–Aparte de eso los Humanistas se niegan a admitir que las máquinas puedan ser plenamente conscientes –dijo Skaffen-Amtiskaw–. Explotan a los ordenadores protoconscientes y afirman que sólo la experiencia subjetiva humana posee un valor intrínseco. En resumen, son una maldita pandilla de fascistas del carbono.
–Comprendo. –El hombre asintió y se puso muy serio–. Y vosotros queréis que el viejo Beychae se alíe con los Humanistas, ¿verdad?
–¡Cheradenine! –dijo Sma con voz irritada.
Los campos de Skaffen-Amtiskaw se habían convertido en una aureola de luz tan gélida que casi parecía sólida.
Su reacción pareció sorprender y herir a su interlocutor.
–¡Pero se llaman Humanistas!
–Zakalwe… Han escogido ese nombre como habrían podido escoger cualquier otro.
–Los nombres son importantes –dijo él, y parecía hablar muy en serio.
–Desde luego, pero que hayan escogido llamarse Humanistas no les convierte automáticamente en los buenos de la historia.
–De acuerdo. –Miró a Sma y sonrió–. Lo siento. –Inclinó la cabeza e hizo un visible esfuerzo por tomarse todo aquello más en serio–. Quieres que tire en la dirección opuesta, ¿no? Igual que la última vez…
–Sí –dijo Sma.
–Perfecto. No parece un trabajo muy difícil. ¿Habrá que jugar a los soldaditos?
–No.
–Acepto la misión –dijo él asintiendo con la cabeza.
–¿He oído un rechinar de dientes o era sólo mi imaginación? –murmuró Skaffen-Amtiskaw.
–Limítate a enviar la señal –dijo Sma.
–De acuerdo –dijo la unidad–. Señal enviada. –Manipuló sus campos hasta crear la impresión de que estaba mirando fijamente al hombre recostado en la hamaca–. Pero te advierto que será mejor que no cambies de parecer luego.
–Skaffen-Amtiskaw, lo único que podría disuadirme de viajar con la encantadora Sma hasta el planeta Voerenhutz es la idea de que eso pueda exigirme pasar un período de tiempo soportando tu compañía. –Se volvió hacia Sma y la observó con cierta preocupación–. Supongo que vendrás conmigo, ¿verdad?
Sma asintió. Tomó un sorbo de su vaso mientras la sirvienta empezaba a colocar varios platos sobre la mesa que había entre las hamacas.
–¿Así de sencillo, Zakalwe? –preguntó cuando la sirvienta hubo vuelto a entrar en la choza.
–¿Así de sencillo qué, Diziet?
La observó por encima de su vaso sin dejar de sonreír.
–Te marchas después de… ¿Cuánto tiempo? ¿Cinco años? Cinco años construyendo tu imperio, poniendo en práctica tus planes para conseguir que el mundo sea un lugar más seguro, utilizando nuestra tecnología e intentando utilizar nuestros métodos… Y ¿estás preparado para dar la espalda a esos planes durante todo el tiempo que pueda exigirte esta misión? Maldita sea… Accediste incluso antes de saber que debías ir a Voerenhutz, y por lo que sabías podría haberte pedido que viajaras hasta el otro extremo de la galaxia…, podría haberte pedido que fueras a las Nubes. Podrías haber estado accediendo a embarcarte en un viaje de cuatro años de duración.
–Me gustan los viajes largos –replicó él mientras se encogía de hombros.
Sma le observó en silencio durante unos momentos. Parecía estar tan lleno de vida, tan tranquilo y libre de preocupaciones… Sma sintió una vaga irritación.
El objeto de su observación volvió a encogerse de hombros y cogió algo de fruta de un platito.
–Y aparte de eso ya he hecho todos los arreglos precisos para que se ocupen de mis negocios hasta que vuelva.
–Si queda algo a lo que regresar –observó Skaffen-Amtiskaw.
–Oh, te aseguro que todo seguirá aquí –replicó él, y escupió una pepita que pasó volando sobre el murete del porche–. Si lo dices por esta gente… Bueno, les encanta hablar de la guerra, pero no son de los que se suicidan.
