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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

El uso de las armas (19 page)

BOOK: El uso de las armas
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Lo único que podía ver con cierta claridad eran los cuerpos. Estaban delante de él. El marco se encontraba encima de un montículo y había sido unido a un par de postes, y los habitantes de la aldea estaban arrodillados debajo de él con la cabeza gacha. Había unos cuantos niños a los que el adulto más cercano obligaba a bajar la cabeza, unos cuantos ancianos que eran mantenidos en pie por los que les rodeaban y representantes de toda la gama de edades intermedias.

La chica fue hacia él flanqueada por dos hombres. Los hombres inclinaron la cabeza, se apresuraron a arrodillarse y volvieron a ponerse en pie mientras hacían un signo extraño con una mano. La chica no se movió. Tenía la mirada fija en un punto situado entre sus ojos y vestía un traje de color rojo. Intentó recordar qué llevaba puesto antes, pero no lo consiguió.

Uno de los hombres sostenía en sus manos un gran recipiente de barro. El otro blandía una espada muy larga de hoja curva y ancha.

–En… –graznó.

No consiguió emitir ningún otro sonido. El dolor estaba empeorando a cada momento que pasaba. La posición en que le habían colocado no le estaba haciendo ningún bien a las fracturas de sus miembros.

El cántico parecía girar dentro de su cabeza; el ángulo de los rayos solares iba cambiando lentamente y las tres personas que tenía delante se convirtieron en muchas siluetas temblorosas que se tambaleaban entre la desolación de calina y polvo que le rodeaba.

¿Dónde infiernos estaba la Cultura?

Un rugido insoportable invadió su cabeza y el resplandor difuso en cuyo centro estaba el sol empezó a palpitar. La espada se movió a un lado trazando un arco resplandeciente; el recipiente de barro brillaba al otro lado. La chica fue hacia él, se le plantó delante y le agarró por los cabellos.

El rugido estaba adueñándose de sus oídos y no se daba cuenta de si gritaba o si guardaba silencio. El hombre de su derecha alzó la espada.

La chica siguió tirando de sus cabellos para tensarle el cuello. Sintió el rechinar de sus huesos rotos, y el grito que salió de sus labios fue tan potente que pudo oírlo por encima del rugido. Clavó los ojos en la túnica de la chica y el polvo sobre el que estaba inmóvil.

«¡Bastardos!», pensó, y ni tan siquiera entonces estuvo muy seguro de a quiénes se refería.

Logró gritar una sílaba.

–¡El…!

Y la hoja se hundió en su cuello.

El nombre murió en su boca. Todo había terminado, pero seguía y seguía.

No sintió ningún dolor. El rugido fue disminuyendo lentamente de intensidad. Estaba contemplando la aldea y las siluetas inclinadas ante el marco de madera. La imagen cambió. Aún podía sentir la tensión en las raíces de sus cabellos y cómo se transmitía a la piel de su cuello. Sintió que se movía.

La sangre del fláccido cuerpo sin cabeza goteaba sobre el pecho.

«¡Ése era yo! –pensó–. ¡Era yo!»

Volvió a sentir el movimiento. El hombre de la espada estaba limpiando la hoja con un trapo. El hombre que sostenía el recipiente de barro intentó eludir la mirada ya algo vidriosa de sus ojos y acercó el recipiente a su cuerpo. Vio la tapa en su otra mano.

«Ah, con que era para eso…», pensó. Estaba tan aturdido que se sintió invadido por una extraña calma. El rugido pareció hacerse más fuerte y, al mismo tiempo, irse esfumando. Todo se estaba volviendo de color rojo. Se preguntó cuánto tiempo podía seguir aquello. ¿Cuántos minutos era capaz de sobrevivir un cerebro sin oxígeno?

«Ahora sí que tengo dos partes limpiamente separadas», pensó recordando las fantasías de antes, y cerró los ojos.

