El sexo era una infracción, un ataque y una invasión, y no lograba verlo de otra forma. Por muy mágico e intensamente disfrutado o voluntariamente llevado a cabo que pudiera parecer, cada acto llevaba dentro de él un acorde oculto de codicia y rapacidad. La poseía, y aunque ella pudiera salir beneficiada en términos de placer provocado y en el amor cada vez más grande que él le profesaba, seguía siendo la que sufría aquel acto que se había desarrollado dentro de ella y con ella como objeto. Era consciente de lo absurdo que resultaría el llevar demasiado lejos la comparación entre el amor y la guerra; y había tenido que soportar la risa y bastantes momentos incómodos por haber intentado explicarla («Zakalwe –decía ella cuando intentaba hablarle de esos temas–, veo que tienes serios problemas personales…» Después sonreía, le contemplaba envuelta en la negra nube de su cabellera y deslizaba sus frescos y esbeltos dedos alrededor de su cuello), pero los sentimientos, los actos y la estructura de una y otra actividad le parecían tan próximas y tan evidentemente emparentadas que una reacción semejante sólo servía para aumentar todavía más la confusión que llevaba dentro.
Pero intentaba que eso no le molestara demasiado, y después de todo siempre le quedaba la posibilidad de mirarla y envolverse en la adoración que sentía hacia ella –una sensación que resultaba tan intensa y tangible como la de ponerse un abrigo cuando hacía frío–, y podía ver su vida y su cuerpo, sus estados de ánimo, expresiones, palabras y movimientos igual que si formaran un campo de una cohesión perfecta en el que podía sumergirse como si fuese un erudito que acaba de encontrar el tema de estudio que le mantendrá ocupado durante el resto de su existencia.
(Una vocecita perdida en las profundidades de su cabeza solía decirle que eso se acercaba más a la verdad. «Sí, se supone que debe de ser así porque te permite olvidarte de todo lo demás. La culpabilidad, los secretos y las mentiras; el navío, la silla y el otro hombre… Ahora puedes olvidarte de todo eso, ¿verdad?» Pero él siempre intentaba no escuchar esa vocecita.)
Se conocieron en un bar del puerto. El acababa de entrar y pensó que sería mejor asegurarse de que sus licores eran tan buenos como le habían dicho. Ella estaba sentada en la oscuridad del reservado contiguo, e intentaba librarse de un hombre.
–Me estás diciendo que nada dura eternamente –oyó que protestaba el hombre con voz quejumbrosa.
«Bueno –pensó–, eso no es ninguna novedad…»
–No –oyó que replicaba ella–. Te estoy diciendo que salvo poquísimas excepciones nada dura eternamente, y no hay ninguna obra o pensamiento del hombre que se encuentre entre esas excepciones.
La mujer siguió hablando, pero él no la escuchó. «Eso está mucho mejor –pensó–. Me gusta… Parece interesante. Me pregunto qué aspecto tendrá…»
Sacó la cabeza del reservado y les echó un vistazo. El hombre estaba llorando, y la mujer… Bueno, tenía una cabellera muy abundante y un rostro de los que no se olvidan con facilidad, con unos rasgos tan marcados que casi resultaban agresivos. Su cuerpo no estaba nada mal, y era bastante joven.
–Lo siento –dijo–, pero… Sólo quería hacer una pequeña observación, y es que la frase «Nada dura eternamente» puede ser una afirmación…, bueno, por lo menos hay algunos idiomas en que lo es…
Apenas hubo pronunciado esas palabras le pasó por la cabeza que en su idioma no lo era. Aquella gente tenía varios términos para referirse a las distintas clases de nada. Sonrió, se refugió en la penumbra de su reservado sintiéndose repentinamente incómodo y lanzó una mirada de acusación a la copa de licor que tenía delante. Después se encogió de hombros y pulsó el timbre para llamar al camarero.
Oyó gritos en el reservado contiguo, el ruido de algo que caía al suelo y un chillido ahogado. Alzó la cabeza y vio al hombre yendo rápidamente hacia la puerta del bar y saliendo por ella. Parecía muy enfadado.
La chica se materializó junto a él. Estaba empapada.
Alzó los ojos hacia su rostro y vio que estaba mojado. La chica empezó a secárselo con un pañuelo.
–Gracias por su contribución –dijo con voz gélida–. Estaba logrando llevar el asunto a una conclusión más o menos tranquila y educada hasta que usted se entrometió.
–Lo lamento muchísimo –dijo él, pero no lo lamentaba en lo más mínimo.
La chica hizo una bola con el pañuelo y lo estrujó sobre su copa. El líquido goteó de la tela y se mezcló con el licor.
–Hmmm –dijo él–, qué detalle por su parte… –Movió la cabeza señalando las manchas oscuras esparcidas sobre su chaqueta gris–. ¿Son de su bebida o de la de él?
–De ambas –dijo ella.
Dobló cuidadosamente el pañuelo y se dispuso a darle la espalda.
–Le ruego que me permita invitarla a beber algo.
