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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

El uso de las armas (58 page)

BOOK: El uso de las armas
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Estaba muy ocupado. Se dio cuenta de ello una noche cuando se disponía a dormir en un viejo castillo que se había convertido en cuartel general de operaciones para aquella parte del frente (el cielo se había llenado de flores luminosas suspendidas sobre las hileras de árboles que cubrían el horizonte, y poco después de que anocheciera el aire había temblado con las vibraciones de un bombardeo). Ocupado y –tuvo que admitirlo –contento… Dejó los últimos informes sobre el suelo junto al catre de campaña, apagó la luz y se quedó dormido casi al momento.

Dos semanas después de su llegada, y luego tres. Las pocas noticias que llegaban del exterior parecían indicar que no ocurría nada, pero sospechaba que esa nada era el fruto de una actividad muy intensa y que las tensiones y manejos políticos habían alcanzado un nivel de intensidad sin precedentes. Beychae seguía en la Estación de Murssay y había establecido contactos con todos los bandos enfrentados. No había tenido noticias de la Cultura, y se preguntó si alguna vez se les había llegado a olvidar algo. Quizá se habían olvidado de él, quizá le habían abandonado para que siguiera atrapado hasta el fin de los tiempos en la absurda guerra de los sacerdotes y el Imperio…

Las defensas se fueron consolidando. Los soldados de la Hegemonarquía cavaban trincheras y construían baluartes, pero la mayoría de ellos no tenían que soportar el fuego enemigo y el Ejército Imperial acabó deteniéndose delante de las primeras estribaciones de montañas. Dio orden de que la Fuerza Aérea atacara las líneas de aprovisionamiento y las unidades más destacadas, y de que hiciera incursiones contra las bases aéreas más próximas.

–Hay demasiadas tropas alrededor de la ciudad. Las mejores tropas deberían estar en el frente. El ataque no tardará en llegar y si queremos que el contraataque funcione –y podría funcionar estupendamente si sucumben a la tentación de jugárselo todo a una sola carta, sobre todo ahora que tienen tan pocas reservas– necesitaremos que esas unidades de élite estén allí donde puedan servir de algo.

–No debemos olvidar el problema de la inquietud entre los civiles –dijo Napoerea.

Parecía viejo y cansado.

–Dejad unas cuantas unidades aquí y haced que se muevan por las calles para que la gente no se olvide de su presencia, pero… Maldición, Napoerea, la mayoría de los soldados se pasan todo el tiempo en los cuarteles. Hacen falta en el frente. Tengo el sitio preciso para colocar esas unidades. Mira…

No le había dicho que quería tentar al Ejército Imperial para que se lanzara al ataque definitivo, y la ciudad iba a ser el cebo. Envió a las tropas de élite a los pasos de las montañas. Los sacerdotes contemplaron las grandes extensiones de territorio que habían perdido y acabaron dando el visto bueno a los preparativos de la decapitación. La Hegemonarquía Victoriosa empezaría a ser preparada para su último vuelo, aunque no sería utilizada a menos que la situación pareciese realmente desesperada. Les prometió que antes intentaría ganar la guerra por los medios convencionales.

El ataque llegó cuarenta días después de su llegada a Murssay. El Ejército Imperial se lanzó hacia los bosques que cubrían las faldas de las colinas y los sacerdotes se dejaron dominar por el pánico. Hizo que la Fuerza Aérea concentrara sus ataques sobre las líneas de aprovisionamiento y dio órdenes de no atacar el frente. Las líneas defensivas fueron cediendo una a una. Las unidades se retiraron y los puentes saltaron por los aires. Las colinas se convirtieron en montañas y el Ejército Imperial fue siendo canalizado poco a poco hacia los valles. Las cargas situadas debajo de la presa no estallaron. Su segundo intento de utilizar el truco de la presa falló, y tuvo que desplazar dos unidades de élite para cubrir el paso desde el que se dominaba aquel valle.

–Pero ¿y si abandonamos la ciudad?

Los sacerdotes parecían perplejos. Sus ojos daban la impresión de estar tan vacíos como el círculo azul pintado sobre sus frentes. El Ejército Imperial avanzaba lentamente por los valles haciendo retroceder a los soldados de la Hegemonarquía ante él. No había parado de repetirles que todo iría bien, pero la situación empeoraba a cada momento. No tenían otra solución. La guerra parecía estar perdida, y ya era demasiado tarde para que intentaran volver a tomar el control. La noche anterior el viento había soplado desde las montañas a la ciudad, y trajo consigo el distante rugir de la artillería.

–Si creen que pueden hacerlo intentarán tomar la ciudad –les explicó–. Es un símbolo y… Oh, es una ciudad preciosa, de acuerdo, pero no tiene mucha importancia militar. Se lanzarán sobre ella. Dejaremos pasar a las tropas que podemos controlar y cerraremos los pasos…, aquí –dijo dando unos golpecitos sobre el mapa.

Los sacerdotes menearon la cabeza.