Y pensó en el corazón que había dejado de latir, y comprendió todo lo que se le había escapado hasta aquel momento, y sintió deseos de llorar pero ya no podía hacerlo. La había perdido. Otro nombre empezó a formarse en su mente. Dar…

El rugido desgarró los cielos. Sintió que los dedos de la chica dejaban de sujetar sus cabellos. La expresión de pavor que se fue extendiendo por el rostro del hombre que sostenía el recipiente de barro era tan exagerada que casi resultaba cómica. Las siluetas inclinadas ante él alzaron la cabeza. El rugido se convirtió en un alarido. El vendaval que surgió de la nada levantó torbellinos de polvo e hizo tambalearse a la chica que le había estado agarrando de los cabellos. Una masa oscura se movió velozmente por el cielo y su sombra cayó sobre la aldea.

«Demasiado tarde…», pensó, y su mente se fue sumiendo en la negrura.

Los ruidos duraron unos segundos más –quizá fuesen gritos–, y sintió el impacto de algo estrellándose contra él, y su cabeza rodó locamente por el suelo con el polvo entrando en sus ojos y sus fosas nasales a cada giro…, pero todo aquello estaba empezando a dejar de interesarle, y cuando la oscuridad se cerró a su alrededor casi sintió alivio. Puede que alguien volviera a cogerle después.

Pero fue como si aquello le ocurriera a otro.

Después de que llegara el ruido terrible y la gran roca negra se posara en el centro de la aldea –justo después de que la ofrenda del cielo hubiera sido separada de su cuerpo para que pudiera unirse al aire–, todo el mundo huyó corriendo por entre los remolinos de niebla para alejarse de aquella luz que aullaba. La gimoteante población de la aldea se congregó alrededor del manantial.

La sombra oscura volvió a aparecer encima de la aldea cuando sus corazones sólo habían tenido tiempo de latir cincuenta veces y fue subiendo por entre las hilachas de neblina que se interponían entre el cielo y la tierra. Esta vez no hubo ningún rugido, y la sombra se alejó muy deprisa acompañada por un ruido semejante al del viento, moviéndose con tal celeridad que no tardó en esfumarse.

El chamán envió a su aprendiz para que le informara de cómo estaban las cosas, y el joven tembloroso desapareció entre la niebla. Volvió poco después y el chamán condujo a los aún aterrorizados habitantes de la aldea hasta sus moradas.

El cuerpo de la ofrenda celeste seguía colgando fláccidamente del marco de madera colocado sobre el montículo. Su cabeza había desaparecido.

El sacerdote y su aprendiz pasaron mucho tiempo cantando, moliendo entrañas o viendo siluetas entre la niebla, y después de tres trances acabaron decidiendo que lo ocurrido era un buen presagio y, al mismo tiempo, una advertencia. Sacrificaron un animal de carne propiedad de la familia de la chica que había dejado caer la cabeza de la ofrenda celeste al suelo y, a falta de ésta, colocaron la cabeza del animal dentro del recipiente de barro.

Cinco

–¡D
izita! Infiernos, ¿qué tal estás? –Alargó un brazo para cogerla de la mano y la ayudó a saltar desde el techo del módulo que acababa de emerger al muelle de madera. Después la rodeó con sus brazos–. ¡Me alegra mucho volver a verte!

Se rió. Sma descubrió que no tenía muchas ganas de devolverle el abrazo y se limitó a darle unas palmaditas en la cintura, pero él no pareció darse cuenta del poco entusiasmo que puso en el saludo.

La soltó y bajó la mirada con el tiempo justo de ver a la unidad saliendo del módulo.

–¡Y Skaffen-Amtiskaw! Vaya, vaya… ¿Siguen permitiendo que vayas por ahí sin vigilancia?

–Hola, Zakalwe –dijo la unidad.

Pasó un brazo alrededor de la cintura de Sma.

–Venid conmigo y almorzaremos.

–De acuerdo –dijo ella.