La chica vaciló, y el camarero escogió ese preciso instante para venir hacia su mesa. «Es un buen presagio», pensó él.
–Ah –dijo volviendo la cabeza hacia el camarero–. Tomaré otro…, lo que sea que he estado bebiendo, y para esta señora…
Ella bajó la vista hacia su copa.
–Tomaré lo mismo –dijo, y se sentó delante de él.
–Considérelo como una…, una indemnización –dijo él buscando la palabra en el vocabulario que le habían implantado antes de su llegada.
La chica puso cara de perplejidad.
–«Indemnización»… Ya no me acordaba de esa palabra. Tiene algo que ver con la guerra o con hacer daño a otra persona, ¿verdad?
–Sí –dijo él, y ahogó un eructo llevándose una mano a los labios–. Es algo así como… ¿una compensación por los daños causados?
La chica meneó la cabeza.
–Su vocabulario me parece maravillosamente enigmático, pero su gramática resulta de lo más extraño.
–No soy de aquí –dijo él como sin darle importancia.
Era cierto. El resto de su vida había transcurrido a una distancia mínima de cien años luz de aquel lugar.
–Shias Engin –dijo ella asintiendo con la cabeza–. Escribo poemas.
–¿Se dedica a la poesía? –preguntó él, muy complacido–. La gente que escribe poesía siempre me ha fascinado. Hace tiempo intenté escribir poemas.
–Sí –dijo ella, y le lanzó una mirada algo recelosa–. A veces sospecho que todo el mundo lo ha intentado. Y usted es…
–Cheradenine Zakalwe. Me gano la vida luchando en las guerras.
La chica sonrió.
–Hace trescientos años que no hay ninguna guerra… ¿Aún se acuerda del oficio?
–Sí… Aburrido, ¿verdad?
La chica se reclinó en el asiento y se quitó la chaqueta.
–¿Viene de muy lejos, señor Zakalwe?
–Oh, vaya… Lo ha adivinado. –Puso cara de abatimiento–. Sí, soy un alienígena. Ah, gracias.
El camarero acababa de traerles lo que habían pedido. Cogió las copas y le pasó una a la joven.
–Tiene un aspecto extraño –dijo ella después de observarle en silencio durante unos momentos.
–«¿Extraño?» –dijo él en un tono de voz algo indignado.
La joven se encogió de hombros.
–Distinto. –Tomó un sorbo de su copa–. Pero no mucho… –Se inclinó hacia adelante y apoyó los codos sobre la mesa–. ¿Por qué es tan similar a nosotros? Sé que no todos los alienígenas son humanoides, pero hay muchos que sí lo son. ¿Por qué?
–Bueno –dijo él, y volvió a llevarse una mano a la boca–. Intentaré explicárselo… –Eructó–. Las nubes de polvo y la sustancia libre de la galaxia son…, son lo que la alimenta, y su alimento es considerablemente difícil de digerir. Ésa es la razón de que haya tantas especies humanoides. La última cena de las nebulosas no les sentó demasiado bien, y aún no han conseguido librarse del regusto que les dejó en la boca.
La chica sonrió.
–La verdad siempre resulta sencilla y fácil de entender, ¿no le parece?
La miró fijamente y meneó la cabeza.
–No, la verdad nunca resulta sencilla… Todo es muy complicado. Pero… –Alzó un dedo–. Creo que conozco la auténtica razón y voy a revelársela.
–¿Cuál es?
–El alcohol que hay en las nubes de polvo. Esa maldita sustancia está por todas partes… En cuanto una especie inteligente inventa el telescopio y el espectroscopio y empieza a examinar lo que hay entre las estrellas, ¿qué cree que encuentra? –Alzó la copa y golpeó la mesa con ella–. Montones de sustancias distintas, de acuerdo, pero… La sustancia que más abunda es el alcohol. –Tomó un sorbo de licor–. La galaxia creó a las especies humanoides para que la libraran de todo ese alcohol.
–Vaya… –dijo ella. Se puso muy seria y asintió con la cabeza–. Todo empieza a cobrar sentido. –Le observó con atención–. Bueno, ¿y por qué está aquí? Espero que no habrá venido a iniciar alguna guerra.
–No, estoy de permiso. He venido aquí porque quiero alejarme una temporada de las guerras, y por eso escogí este lugar.
–¿Cuánto tiempo piensa quedarse?
–Hasta que empiece a aburrirme.
La chica le sonrió.
–¿Y cuánto tiempo cree que tardará en ocurrir eso?
–Bueno… –Le devolvió la sonrisa–. No lo sé.
Dejó su copa sobre la mesa mientras la chica apuraba la suya. Alargó la mano hacia el timbre para llamar al camarero, pero la chica ya había puesto un dedo sobre él.
–Ahora me toca a mí –dijo–. ¿Lo mismo?
–No –dijo él–. Creo que esta vez me apetece algo totalmente distinto.