–Oh, entonces no hay ningún problema –dijo la unidad, y giró sobre sí misma.
El hombre se limitó a sonreír.
–¿No te apetece comer, Dizita? –preguntó señalando con la cabeza el plato que no había tocado.
–He perdido el apetito –dijo Sma.
El hombre saltó de la hamaca y se frotó las manos.
–Vamos a nadar un rato –dijo.
Le observó en silencio mientras intentaba atrapar peces en una laguna rodeada de rocas nadando de un lado a otro con sus pantalones como único atuendo. Sma se había quedado en ropa interior.
Vio como se inclinaba muy despacio con los ojos clavados en la superficie de la laguna. Su rostro se reflejaba en el agua. Parecía tan absorto en la captura de los peces que cuando habló dio la impresión de estar dirigiéndose a los peces y al agua.
–Sigues teniendo muy buen aspecto, ¿sabes? –dijo de repente–. Espero que te sientas halagada.
Sma siguió secándose con una toalla.
–Soy demasiado vieja para dejarme impresionar por los halagos, Zakalwe.
–Tonterías.
Se rió y el agua onduló debajo de su boca. Frunció el ceño y fue sumergiendo las manos con mucha lentitud.
Sma siguió observándole y vio la concentración que se adueñaba de sus rasgos mientras iba hundiendo las manos en el agua. El reflejo de sus brazos ondulaba lánguidamente.
El hombre volvió a sonreír y entrecerró los ojos. Tenía los brazos metidos en el agua casi hasta la altura del hombro. Se lamió los labios y sus manos se tensaron en un movimiento casi imperceptible.
Saltó hacia adelante y dejó escapar un grito de excitación. Curvó las manos sacándolas del agua y fue hacia las rocas junto a las que se había sentado Sma. Alargó los brazos hacia ella para que viera lo que tenía en las manos y su sonrisa se hizo un poco más ancha. Sma inclinó la cabeza y vio un pececillo de escamas iridiscentes, una criatura azul, verde, rojo y oro que parecía una mancha de luz atrapada removiéndose en el recipiente formado por las manos del hombre. Apoyó la espalda en una roca sin dejar de ofrecerle lo que tenía en las manos y Sma frunció el ceño.
–No le hagas nada y vuelve a dejarlo donde estaba, Cheradenine.
La tristeza se adueñó de sus rasgos. Sma se disponía a añadir algo en un tono de voz más amable, pero él se le adelantó. Volvió a sonreír y arrojó el pececito a las aguas de la laguna.
–Como si fuera capaz de hacer otra cosa…
Se sentó junto a ella.
Sma volvió la cabeza hacia el mar. La unidad estaba en la playa a unos diez metros detrás de ellos. Sma alisó cuidadosamente el vello casi invisible que cubría sus antebrazos hasta dejarlo lo más aplanado posible.
–Zakalwe, ¿por qué has hecho todas esas cosas?
–¿Cosas como administrar vuestro elixir de la juventud a nuestros gloriosos líderes? –Se encogió de hombros–. Me pareció que era una buena idea –confesó con voz jovial–. No lo sé. Pensé que quizá podría… Pensé que interferir en una sociedad quizá fuera mucho más fácil de como os gustaba presentarlo. Pensé que un hombre con un plan sólido que no estuviera interesado en el poder o en mejorar su posición podría… –Volvió a encogerse de hombros y la miró–. Puede que todo acabe saliendo bien. Nunca se sabe…
–Zakalwe, no va a funcionar. Lo único que has conseguido es empeorar la situación y crear un nuevo embrollo del que deberemos ocuparnos.
–Ah –dijo él asintiendo con la cabeza–. Así que vais a intervenir… Pensé que quizá decidierais hacerlo.
–Es difícil de explicar, pero… Creo que estamos obligados a intervenir.
–Os deseo suerte.
–Suerte… –empezó a decir Sma, pero cambió de parecer y se calló.
