El hombre se había dado cuenta de que era en momentos como éste cuando dejaba de comprender a las personas. No podía entender lo que estaba ocurriendo dentro de sus mentes y debía conformarse con ver cómo se convertían en objetos insondables a los que no podía llegar. Meneó la cabeza y empezó a dar vueltas por la habitación. El recinto olía mal y había mucha humedad, y bastaba con observarlo un poco para darse cuenta de que esa atmósfera tan desagradable no era ninguna novedad. Aquel lugar siempre había sido un agujero infecto. El hombre pensó que debió de ser la morada de algún analfabeto que había decidido convertirse en guardián de las máquinas inservibles construidas durante una era fabulosa mucho más avanzada, que había sido hecha pedazos hacía ya mucho tiempo por el conspicuo amor a la guerra del que se complacía en dar muestras esta especie. La casita era horrible, y la vida allí debió de ser igualmente horrible…
¿Cuándo vendrían? ¿Cuánto tiempo necesitarían para encontrarle? ¿Creerían que había muerto? ¿Habían captado el mensaje que envió por radio después de que el corrimiento de tierras le separara del resto del convoy de mando?
¿Había obrado de la forma correcta?
Quizá no lo había hecho. Quizá estuviera abandonado a sus propios recursos; quizá creían que una búsqueda no serviría de nada… No le importaba demasiado. Ser capturado no haría que se sintiera peor de lo que ya se sentía en aquellos momentos. Su mente ya se había ahogado en el dolor, y si acababa tomando esa decisión…, bueno, casi lo agradecería. Sí, sabía que podía hacerlo. Lo único que necesitaba era la decisión de tomarse esa molestia.
–Si vas a matarme… ¿Querrás hacerlo deprisa?
Las constantes interrupciones de la chica estaban empezando a irritarle.
–Bueno, la verdad es que había decidido dejarte vivir, pero sigue lloriqueando y quejándote y puede que cambie de parecer.
–Te odio.
Parecía incapaz de pensar en otra cosa.
–Yo también.
La chica se echó a llorar. Sus sollozos eran más ruidosos que los de la última vez.
Volvió a contemplar la lluvia y vio la mole del Staberinde.
«La derrota, la derrota…», murmuraba la lluvia. Los tanques hundiéndose en el barro, los hombres rindiéndose bajo aquella lluvia torrencial mientras todo se iba desintegrando poco a poco…
Y una joven estúpida, y una nariz que no paraba de moquear… Era risible. Lo excelso y lo mezquino habían decidido compartir el mismo lugar y el mismo instante, lo soberbiamente vasto y lo miserablemente absurdo se rozaban como un noble horrorizado al ver que debería compartir un carruaje con campesinos borrachos y sucios que vomitaban continuamente y no paraban de copular…, la seda y las pulgas.
La risa era la única respuesta posible, la única réplica que no podía ser superada con otra o humillada mediante las carcajadas. La risa era el más bajo de todos los denominadores comunes imaginables.
–¿Sabes quién soy? –preguntó de repente volviéndose hacia la chica.
La idea acababa de pasarle por la cabeza. Quizá no supiese quién era, y no le habría sorprendido en lo más mínimo descubrir que había intentado matarle por la sencilla razón de que viajaba en un vehículo muy grande y no porque hubiera reconocido al Comandante en Jefe de todo el ejército. Oh, sí, no le sorprendería nada descubrirlo, y de hecho casi lo esperaba.
La chica alzó la mirada.
–¿Qué?
–¿Sabes quién soy? ¿Sabes cómo me llamo o cuál es mi rango?
–No. –La chica escupió en el suelo–. ¿Debería saberlo?
–No, no…
Se rió y volvió a darle la espalda.
Contempló el muro gris de la lluvia durante unos momentos observándolo en silencio como si fuera un viejo amigo, acabó girando sobre sí mismo, fue hacia la cama y se dejó caer en ella.
El gobierno se enfadaría muchísimo. Oh, las cosas que les había prometido… Las riquezas, las tierras, el aumento de recursos, prestigio y poder se les escaparían de entre los dedos. Si la Cultura no le sacaba pronto de aquí le fusilarían. Le harían pagar la derrota con la muerte. La victoria habría sido suya, pero la derrota sería exclusivamente de él. Era la reclamación habitual en esa clase de situaciones.
Intentó convencerse de que casi lo había conseguido. Sabía que estaba muy cerca de la victoria, pero los únicos momentos en que era realmente capaz de pensar y podía hacer el intento de reunir todos los hilos dispersos de su vida para que formaran un dibujo coherente siempre coincidían con la derrota y la parálisis. Sus pensamientos volvieron al navío de combate Staberinde y a lo que representaba; y volvió a pensar en el Constructor de Sillas, y en los ecos de la culpabilidad que seguían sonando detrás de esa descripción tan banal…
Esta vez la derrota resultaba más soportable porque pertenecía a una variedad distinta y más impersonal. Era el comandante del ejército, la persona responsable ante el gobierno y podían destituirle, así que en última instancia la responsabilidad de lo que ocurriese recaería sobre ellos y no sobre él. Además, en aquel conflicto no había nada personal. No había tenido ningún contacto con los líderes del enemigo. Sus oponentes eran unos extraños de los que sólo conocía sus costumbres militares, sus sistemas de acumulación de fuerzas y sus pautas favoritas de movimiento de tropas. La perfecta limpieza de ese cisma interpuesto entre los dos bandos parecía suavizar la lluvia de golpes que caía sobre él…, un poco.
