Contempló el suelo del hangar durante unos momentos como si no la hubiera oído, alzó la cabeza y sonrió.
–Estupendo –dijo mirándola a los ojos mientras hacía entrechocar sus manos enguantadas–. Bien, tengo que partir. Nos veremos luego…, si hay suerte.
Entró en la cápsula.
–Cuídate, Cheradenine –dijo Sma.
–Sí, cuida de ese repugnante trasero hendido tuyo –dijo Skaffen-Amtiskaw.
–Puedes estar seguro de que lo cuidaré –dijo él, y se despidió de los dos enviándoles un beso con la punta de los dedos.
Del Vehículo General de Sistemas al piquete ultrarrápido al módulo a la cápsula al traje inmóvil sobre el frío polvo del desierto con un hombre dentro de él.
El hombre subió el visor y contempló lo que le rodeaba mientras se limpiaba las gotitas de sudor de la frente. Estaba anocheciendo. La luz de las dos lunas y los últimos rayos del sol que caían sobre la meseta le permitían ver la roca cubierta de escarcha blanquecina del final de la meseta sobre la que se encontraba. Más allá estaba el inmenso tajo a través del desierto que acogía la vieja ciudad semiabandonada en la que vivía Tsoldrin Beychae.
Las nubes flotaban a la deriva por el cielo, y el polvo iba cubriéndolo todo.
–Bueno… –suspiró el hombre sin dirigirse a nadie en particular, y alzó los ojos para contemplar otro cielo que tampoco le resultaba familiar–. Aquí estamos de nuevo.
E
l hombre se encontraba sobre un pequeño promontorio de arcilla y contemplaba las raíces del árbol que iban siendo reveladas por el gorgoteo del torrente de agua amarronada. La lluvia caía sobre él, y el cada vez más caudaloso riachuelo de aguas marrones embestía las raíces del árbol envolviéndolas en chorros de espuma. La lluvia había reducido la visibilidad a unos doscientos metros y había empapado hacía ya mucho rato el uniforme del hombre pegándoselo a la piel. La tela del uniforme era de color gris, pero la lluvia y el barro la habían vuelto de un marrón oscuro. Había sido un precioso uniforme que le sentaba estupendamente, pero la lluvia y el barro lo habían reducido a la categoría de unos harapos.
El árbol se fue inclinando lentamente y cayó sobre el torrente marrón proyectando un surtidor de fango que cayó sobre el hombre, quien retrocedió un par de pasos y alzó el rostro hacia la bóveda grisácea del cielo para dejar que la lluvia fuese lavando la capa de fango de su piel. El gran árbol caído bloqueaba el turbulento torrente de agua marrón y no tardó en desviar una parte del caudal hacia el promontorio de arcilla. El hombre tuvo que retroceder un poco más siguiendo una tosca pared de roca hasta llegar a una explanada de cemento lleno de grietas y baches que se extendía por delante de él hasta terminar en una casita feísima que parecía encogerse sobre la cima de la colina de cemento. El hombre se quedó inmóvil observando el lento hincharse del río marrón. Las aguas fueron royendo el pequeño istmo de arcilla y el promontorio acabó derrumbándose. El árbol perdió su punto de apoyo en aquel lado del río, giró sobre sí mismo impulsado por el torrente y dio comienzo al viaje que le llevaría hasta el valle y las colinas que había más allá. El hombre contempló la precaria orilla que se extendía al otro lado del torrente y las raíces del gran árbol que asomaban de la tierra como cables rotos, acabó dándose la vuelta y subió lentamente la cuesta que llevaba a la casita.
Caminó a su alrededor. El cuadrado de cemento sobre el que se hallaba tenía casi medio kilómetro de lado y seguía estando rodeado por el agua. Las olas marrones acariciaban sus contornos en todas direcciones. Las torres de las viejas estructuras metálicas que llevaban muchísimo tiempo sin ser reparadas se alzaban por entre los velos de lluvia como gigantes acuclillados sobre la resquebrajada superficie de cemento, y hacían pensar en las piezas olvidadas de un juego colosal. La inmensidad de cemento que la rodeaba hacía que la casita resultara ridícula, y el mero hecho de su proximidad a las máquinas abandonadas hacía que pareciese aún más grotesca.
El hombre caminó alrededor del edificio volviendo la cabeza en todas direcciones, pero no descubrió nada que deseara ver y acabó entrando en él.
La asesina se encogió sobre sí misma en cuanto abrió la puerta. La sillita de madera a la que estaba atada se encontraba apoyada en una cómoda. El equilibrio era bastante precario y el brusco movimiento de su cuerpo hizo que las patas se deslizaran con un chirrido sobre el suelo de piedra. La sillita y la chica cayeron al suelo con un estrépito considerable. La cabeza de la chica se estrelló contra las losas de piedra y el dolor la hizo gritar.