Le contempló en silencio mientras se pasaba una mano por los mechones de su cabellera empapada.
–Diziet…, ¿voy a tener muchos problemas?
–¿Por esto?
–Sí…, y por lo del proyectil cuchillo. ¿Estás enterada de ese asunto?
–Sí, estoy enterada. –Sma meneó la cabeza–. Cheradenine, no creo que vayas a tener más problemas de los que estás acostumbrado a tener por el mero hecho de ser quien eres.
El hombre volvió a sonreír.
–Odio la…, la tolerancia de la Cultura.
–Bien… –dijo ella deslizando la blusa por encima de su cabeza–. ¿Cuáles son tus términos?
–Ya que he accedido supongo que puedo pedir una buena paga, ¿no? –Se rió–. Los mismos honorarios que la última vez…, dejando aparte el rejuvenecimiento, claro. Con un incremento del diez por ciento en el medio de intercambio negociable.
–¿Exactamente los mismos?
Sma le contempló con cierta tristeza. Su cabellera empapada se agitó como una cortina cuando meneó la cabeza.
El hombre asintió.
–Exactamente los mismos.
–Zakalwe, eres idiota.
–Sigo intentando cambiar.
–No servirá de nada.
–No puedes estar segura.
–Puedo hacer una conjetura razonable basada en los datos de que dispongo.
–Y yo puedo seguir teniendo esperanzas. Oye, Dizita, lo que haga es asunto mío y si quieres que te acompañe tendrás que acceder a mis condiciones, ¿de acuerdo?
–De acuerdo.
La observó con un leve brillo de suspicacia en los ojos.
–¿Seguís sabiendo dónde está?
Sma asintió.
–Sí, lo sabernos.
–Entonces… ¿trato hecho?
Sma se encogió de hombros y volvió la cabeza hacia el mar.
–Oh, sí, trato hecho. Pero sigo pensando que cometes un error. No creo que debas volver a verla. –Le miró a la cara–. Es un consejo.
El hombre se puso en pie y se quitó los granos de arena que se le habían pegado a las piernas.
–Lo recordaré.
Volvieron al complejo de chozas y la laguna situada en el centro de la isla. Sma se sentó sobre un murete y esperó a que acabara de despedirse de su amiga. Aguzó el oído pensando que no tardaría en escuchar gritos o el sonido de algo rompiéndose, pero sólo hubo silencio.
El viento tiraba de sus cabellos y le sorprendió descubrir que se sentía muy a gusto. El perfume de los árboles flotaba a su alrededor y sus sombras en continuo movimiento hacían que el suelo pareciera moverse al mismo ritmo que las ráfagas de la brisa. El aire, los árboles y la luz ondulaban y bailaban como las sombras y los resplandores que cubrían la superficie de la laguna. Sma cerró los ojos y los sonidos acudieron a ella como animales domésticos para acariciarle los oídos. Los murmullos de las copas plumosas hacían pensar en enamorados que bailaban su última danza, y los sonidos del océano giraban entre las rocas y se deslizaban sobre las arenas doradas. Sma intentó comprender el mensaje que le traían, pero no lo consiguió.
Quizá no tardaría mucho en volver a la casa que se alzaba bajo el muro blanco y gris de la presa.
«Qué idiota eres, Zakalwe –pensó–. Podría haberme quedado en casa; podrían haber enviado al sustituto… Maldita sea, probablemente habría bastado con que enviaran a la unidad y aun así habrías accedido igual…»
Le vio salir de la choza. Parecía alegre y descansado, y se había puesto una chaqueta. Una sirvienta distinta a la que les había traído el almuerzo le seguía con su equipaje.
–Ya nos podemos ir –dijo.
Fueron hacia el muelle con la unidad flotando por encima de sus cabezas.
–Ah, por cierto… –dijo Sma–. ¿Por qué has pedido un diez por ciento más que la última vez?
Él se encogió de hombros. Acababan de llegar al pequeño muelle de madera.
–La inflación.
Sma frunció el ceño.
–¿Qué es eso?