Envidiaba a las personas que podían nacer, crecer y madurar junto a quienes les rodeaban, hacer amistades y aposentarse en un lugar con un conjunto de gente conocida para llevar existencias corrientes y nada espectaculares en las que no había riesgos, envejeciendo y siendo sustituidos poco a poco mientras sus hijos venían a verles…, y morir chocheando a una edad avanzada sintiéndose satisfechos de todo lo que había ocurrido antes.
Jamás habría creído que podría sentir esas emociones y que llegaría a anhelar con tanta desesperación una existencia semejante, unas desesperaciones tan poco profundas y unas alegrías tan limitadas; que desearía no tensar en ningún momento la textura de la vida o el destino y conformarse con la pequeñez, el carecer de influencia y el ser poco importante.
Ahora le parecía que aquella situación debía de ser muy dulce e infinitamente deseable, porque una vez te hallabas metido en ella, cuando estabas allí… ¿Habría algún momento en el que sintieras la horrible necesidad de alcanzar esas alturas, el impulso de hacer lo que él había hecho? Lo dudaba. Se volvió hacia la chica atada a la silla.
Pero todo aquello era una estupidez. No tenía sentido. Estaba pensando puras y simples tonterías. Si fuera un ave marina…, pero, naturalmente, tú eres tú y nunca podrás ser un ave marina. Si fueses un ave marina tendrías un cerebro minúsculo y estúpido, y las tripas de pescado medio podridas serían tu plato favorito y te encantaría arrancar a picotazos los ojos de los animalitos que comen hierba; no sabrías lo que es la poesía y jamás podrías apreciar el acto de volar de una forma tan completa como el humano que te observa desde el suelo deseando ser tú.
Quien siente el deseo de ser un ave marina merece convertirse en una.
–¡Ah! El jefe del campamento y la fiel seguidora. Pero me temo que no lo ha entendido bien, señor. Se supone que debería haberla atado a la cama…
El hombre dio un salto, giró sobre sí mismo y su mano fue velozmente hacia la pistolera que colgaba de su cintura.
Kirive Socroft Rogtam-Bar cerró la puerta de una patada, se quedó inmóvil delante del umbral y se sacudió para quitarse las gotas de lluvia que hacían relucir su larga capa mientras sonreía irónicamente. El que pareciera tan fresco y ofreciera un aspecto tan pulcro y atildado resultaba especialmente irritante teniendo en cuenta que llevaba varios días sin dormir.
–¡Bar!
Casi echó a correr hacia él. Los dos hombres se abrazaron y se echaron a reír.
–El mismo que viste y calza, general Zakalwe. Ah, señorita… Hola. General, me estaba preguntando si querría viajar conmigo aunque sea en un vehículo robado. Tengo un Anf ahí fuera y…
–¿Qué?
Abrió la puerta de un manotazo e intentó ver algo a través de la cortina de agua que caía del cielo. Un gigantesco y algo maltrecho camión anfibio estaba aparcado a unos cincuenta metros de distancia junto a una de las imponentes estructuras metálicas.
–Es uno de sus camiones –dijo riendo.
Rogtam-Bar asintió poniendo cara de disgusto.
–Sí, eso me temo. Y parece que quieren recuperarlo.
–¿De veras?
Volvió a reír.
–Sí. Por cierto, me temo que el gobierno ha caído. Les han obligado a abandonar el poder.
–¿Qué? ¿Debido a lo que está ocurriendo?
–Es la impresión que tengo. Creo que estaban tan ocupados echándote la culpa por perder su estúpida guerra que no comprendieron que la gente también les consideraba culpables a ellos. En resumen, que actuaron con su estupidez habitual… –Rogtam-Bar sonrió–. Oh, y esa loca idea tuya… ¿Te acuerdas del comando que enviamos para que colocara cargas explosivas en el depósito de Maclin? Bueno, pues funcionó. El agua del depósito fue hacia la presa y el embalse no pudo vérselas con un incremento de líquido tan repentino. Los informes del departamento de inteligencia dicen que la presa no ha llegado a romperse, pero… ¿cuál es la frase que utilizaron? Ah, sí… El embalse «se llenó hasta rebosar». Bien, el caso es que una considerable cantidad de agua acabó en el valle y la inundación arrastró a la mayor parte del Alto Mando del Quinto Ejército…, y a un gran número de sus efectivos, a juzgar por los cuerpos y las tiendas que hemos visto pasar flotando junto a nuestras líneas durante las últimas horas. Y pensar que todos estábamos convencidos de que ese hidrólogo al que nos hiciste llevar de un lado a otro toda la semana pasada era otra de tus locuras… –Rogtam-Bar hizo entrechocar sus manos enguantadas–. Bien… Su situación debe de ser bastante desesperada. Me temo que hay rumores de que han solicitado una conferencia de paz. –Sus ojos recorrieron al general de arriba abajo–. Pero sospecho que si quieres empezar a discutir los términos de la paz con nuestros amigos del otro bando tendrás que ofrecer una imagen algo más cuidada… ¿Qué has estado haciendo, general? ¿Estuviste luchando en el barro?