El hombre dejó escapar un suspiro. Fue hacia ella –las suelas de sus botas gemían a cada paso que daba– y tiró de la silla hasta apoyar las patas en el suelo mientras apartaba de una patada un trozo de cristal desprendido de un espejo roto. La chica colgaba fláccidamente de sus ataduras, pero el hombre sabía que su desmayo era fingido. Maniobró la silla hasta dejarla en el centro de la habitación observando atentamente a la chica todo el rato y manteniéndose lo más lejos posible de su cabeza. Cuando la estaba atando la chica se las había arreglado para darle un cabezazo en la cara, y faltó muy poco para que el impacto le rompiera la nariz.
Examinó sus ataduras. La cuerda que le inmovilizaba las manos por detrás de la silla estaba algo deshilachada. La chica debía de haber estado intentando cortarla con el trozo de espejo roto que había encontrado sobre la cómoda.
El hombre la dejó en el centro de la habitación colgando como un fardo inerte pensando que podría observarla mejor en esa posición, fue hacia la cavidad tallada en uno de los gruesos muros de la casita que contenía la cama y se dejó caer sobre ella. Las sábanas estaban sucias, pero el cansancio y el haber quedado calado hasta los huesos hicieron que no le importase demasiado.
Escuchó el repiqueteo de la lluvia sobre el tejado, el susurro del viento que entraba gimiendo por el marco de la puerta y las grietas de los postigos y el lento golpeteo de las gotas que lograban deslizarse a través de las hendiduras del techo para acabar cayendo sobre las losas del suelo. Aguzó el oído intentando captar el sonido inconfundible de los helicópteros, pero no había ninguno cerca. Carecía de radio y, de todas formas, no estaba muy seguro de que supieran dónde debían buscarle. La búsqueda sería todo lo intensa que permitía el mal tiempo, pero los observadores estarían concentrando sus esfuerzos en localizar su vehículo, y el vehículo había desaparecido arrastrado por la avalancha marrón del torrente. Lo más probable era que necesitaran días para encontrarle.
Cerró los ojos y empezó a quedarse dormido casi enseguida, pero era como si la consciencia de haber sido derrotado no estuviera dispuesta a permitirle ni tan siquiera esa vía de escape, y logró encontrarle incluso allí llenando su mente con imágenes de inundación y derrota acosándole con tal persistencia que acabó expulsándole del único sitio en el que podía reposar para devolverle al dolor continuado de la vigilia. Se frotó los ojos, pero el agua sucia que se había deslizado sobre sus manos hizo que se los llenara de granitos de arena y motas de tierra. Limpió un dedo lo mejor que pudo frotándolo con las mugrientas sábanas y se lavó los ojos con un poco de saliva, porque temía que si permitía que las lágrimas fluyeran de ellos quizá pasaría el resto de su vida llorando.
Volvió la cabeza hacia la chica. Estaba fingiendo que empezaba a recuperar el conocimiento. Pensó que ojalá hubiera tenido las energías y el tipo de temperamento necesarios para ir hacia ella y golpearla, pero estaba demasiado cansado y era excesivamente consciente de que un acto semejante sería más bien patético. Usarla para desahogar la frustración de ver a todo un ejército derrotado no serviría de nada. Golpear a un individuo –especialmente a una mujer indefensa y bizca–, sería un intento tan lamentablemente ridículo y mezquino de hallar una compensación a un desastre de tales magnitudes que aun suponiendo que lograra salir de aquella situación con vida siempre lamentaría haber hecho algo semejante.
La joven dejó escapar un gemido bastante melodramático. Un hilillo de mucosidad se desprendió de su nariz y cayó sobre la tela de su chaquetón.
El hombre puso cara de asco y apartó la mirada.
Oyó que tragaba aire ruidosamente por la nariz. Cuando volvió a mirarla tenía los ojos abiertos y estaba observándole con una considerable malevolencia. Su bizquera no era demasiado pronunciada, pero le irritaba bastante más de lo que habría resultado lógico esperar de un defecto tan pequeño. Pensó que si hubiera podido darse un baño y ponerse algo decente casi la habría encontrado bonita, pero en las circunstancias actuales… Su cuerpo estaba enterrado dentro de un grueso chaquetón manchado de barro y su rostro quedaba casi totalmente oculto por el cuello del chaquetón y por su larga y sucia cabellera. Pellas de barro casi iridiscente unían las puntas de algunos mechones a la tela del chaquetón. La chica se removió de una forma bastante extraña, como si estuviera rascándose la espalda contra la silla. El hombre no logró decidir si estaba comprobando la resistencia de las cuerdas que la inmovilizaban o si tenía problemas con las pulgas.
Dudaba que la hubieran enviado para matarle, y estaba casi seguro de que su uniforme de auxiliar correspondía a lo que era en realidad. Lo más probable era que la hubiesen dejado atrás durante una retirada y se hubiera dedicado a vagabundear de un lado a otro porque estaba demasiado asustada o era demasiado estúpida u orgullosa para rendirse, hasta que vio su vehículo justo cuando estaba teniendo dificultades en la hondonada invadida por las aguas del torrente. Su intento de matarle había sido valeroso, pero bastante risible. El disparo que acabó con su chófer dio en el blanco por pura casualidad; el segundo proyectil se deslizó a lo largo de su sien dejándole aturdido mientras ella arrojaba el arma vacía a un lado y saltaba dentro del compartimento blandiendo su cuchillo. El vehículo sin conductor había empezado a resbalar por una pendiente cubierta de hierba y terminó cayendo al torrente de aguas marrones.