Fueron por el pequeño muelle de madera hasta un sendero de piedra que atravesaba la arena y que terminó llevándoles hasta la sombra de los árboles. Los árboles eran de color azul o púrpura, y tenían inmensas copas plumosas parecidas a nubes oscuras que contrastaban con el azul claro del cielo. Una brisa cálida que tan pronto se calmaba como aumentaba de intensidad tiraba de ellas haciéndolas ondular. La parte superior de los troncos era de un blanco plateado, y la corteza exudaba una delicada fragancia. Se encontraron con dos grupos de personas mientras iban por el sendero, y a cada encuentro la unidad flotó hacia arriba hasta ocultarse en la copa de un árbol.

El hombre y la mujer fueron siguiendo las avenidas bañadas por los rayos del sol que se extendían debajo de los árboles hasta llegar a un gran estanque cuyas aguas mostraban los temblorosos reflejos de una veintena de chozas blancas. Un pequeño hidroavión flotaba junto a un diminuto muelle de madera. Se dirigieron hacia el complejo de chozas y subieron el tramo de peldaños que llevaba hasta un balcón desde el que se dominaba el estanque y el angosto canal que iba desde allí hasta la laguna que se encontraba al otro extremo de la isla.

Los rayos de sol cambiaban continuamente de dirección al atravesar las ondulantes copas de los árboles. Las sombras se deslizaban sobre el suelo y parecían bailar encima de una mesita y de las dos hamacas que había en el porche.

Movió la mano indicando a Sma que se instalara en la primera hamaca. Se volvió hacia la sirvienta que acababa de salir al balcón y le pidió que trajera un almuerzo para dos personas. Skaffen-Amtiskaw descendió lentamente en cuanto la sirvienta se hubo marchado y se posó sobre el murete del porche volviendo su banda sensora hacia el estanque. Sma se acomodó cautelosamente en la hamaca.

–Zakalwe, esta isla… ¿Es tuya?

–Hum… –Miró a su alrededor como si no supiera qué responder y acabó asintiendo con la cabeza–. Oh, sí, es mía.

Se quitó las sandalias y se derrumbó sobre la otra hamaca dejando que oscilara locamente de un lado a otro. Cogió una botella que había en el suelo y aprovechó cada balanceo de la hamaca para ir echando un poco de licor en los dos vasos que había sobre una mesita. Cuando hubo terminado de llenar los vasos puso un pie en el suelo y aumentó el balanceo para entregarle el suyo a Sma.

–Gracias –dijo ella.

La contempló en silencio durante unos momentos, tomó un sorbo de su vaso y cerró los ojos. Sma clavó la mirada en las manos que sostenían el vaso sobre su pecho y observó el letárgico ondular del líquido primero en una dirección y luego en otra. Alzó un poco la cabeza para observar el rostro del hombre y vio que no había cambiado. El cabello era un poco más oscuro de como lo recordaba, y lo llevaba peinado de tal forma que revelaba su despejada frente de piel morena y recogido con una coleta en la nuca. Parecía estar en tan buena forma física como siempre y, naturalmente, no había envejecido en lo más mínimo. La estabilización de su edad fue una parte del pago por su último trabajo.

Los párpados del hombre se fueron abriendo lentamente y sus ojos le devolvieron la mirada mientras sus labios se curvaban en una sonrisa perezosa. Sma pensó que sus ojos parecían haber envejecido, pero quizá fuera un truco de la luz.

–Bien… –dijo–. ¿A qué estás jugando, Zakalwe?

–¿Qué quieres decir, Dizita?

–Me han enviado a buscarte porque quieren que hagas otro trabajo. Ya debes de habértelo imaginado, por lo que dime ahora mismo si estoy perdiendo el tiempo o no. No me encuentro de muy buen humor, ¿comprendes? No me apetece discutir contigo intentando convencerte de que…

–¡Dizita! –exclamó él poniendo cara de sentirse muy ofendido. Sacó las piernas de la hamaca y puso los pies en el suelo–. No seas así, ¿quieres? –le suplicó, acompañando sus palabras con una sonrisa muy persuasiva–. Te aseguro que no estás perdiendo el tiempo. Ya he hecho el equipaje.