–Sí, pero sólo con mi conciencia.
–¿De veras? ¿Y quién ganó?
–Bueno, fue una de esas raras ocasiones en que la violencia no consigue resolver nada.
–Conozco muy bien ese escenario táctico. Suele presentarse cuando uno está intentando decidir si descorcha otra botella o se va a la cama. –Bar movió la cabeza señalando hacia la puerta–. Después de usted… –Sacó un paraguas de grandes dimensiones de debajo de la capa, lo abrió y lo sostuvo sobre sus cabezas–. ¡General, permítame! –Después volvió los ojos hacia el centro de la habitación–. ¿Y tu amiga?
–Oh. –Se volvió hacia la chica, que llevaba un buen rato contemplándoles con expresión horrorizada–. Sí, mi público cautivo… –Se encogió de hombros–. He visto mascotas más extrañas. Llevémosla con nosotros.
–Nunca pongas en duda las decisiones de tus superiores –dijo Bar, y le entregó el paraguas–. Ocúpate de este trasto y yo me ocuparé de ella. –Le lanzó una mirada tranquilizadora a la chica y se llevó una mano a la visera de la gorra–. Le aseguro que utilizo la palabra en su sentido más literal, señora.
La chica dejó escapar un alarido ensordecedor.
Rogtam-Bar torció el gesto.
–¿Hace eso con mucha frecuencia? –preguntó.
–Sí, y ten cuidado con tu cabeza cuando la levantes. Faltó poco para que me rompiera la nariz.
–Habría sido una pena, teniendo en cuenta lo atractiva que es su forma actual… Le veré en el Anf, señor.
–De acuerdo.
Logró hacer pasar el paraguas por el umbral y empezó a bajar por la pendiente de cemento silbando suavemente.
–¡Bastardo infiel! –gritó la chica de la silla.
Rogtam-Bar fue hacia ella moviéndose con mucha cautela y se colocó detrás de la silla.
–Tienes suerte –dijo–. Normalmente no me paro a recoger autoestopistas, ¿sabes?
Alzó la silla con la chica atada a ella y las llevó hasta el vehículo dejándolas caer en la parte de atrás.
La chica no paró de gritar durante todo el trayecto.
–¿Estuvo así de ruidosa todo el rato? –preguntó Rogtam-Bar mientras ponía la marcha atrás y hacía retroceder el vehículo anfibio hacia las aguas.
–Casi todo.
–Me sorprende que pudieras pensar.
Se volvió hacia Rogtam-Bar, pero no dijo nada. Después alzó los ojos hacia los torrentes de lluvia que caían del cielo y sonrió con cierta melancolía.
Después del acuerdo de paz fue degradado y despojado de varias medallas. Se marchó a finales de aquel año, y la Cultura no dio ni la más mínima señal de que le hubiera disgustado su forma de manejar el asunto.
L
a ciudad estaba construida dentro de un desfiladero que medía dos kilómetros de altura y diez de anchura. El desfiladero serpenteaba a lo largo del desierto durante ochocientos kilómetros creando una herida irregular en la corteza del planeta. La ciudad sólo ocupaba treinta de esos kilómetros.
Estaba inmóvil en el borde del desfiladero contemplando lo que había dentro de él y enfrentándose a la asombrosa confusión de edificios, casas, calles, escaleras, desagües para las lluvias y líneas de ferrocarril que formaban un todo grisáceo envuelto en delgadas capas de niebla que flotaban bajo el nebuloso círculo rojizo del sol poniente.
Las nubes iban rodando por el interior del desfiladero como las aguas que escapan perezosamente de una presa agrietada.. Las masas algodonosas se encallaban tozudamente en los recovecos y hendiduras de la arquitectura y se iban filtrando poco a poco por ellas para seguir adelante con la lentitud de los pensamientos cansados.
Había algunos sitios en los que los edificios de mayor altura llegaban al borde rocoso y se desparramaban sobre el desierto, pero el resto de la ciudad daba la impresión de no poseer la energía o la inercia que habrían podido llevarla tan lejos y se había conformado con permanecer dentro del desfiladero, protegida de los vientos y mantenida a una temperatura bastante agradable por el microclima natural de la hendidura que la acogía.
La ciudad tachonada de lucecitas parecía extrañamente callada y carente de movimiento. Aguzó el oído y acabó logrando captar un sonido procedente de un suburbio envuelto en la niebla que le recordó el aullido de algún animal salvaje. Alzó los ojos hacia el cielo y pudo ver los puntitos lejanos de las aves que trazaban círculos sobre la ciudad girando lentamente en aquella atmósfera inmóvil y fría. Las aves planeaban sobre las terrazas, las calles que hacían pendiente y los caminos zigzagueantes, y eran la fuente de aquel distante y ronco griterío.