Qué acto tan increíblemente estúpido… Había momentos en que las heroicidades le revolvían el estómago porque le parecían un insulto al soldado que sopesaba los riesgos de la situación y tomaba decisiones tranquilas y astutas basadas en la experiencia y la imaginación practicando el tipo de ciencia militar discreta y nada amante del exhibicionismo que no ganaba medallas, pero sí guerras.
El impacto del proyectil hizo que cayera al asiento posterior del compartimento mientras el vehículo bailaba y se agitaba de un lado a otro atrapado en las garras del torrente que había adquirido una fuerza tan inesperada gracias a la lluvia. La mujer casi consiguió enterrarle bajo el grosor de su voluminoso chaquetón. Estar atrapado en una posición tan incómoda con la cabeza aún vibrando a causa del disparo que le había arañado el cráneo, hizo que no pudiera quitársela de encima con un buen puñetazo. Durante aquellos minutos de absurdo y frustrante confinamiento la lucha con la chica le pareció un microcosmos de la llanura enfangada en la que había quedado atascado su ejército. Poseía la fuerza necesaria para dejarla sin sentido de un solo golpe, pero lo reducido del campo de batalla y el peso del chaquetón que la protegía le habían estorbado y habían logrado mantenerle aprisionado hasta que fue demasiado tarde.
El vehículo chocó con la isla de cemento y volcó arrojándoles sobre la corroída superficie grisácea. La chica dejó escapar un grito y alzó el cuchillo que había permanecido todo aquel tiempo envuelto en los pliegues del chaquetón verde, pero el gesto le proporcionó la largamente esperada ocasión de asestar el puñetazo y sentir el satisfactorio impacto de sus dedos contra su mentón.
La chica se derrumbó sobre el cemento. El hombre se volvió con el tiempo justo de ver la superficie metálica de la capota deslizándose a lo largo del filo de cemento. El vehículo seguía estando de lado y la marea marrón hizo que se hundiera casi inmediatamente.
Se volvió hacia ella y sintió la tentación de patear aquel cuerpo inconsciente, pero se conformó con patear el cuchillo y enviarlo dando vueltas por los aires en dirección al río para que siguiera al vehículo que había desaparecido bajo las aguas.
–Perderéis –dijo la joven casi escupiendo las palabras–. No podréis vencernos.
Estaba tan irritada que se removió haciendo vibrar la sillita.
–¿Qué? –exclamó el hombre volviendo a la realidad.
–Venceremos –dijo ella.
Se agitó con tal violencia que las patas arañaron el suelo de piedra.
«Maldición –pensó él–, ¿por qué se me habrá ocurrido atarla a una silla?»
–Puede que tengas razón –dijo con voz cansada–. De momento las cosas tienen un aspecto bastante…, bastante húmedo, lo admito. ¿Te sientes mejor ahora?
–Vas a morir –dijo la chica mirándole fijamente.
–Oh, sí –dijo él–. No hay cosa más segura que la muerte.
Alzó los ojos para contemplar las goteras del techo.
–Somos invencibles. Nunca nos rendiremos.
–Bueno, creo recordar ocasiones anteriores en que habéis demostrado ser francamente fáciles de vencer.
Repasó mentalmente la historia de aquel planeta y suspiró.
–¡Fuimos traicionados! –gritó la chica–. Nuestros ejércitos jamás han sido derrotados. Fuimos…
–Lo sé, lo sé… Os apuñalaron por la espalda.
–¡Sí! Pero nuestro espíritu jamás morirá. Nosotros…
–¡Oh, vamos! ¡Cállate de una vez! –Sacó las piernas de la cama y se encaró con ella–. Ya he oído esas gilipolleces antes. «Nos robaron la victoria, los de la retaguardia nos dejaron abandonados a nuestra suerte, los medios de comunicación estaban contra nosotros…» Mierda. –Se pasó una mano por entre los empapados mechones de su cabellera–. Sólo quienes son muy jóvenes o muy estúpidos creen que las guerras son algo reservado a los militares. Basta con que las noticias puedan viajar más deprisa que un jinete o un ave entrenada para transportar mensajes y toda la maldita nación se encuentra luchando. Ése es vuestro espíritu y vuestra voluntad, no el recluta pegado al terreno. Si perdéis perdéis, y deja de gimotear. Si no hubiera sido por esta jodida lluvia ya habríais sido derrotados. –Alzó una mano al ver que la chica tragaba aire disponiéndose a replicarle–. Y no, no creo que Dios esté de vuestro lado.
–¡Hereje!
–Gracias.
–¡Espero que tus hijos mueran! ¡Y lo más lentamente posible!