–¡Caballeros, esto no es una desbandada! Nuestras tropas se están retirando de forma ordenada, pero sus soldados sufren muchas más bajas y su moral y su estado físico es mucho peor que el de los nuestros. Cada metro que conquistan debe ser pagado con sangre, y sus líneas de aprovisionamiento se van haciendo más largas a cada momento que pasa. Debemos llevarles hasta el punto en el que empiecen a pensar si no sería conveniente retirarse, y cuando estén pensando en ello les pondremos delante de los ojos la posibilidad, la posibilidad aparente, de asestar el golpe decisivo que acabaría con nosotros. Pero ese golpe decisivo no acabará con nosotros, sino con ellos. –Les fue mirando uno a uno–. Créanme…, funcionará. Puede que deban abandonar la ciudadela durante un tiempo, pero les garantizo que cuando vuelvan será para celebrar la victoria.

No parecieron muy convencidos, pero acabaron dejando que se saliera con la suya, quizá porque estaban tan agotados que no les quedaban fuerzas para discutir.

El proceso requirió unos cuantos días. El Ejército Imperial fue avanzando por los valles y las fuerzas de la Hegemonarquía resistieron, se retiraron, resistieron, se retiraron…, pero finalmente –había mantenido los ojos bien abiertos para captar las señales indicadoras de que los soldados imperiales estaban empezando a cansarse y de que los tanques y camiones no siempre podían moverse cuando habrían querido porque el combustible empezaba a escasear– decidió que si estuviera al mando de las fuerzas enemigas empezaría a pensar en detener el avance. Esa noche la mayor parte de los contingentes de la Hegemonarquía atrincherados en el paso que llevaba a la ciudad abandonaron sus posiciones. La batalla se reanudó a la mañana siguiente, y los hombres de la Hegemonarquía se retiraron de repente cuando faltaba muy poco para que fuesen aplastados. Un general del Alto Mando Imperial perplejo e interesado, pero aún exhausto y preocupado, observó mediante sus binoculares el lejano convoy de camiones que se arrastraba a lo largo del paso que conducía hasta la ciudad mientras era hostigado por los aparatos imperiales. Reconocimiento sugirió que los sacerdotes infieles estaban haciendo los preparativos para abandonar la ciudadela. Los espías habían indicado que su nave espacial estaba siendo preparada para alguna misión que se salía de lo corriente.

El general envió un radiograma al Alto Mando de la Corte. La orden de avanzar sobre la ciudad llegó al día siguiente.

Estaba observando las expresiones preocupadas de los sacerdotes que se iban congregando en la estación de tren oculta debajo de la ciudadela. Al final había tenido que persuadirles de que no ordenaran el ataque decapitador. «Dejadme probar otra cosa antes», les había dicho.

No había forma humana de que se entendieran entre sí.

Los sacerdotes sólo eran capaces de ver el territorio que habían perdido y la fracción que habían abandonado, y pensaban que todo había acabado para ellos. Él veía sus divisiones relativamente intactas, sus unidades frescas y sus grupos de élite atrincherados justo allí donde debían estar como si fueran otros tantos cuchillos hundidos o a punto de hundirse en el cuerpo de un enemigo agotado que no había sabido detener su despliegue a tiempo…, y pensaba que el Imperio estaba acabado.

El tren se puso en marcha. No logró resistir la tentación y alzó una mano para despedirlo pensando que los sacerdotes estarían mucho mejor en uno de los gigantescos monasterios de la cordillera contigua, allí donde no pudieran estorbarle. Subió corriendo la escalera que llevaba a la sala de mapas para ver qué tal iba todo.

Esperó a que un par de divisiones hubieran cruzado el paso y dio la orden de que las unidades que lo habían defendido –y que no habían huido por él, sino que se habían retirado ordenadamente a los bosques que se extendían alrededor del paso– debían entrar en acción y volver a tomarlo. La ciudad y la ciudadela fueron bombardeadas, aunque el bombardeo no resultó demasiado preciso o efectivo. Los cazas de la Hegemonarquía lograron derribar a la mayoría de los bombarderos enemigos. El contraataque había empezado por fin. Empezó movilizando a las tropas de élite y acabó utilizando la totalidad de sus efectivos. La Fuerza Aérea pasó los dos primeros días de la operación concentrando sus ataques sobre las líneas de aprovisionamiento. Después se olvidó de ellas y atacó el frente. El Ejército Imperial vaciló y sus líneas empezaron a tambalearse. Era como si se hubiese convertido en una riada incapaz de salvar la hilera de montañas que la mantenían encerrada como detrás del muro de una presa excepto en un sitio (y hasta ese hilillo iba secándose en su desesperado avance hacia la ciudad, dejando atrás el paso, luchando a través de los bosques y los campos en un intento desesperado de alcanzar la meta resplandeciente que seguían creyendo podía permitirles ganar la guerra…), y la inundación acabó retrocediendo. Los soldados estaban demasiado agotados y los suministros de municiones y combustible que conseguían llegar hasta ellos eran demasiado escasos y esporádicos.