Cuando intentó tabular su amor y hacer una lista con todo lo que le atraía de ella descubrió que tendía a empezar por los hechos más visibles –su belleza, su actitud ante la vida, su creatividad–, pero si pensaba en el día que acababa de transcurrir o si se limitaba a observarla se daba cuenta de que un pequeño gesto, una palabra, un paso o un movimiento de sus ojos o de su mano exigían la misma atención. Al final siempre acababa rindiéndose y se consolaba recordando unas palabras que ella había murmurado poco después de que se conocieran. Si entiendes algo del todo nunca podrás amarlo, eso era lo que había dicho… Siempre que hablaban del tema ella afirmaba que el amor era un proceso, no un estado. Si lo atrapabas y lo inmovilizabas acababa marchitándose. Él no estaba tan seguro, aunque parecía haber logrado encontrar una serenidad límpida e insondable oculta en lo más profundo de su ser cuya existencia nunca había imaginado…, y todo gracias a ella.
La realidad de su talento –no, de su genio– también jugaba un papel importante en todo aquello. Esa capacidad de ser más que el objeto de su amor y de ofrecer un aspecto totalmente distinto al mundo exterior hacía que su ya considerable incredulidad se volviera aún más grande. Era lo que él sabía que era aquí y ahora –completa, rica e inconmensurable–, y pese a ello, cuando los dos estuvieran muertos (y descubrió que ahora podía pensar de nuevo en su muerte sin sentir miedo), habría como mínimo un mundo y quizá muchas culturas que la conocerían en una faceta totalmente distinta. Para el futuro sería una poetisa, una creadora de conjuntos de significados que para él sólo eran palabras sobre una página o títulos de los que le hablaba algunas veces.
Le había dicho que un día escribiría un poema sobre él, pero que ese momento aún tardaría un poco en llegar. Pensó que quería oírle contar la historia de su vida, pero ya le había explicado que jamás podría hacerlo. No necesitaba confesarse ante ella. El acto de la confesión había dejado de ser necesario porque su mera presencia ya le había liberado del peso que soportaba, aunque no lograba entender cómo lo había conseguido. Ella insistía en que los recuerdos eran interpretaciones, no la verdad, y afirmaba que el pensamiento racional no era más que otro poder instintivo.
Podía sentir el lento proceso de polarización de su mente y cómo iba pareciéndose cada vez más a la suya. Todos sus prejuicios y todas las cosas que ocultaba iban moviéndose poco a poco, y acabarían alineándose en el campo magnético de la imagen que ella representaba para él.
Le había ayudado, y ni tan siquiera era consciente de ello. Había logrado acceder a algo tan enterrado que ya se había acostumbrado a considerarlo inaccesible para siempre, y le había devuelto la salud y la integridad. Quizá fuera eso lo que más le confundía. El efecto que aquella persona estaba teniendo sobre unos recuerdos tan terribles que se había resignado hacía ya mucho tiempo a que fueran volviéndose más y más potentes con la edad le resultaba incomprensible, pero ella parecía capaz de irlos acorralando y eliminando, desintegrándolos en fragmentos manejables que arrojaba a la basura, y ni tan siquiera se daba cuenta de lo que estaba haciendo. No tenía ni idea de hasta dónde llegaba su influencia.
La abrazó.
–¿Cuántos años tienes? –le preguntó casi al final de la primera noche que pasaron juntos.
–Soy más viejo y más joven que tú.
–Eso no son más que paparruchas enigmáticas. Responde a mi pregunta.
Él torció el gesto en la oscuridad.
–Bueno… ¿Cuántos años vivís?
–No lo sé. Ochenta, puede que noventa…
Tuvo que recordar cuánto duraba el año en aquel planeta. Sí, no había mucha diferencia.
–Entonces tengo…, unos doscientos veinte años, ciento diez y treinta.
Ella dejó escapar un silbido y apoyó la cabeza en su hombro.
–Puedes escoger, ¿eh?
–Más o menos. Nací hace doscientos veinte años, he vivido ciento diez y físicamente tengo unos treinta.
La risa vibró en su garganta. Sintió el roce de sus pechos sobre su torso cuando se le puso encima.
–¿Estoy jodiendo con un anciano de ciento diez años?
Parecía divertida.
Él puso las manos sobre el liso frescor de su espalda. –Sí. Increíble, ¿verdad? Todas las ventajas de la experiencia sin ninguno de sus in…
Ella le besó antes de que pudiera acabar la frase.
Apoyó la cabeza sobre su hombro y la atrajo hacia él. Sintió como se removía en sueños y sus brazos le rodearon atrayéndole hacia ella. Acercó la nariz a su hombro y aspiró el olor de su piel respirando el aire que había estado sobre su carne y que olía a ella, el aire que había sido convertido en perfume aunque ella nunca se ponía perfumes y se conformaba con su propio olor. Cerró los ojos para concentrarse mejor en aquellas sensaciones. Los abrió para volver a contemplarla mientras dormía, acercó su cabeza a la de ella y le puso la lengua debajo de la nariz para sentir el chorro del aliento. Quería estar en contacto con la hebra de su vida. La punta de su lengua y el huequecito que había entre sus labios y su nariz encajaban con tanta perfección como si hubieran sido creados con el único fin de complementarse.