

Beychae sonrió.

–Saben quién soy. He hablado con el capitán, Cheradenine. Recibieron una transmisión de la compañía naviera dándoles orden de regresar, aunque no sabían por qué. Ahora ya lo saben. El capitán podía escoger entre esperar la llegada de unidades navales Humanistas que vendrían a recogernos o poner rumbo hacia Murssay y optó por escoger esta última solución, aunque creo que recibió ciertas presiones de la Gobernación a través de la empresa naviera. Al parecer recalcó el hecho de que informó a sus superiores de lo ocurrido en la nave y de quién era yo mediante el canal de emergencia.

–Con lo que todo el mundo está enterado, ¿no? –Sí. Supongo que a estas alturas todo el Grupo de Sistemas sabe quiénes somos, pero lo importante es que tengo la impresión de que el capitán quizá sienta cierta simpatía hacia nuestra causa.

–Sí, pero… ¿qué ocurrirá cuando lleguemos a Murssay?

–Que nos veremos libres de su presencia, señor Zakalwe –dijo un altavoz situado encima de su cabeza.

Se volvió rápidamente hacia Beychae. –Espero que tú también hayas oído eso.

–Creo que quizá sea el capitán –dijo Beychae.

–Soy el capitán –dijo la voz–, y acaban de informarnos de que deberemos despedirnos antes de llegar a la estación de Murssay. Parecía un poco irritado.

–¿De veras, capitán?

–Sí, señor Zakalwe. Acabo de recibir una transmisión militar de la Hegemonarquía Balzeit de Murssay. Quieren recogerle a usted y al señor Beychae antes de que entremos en contacto con la Estación. Han amenazado con atacarnos si no les obedecemos y tengo intención de hacer lo que piden; enviaré una protesta oficial y les obedeceré de mala gana, desde luego, pero…, francamente, librarme de ustedes será un gran alivio. Ah, me permito añadir que la nave en la que pretenden transportarles debe de tener unos doscientos años de antigüedad y enterarme de que sigue estando en condiciones de viajar por el espacio ha sido una auténtica sorpresa. Faltan un par de horas para que lleguemos, y si esa nave consigue presentarse en el punto de cita me temo que su viaje por la atmósfera de Murssay puede ser bastante movido. Señor Beychae, creo que si hablara con los dirigentes de Balzeit quizá pudiera convencerles de que le dejaran seguir viaje con nosotros hasta la Estación de Murssay. Sea cual sea su decisión, señor, le deseo que tenga un feliz viaje. Beychae permaneció inmóvil sobre su pequeño taburete.

–Balzeit –dijo asintiendo con expresión pensativa–. Me pregunto qué querrán de nosotros…

–Te quieren a ti, Tsoldrin –dijo él sacando los pies del catre–. ¿Están del lado de los buenos? –preguntó poniendo cara de incertidumbre–. Maldición, hay demasiadas guerras…

–Bueno, en teoría lo están –dijo Beychae–. Creo que opinan que los planetas y las máquinas pueden tener alma.

–Ya me lo imaginaba –replicó él. Se puso en pie, flexionó los brazos y movió los hombros–. Si la Estación de Murssay es territorio neutral será mejor que vayas ahí, aunque supongo que esos tipos de Balzeit sólo te quieren a ti.

Se frotó la nuca e intentó recordar cuál era la situación en Murssay. Murssay era justo el tipo de planeta que podía provocar el estallido de una guerra a gran escala. El conflicto que enfrentaba a fuerzas militares relativamente arcaicas se libraba entre Consolidacionistas y Humanistas. Balzeit formaba parte del bando Consolidacionista, aunque su alto mando era una especie de sacerdocio. No estaba muy seguro de qué podían querer de Beychae, aunque creía recordar que los sacerdotes se tomaban muy en serio el culto a los héroes. Claro que… Bueno, quizá se habían enterado de que Beychae estaba cerca y sólo querían retenerle para pedir un rescate.

La vieja nave espacial de Balzeit llegó al punto de cita seis horas más tarde.

–¿Es a mí a quien quieren?

El grupo inmóvil delante de la escotilla estaba formado por él, Beychae, el capitán del Osom Emananish y cuatro figuras vestidas con trajes que empuñaban armas. Los cascos de los trajes dejaban ver rostros de piel morena un poco pálidos cuyas frentes estaban adornadas por un círculo azul. Los círculos parecían brillar, y preguntó si los llevaban porque algún extraño principio de generosidad religiosa les obligaba a ayudar en todo lo posible a los francotiradores del enemigo.

–Sí, señor Zakalwe –dijo el capitán, un hombrecillo rechoncho que llevaba la cabeza afeitada–. Le quieren a usted, no al señor Beychae –añadió sonriendo.

Miró al capitán y se volvió hacia los cuatro hombres armados.

–¿Qué están tramando? –le preguntó a Beychae.

–No tengo ni idea –admitió Beychae.

–¿Por qué quieren que vaya con ustedes? –preguntó extendiendo una mano hacia los cuatro hombres armados.

–Por favor, señor, le rogamos que nos acompañe –dijo uno de los hombres.

El tono vacilante de la voz que brotó del sistema de comunicación de su traje indicaba que no estaba muy familiarizado con aquel idioma.

–¿«Por favor»? –repitió él–. ¿Quiere decir que tengo alguna otra elección?

El hombre daba la impresión de sentirse bastante incómodo. Habló durante unos momentos sin que el altavoz del traje emitiera ningún sonido y acabó volviéndose hacia él.

–Noble Zakalwe, es muy importante que venga. Debe venir. Es muy importante.

–Así que debo ir… –dijo como si hablara consigo mismo. Meneó la cabeza y se volvió hacia el capitán–. Capitán… Señor, ¿podría devolverme mi pendiente?

–No –replicó el capitán con una sonrisa beatífica–. Y ahora, salga de mi nave.

La nave era pequeña y todos los sistemas parecían muy rudimentarios. Hacía calor, y el aire olía a electricidad y a circuitos recalentados. Le dieron un traje viejo para que se lo pusiera, le acompañaron hasta una litera y le indicaron que se abrochara los correajes de seguridad. Que te hicieran poner un traje dentro de una nave siempre era mala señal. Los hombres que habían venido a buscarle se instalaron detrás de él. Los tres tripulantes –también con trajes– parecían sospechosamente ocupados, y le bastó con verles para tener la algo inquietante impresión de que los controles manuales situados delante de ellos no eran sólo para un caso de emergencia.

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