La Hegemonarquía seguía controlando los pasos y las fuerzas bajo su mando fueron bajando lentamente de las montañas. Los soldados imperiales debían de tener la impresión de que su vida se había convertido en un continuo disparar hacia lo alto, y si el avance había sido un esfuerzo lento y peligroso la retirada resultaba casi ridículamente fácil.

La sucesión de valles hizo que la retirada fuera convirtiéndose en una desbandada. Insistió en que el contraataque debía seguir sin ninguna clase de interrupción o respiro. Los sacerdotes le enviaron un cablegrama pidiendo que desplegara más fuerzas para detener el avance de las dos divisiones imperiales que se dirigían hacia la capital. No les hizo caso. Las divisiones enemigas estaban tan maltrechas que entre las dos apenas sumaban los efectivos de una, y el proceso de erosión y desgaste se iba intensificando a cada momento que pasaba. Quizá consiguieran llegar a la ciudad, pero después no tendrían ningún sitio al que ir y pensó que aceptar personalmente su rendición podía ser una experiencia muy satisfactoria.

Las lluvias empezaron a caer sobre la otra vertiente de las montañas. Las cada vez más debilitadas fuerzas imperiales intentaban abrirse paso a través de los bosques empapados y los aparatos de su Fuerza Aérea casi nunca podían despegar por culpa del mal tiempo, pero los bombarderos de la Hegemonarquía gozaban de una impunidad casi total y la aprovechaban para hacer sus incursiones.

La gente huyó a la ciudad. Los duelos de artillería atronaban a poca distancia de los edificios. Los restos de las dos divisiones que habían logrado atravesar las montañas luchaban desesperadamente intentando alcanzar su meta. El resto del Ejército Imperial se retiraba lo más deprisa posible por las lejanas llanuras que había al otro lado de las montañas. Las divisiones atrapadas en la Provincia de Shenastri habían quedado paralizadas por los barrizales que les impedían retirarse, y se rindieron en masa.

La Corte Imperial expresó su deseo de pedir la paz el día en que los restos de sus dos divisiones entraron en la Ciudad de Balzeit. Las divisiones habían quedado reducidas a una docena de tanques y un millar de hombres, y la falta de munición les había obligado a abandonar su artillería en los campos que rodeaban la ciudad. Los pocos millares de personas que quedaban en la ciudad buscaron refugio en las inmensas explanadas para los desfiles de la ciudadela, y pudo ver como cruzaban las puertas de los grandes muros.

Había pensado abandonar la ciudadela ese mismo día –los sacerdotes llevaban días desgañitándose para que saliera de allí, y la mayor parte de su Estado Mayor ya estaba lejos–, pero tenía en sus manos la transcripción del mensaje enviado por la Corte Imperial que acababan de recibir.

Y, de todas formas, dos divisiones de la Hegemonarquía habían salido de las montañas y venían hacia allí a marchas forzadas para socorrer a la ciudad.

Envió un radiograma a los sacerdotes y éstos decidieron aceptar una tregua. Los combates cesarían de inmediato si el Ejército Imperial se retiraba a las posiciones que había ocupado antes de la guerra. Hubo unos cuantos intercambios radiofónicos más, y dejó que los sacerdotes y la Corte Imperial se encargaran de resolver los pequeños detalles del acuerdo. Se quitó el uniforme y se vistió de civil por primera vez desde que había llegado allí. Subió a una torre muy alta con unos binoculares de campaña de gran potencia y contempló los puntitos minúsculos de los tanques enemigos que avanzaban por una calle a mucha distancia de él. Las puertas de la ciudadela estaban cerradas.

La tregua entró en vigor al mediodía. Los exhaustos soldados imperiales que se habían detenido ante las puertas de la ciudadela se dispersaron por los hoteles y bares cercanos.

Estaba inmóvil en la galería con el rostro vuelto hacia la luz. La brisa cálida hacía que los cortinajes blancos ondularan lentamente a su alrededor. El silencio era absoluto. La caricia del viento apenas si lograba agitar algunos mechones de su larga cabellera negra. Tenía las manos cruzadas detrás de la espalda, y parecía pensativo. Los cielos silenciosos y levemente nublados que se extendían sobre las montañas más allá de la fortaleza y la ciudad proyectaban una claridad suave y casi tamizada sobre todas las superficies y ángulos de su rostro, y su postura y la sencillez de las ropas oscuras que vestía hacían que pareciese tan insustancial como una estatua o un cadáver precariamente apoyado en un baluarte para engañar al enemigo.

–¿Zakalwe?

Se dio la vuelta, puso cara de sorpresa y abrió un poco más los ojos.

–¡Skaffen-Amtiskaw! Qué honor tan inesperado… ¿Sma te deja salir solo o también está por aquí?

Sus ojos recorrieron la galería de la ciudadela.

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