La expresión que había en su rostro moreno no podía ser más afable y sincera, y la intensidad de su sonrisa resultaba casi infantil. Sma le contempló con una mezcla de alivio e incredulidad.

–Entonces… ¿A qué venían todas esas carreras y fintas?

–¿De qué carreras y fintas estás hablando? –replicó él en un tono impregnado de inocencia mientras volvía a reclinarse en su hamaca–. Tenía que venir aquí para despedirme de una amiga íntima, y eso es todo. Estoy listo para partir. ¿Qué ocurre?

Sma le contempló con la boca abierta durante unos segundos, la cerró y acabó volviéndose hacia la unidad.

–¿Nos vamos ya?

–No es necesario –replicó Skaffen-Amtiskaw–. El curso que está siguiendo el VGS os da dos horas de margen. Cuando hayan transcurrido podéis subir al
Xenófobo
, y llegar al punto de cita con el VGS en treinta horas. –La unidad giró sobre sí misma para dirigir su banda sensora hacia el hombre–. Pero necesitamos estar seguros. Una teratonelada de VGS con veintiocho millones de personas a bordo se dirige hacia aquí a toda velocidad, y si tiene que esperar un tiempo habrá que avisarla para que vaya iniciando las operaciones de frenado, así que… Debemos saberlo con seguridad. ¿Estás realmente dispuesto a venir con nosotros? Y no cuando te apetezca, sino esta tarde…

–Unidad, acabo de decir que iré con vosotros. Iré, ¿entendido? –Se acercó un poco más a Sma–. Repito la pregunta de antes. ¿En qué consiste ese trabajo?

–Voerenhutz –dijo ella–. Tsoldrin Beychae.

La miró y sonrió enseñando una dentadura blanquísima.

–Vaya, así que el viejo Tsoldrin aún no se ha metido en su agujero, ¿eh? Bueno, me alegrará volver a verle…

–Tendrás que convencerle de que debe volver a ponerse el uniforme de trabajo.

Él movió una mano como si aquello fuera lo más sencillo del mundo.

–Oh, te aseguro que no habrá ningún problema –dijo tomando un sorbo de su vaso.

Sma le contempló en silencio mientras bebía y meneó la cabeza.

–¿No quieres saber por qué, Cheradenine? –preguntó.

Él alzó una mano disponiéndose a responder con ese gesto cuyo significado era el mismo que el de un encogimiento de hombros, pero cambió de opinión.

–Hummm… –suspiró–. Claro. ¿Por qué, Diziet?

–La población de Voerenhutz se está dividiendo en dos grupos enfrentados. El que lleva las de ganar quiere poner en marcha una política de terraformación bastante agresiva y…

–Eso de la terraformación… –Dejó escapar un eructo–. Es algo parecido a redecorar un planeta, ¿verdad?

Sma cerró los ojos durante un par de segundos.

–Sí. Es… algo parecido. Sea cual sea la palabra que utilices ser partidario de la terraformación demuestra una considerable falta de sensibilidad ecológica, por decirlo suavemente. Esas personas se hacen llamar los Humanistas y también quieren poner en vigor una escala variable de derechos cuyo efecto básico será el de darles una excusa legal para apoderarse de todos los mundos a los que les permita echar mano su capacidad militar…, aunque estén habitados por seres inteligentes. En estos momentos ya hay una docena de guerras locales, y cualquiera de ellas puede convertirse en un conflicto a gran escala. Los Humanistas están haciendo cuanto pueden para que las guerras se extiendan porque parecen darles la razón, ¿comprendes? Su argumento es que el Grupo de Sistemas padece un grave exceso de población y que necesita encontrar nuevos planetas habitables.

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