S
i pasas la noche durmiendo junto a una cabeza llena de imágenes se produce una especie de osmosis y acabas compartiendo alguna de sus imágenes, o eso pensaba él. Por aquel entonces pensaba mucho; quizá más de lo que lo había hecho en ningún otro momento de su vida, o quizá fuese que era más consciente del proceso y de la identidad básica que existe entre el pensamiento y el tiempo que transcurre. A veces tenía la sensación de que cada instante que pasaba junto a ella era una cápsula de sensaciones carentes de precio que debía ser envuelta con mucha ternura para guardarla cuidadosamente en un lugar inviolable alejado de cuanto pudiera hacerle daño.
Pero sólo llegó a ser plenamente consciente de eso más tarde, y por aquel entonces aún no lo sabía. Cuando se hallaba a su lado creía que sólo había una cosa de la que estuviera lleno, y esa cosa era su presencia.
Solía contemplar su rostro dormido bañado por los primeros rayos de sol que atravesaban los ventanales de aquella casa que no era la suya, y observaba su piel, sus cabellos y su boca entreabierta fascinado por aquella inmovilidad tan llena de vida, tan aturdido por el mero hecho físico de su existencia como si ella fuese una especie de estrella viviente que dormía sin tener ni idea del poder incandescente que encerraba. La facilidad con que conciliaba el sueño y la despreocupación con que se entregaba a él nunca dejaban de asombrarle. No podía creer que una belleza semejante fuera capaz de sobrevivir sin algún esfuerzo consciente de una intensidad casi sobrehumana.
Cada mañana pasaba un buen rato inmóvil en la cama observándola y escuchando los sonidos de la brisa y los crujidos casi imperceptibles con que la casa respondía a las ráfagas de viento. La casa le gustaba cada vez más. Le parecía cómoda, y… No, era algo más que mera comodidad. La casa y él parecían encajar de una forma misteriosa, aunque sabía que en circunstancias normales la habría odiado y no habría podido vivir en ella.
Pero su situación actual le permitía apreciar todo lo que tenía de bueno y verla como una especie de símbolo. Abierta y cerrada, débil y fuerte, exterior e interior… Cuando la vio por primera vez pensó que cualquier tormenta un poco fuerte bastaría para acabar con ella, pero al parecer aquellas casas rara vez se derrumbaban. Las tormentas no eran muy frecuentes y cuando llegaban la gente se refugiaba en el centro de la estructura y se acurrucaba alrededor del fuego dejando que las capas de distinto grosor que les servían de protección temblaran y oscilaran sobre sus postes erosionando gradualmente la fuerza del viento para proporcionarles un núcleo de calma en el que se estaba a salvo.
Aun así –y se lo había dicho cuando vio la casa por primera vez desde el camino desierto que llevaba al océano–, podía arder con mucha facilidad y su situación aislada en pleno centro de la nada podía atraer a los ladrones. (Ella le miró como si pensara que se había vuelto loco, pero acabó besándole.)
Esa vulnerabilidad le intrigaba y le preocupaba. Era un aspecto en el que la casa y ella se parecían mucho, y en el caso de ella influía tanto sobre su realidad de mujer como sobre su poesía. Sospechaba que era muy similar a sus imágenes favoritas, a los símbolos y metáforas que utilizaba en los poemas que tanto le gustaba oírle leer en voz alta pero que nunca lograba entender del todo (había demasiadas alusiones culturales, y también estaba ese lenguaje sorprendente que aún no había logrado dominar del todo. Seguía usando las palabras que no debía, y sus errores siempre la hacían reír). Su relación física le parecía más completa y, al mismo tiempo, más desafiantemente compleja que cualquiera de las relaciones similares que había conocido. La paradoja de que la encarnación más física del amor y el ataque personal fueran una y la misma cosa seguía molestándole, y había momentos en los que casi llegaba a producirle un auténtico malestar físico, como cuando luchaba por comprender las afirmaciones y promesas que podían hallarse implícitas en el seno de la alegría y el placer físico de que estaba disfrutando.