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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

El uso de las armas (54 page)

BOOK: El uso de las armas
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–Gracias, enfermera –dijo en el umbral. Cerró la puerta, sonrió y fue hacia la cama con la silla blanca. Se sentó en ella y se irguió intentando que su barriga quedara lo más disimulada posible–. Bueno, capitán Zakalwe…, ¿qué tal vamos?

El olor a flores de su colonia favorita flotaba alrededor de Thone y no tardó en llegar hasta sus fosas nasales.

–Espero que podré volver a volar dentro de un par de semanas, señor –dijo él.

Thone nunca le había caído demasiado bien, pero intentó sonreír.

–¿De veras? –replicó Thone–. Vaya, vaya… Los doctores me han dicho otra cosa, capitán Zakalwe. Quizá la versión que le dan a usted se aparta un poco de la realidad.

Miró a su superior y frunció el ceño.

–Bueno, quizá…, quizá necesite un poco más de tiempo, señor.

–Capitán Zakalwe, me temo que quizá nos veamos obligados a enviarle a su casa –dijo Thone con una sonrisa muy poco sincera–. O por lo menos al continente, pues tengo entendido que su casa se encuentra muy lejos.

–Estoy seguro de que podré volver al servicio activo, señor. Naturalmente, comprendo que deberé pasar por un examen médico antes, pero…

–Sí, sí, sí –dijo Thone–. Bien, tendremos que esperar y ver, ¿verdad? Hmmm. Muy bien. –Se puso en pie–. ¿Puedo hacer alguna cosa…?

–No necesito que haga na… –empezó a decir, y se interrumpió al ver la expresión que sus palabras habían hecho aparecer en el rostro de Thone–. Disculpe, señor.

–Tal y como iba diciendo, capitán… ¿Puedo hacer alguna cosa por usted?

Inclinó la cabeza y clavó los ojos en la blancura de las sábanas.

–No, señor. Gracias, señor.

–Le deseo que se recupere lo más deprisa posible, capitán Zakalwe –dijo Thone con voz gélida.

Le saludó. Thone asintió, giró sobre sí mismo y se marchó.

En cuanto se hubo quedado solo permaneció inmóvil durante mucho rato sin apartar los ojos de la silla blanca.

La enfermera Talibe entró unos momentos después. Tenía los brazos cruzados delante del pecho y sus rasgos redondos y pálidos estaban muy tranquilos.

–Intenta dormir –le dijo con afabilidad, y se llevó la silla.

Despertó de noche y vio el resplandor de las luces debilitado por la nevada. Los copos de nieve que caían del cielo quedaban silueteados contra los focos y se convertían en masas traslúcidas. El contraste con la áspera claridad blanca hacía que parecieran aún más blandas e ingrávidas. La blancura que había más allá se mezclaba con la negrura de la noche y era percibida como un conjunto de tonos grisáceos.

Cuando despertó el aire olía a flores.

Metió la mano debajo de la almohada y sintió el contacto de la tijera.

Recordaba el rostro de Thone.

Recordaba la sala de misiones y los cuatro oficiales que le invitaron a tomar una copa con ellos y le dijeron que querían hablar.

Fueron a la habitación de uno de ellos –no podía recordar sus nombres, pero no tardaría en hacerlo y sabía que ya era capaz de reconocerlos si los veía–, le hablaron de lo que habían oído comentar que dijo cuando estaba en la sala de pilotos.

Y él estaba un poco bebido y creyó que se estaba comportando de una forma muy astuta, y que quizá descubriera algo interesante, y les dijo lo que sospechaba que querían oír y no lo que había dicho cuando estaba con sus compañeros.

Y descubrió una conspiración. Él quería que el nuevo gobierno fuera fiel a sus promesas populistas y pusiera fin a la guerra. Los oficiales querían montar un golpe, y necesitaban buenos pilotos.

Salió de su habitación dejándoles convencidos de que estaba a su favor sintiendo la agradable mezcla de embriaguez fruto del alcohol y la excitación nerviosa y fue en busca de Thone. Thone, el hombre duro pero justo; Thone, el hombre mezquino que no caía bien a nadie; Thone, vanidoso y siempre perfumado, pero un firme partidario y defensor del gobierno… (Aunque en una ocasión Saaz Insile dijo que hablaba a favor del gobierno cuando estaba con los pilotos y en contra de él cuando estaba con sus superiores.)

Y la expresión que vio en el rostro de Thone…

No entonces, sino algún tiempo después; después de que Thone le dijera que no hablara de lo ocurrido con nadie porque creía que quizá también hubiera traidores entre los pilotos, y le ordenó que se fuera a dormir como si no hubiese ocurrido nada, y le obedeció y se fue a la cama y cuando vinieron a buscarle seguía estando bastante borracho y tardó un segundo más de lo habitual en despertar, y eso les proporcionó el tiempo suficiente para taparle la cara con un trapo impregnado de anestésico y mantenerlo allí mientras se debatía, pero acabó teniendo que respirar y los vapores le sumieron en la inconsciencia.

Los hombres que le habían narcotizado le arrastraron por los pasillos. Los calcetines que cubrían sus pies se deslizaban sobre las baldosas sin hacer ningún ruido. Llegaron a uno de los hangares y alguien fue a ocuparse de los controles del ascensor, y él apenas si podía ver el trozo de suelo que tenía delante y no conseguía alzar la cabeza, pero podía oler el aroma a flores que desprendía el hombre de su derecha.

Las puertas se abrieron sobre sus cabezas con un chirriar metálico. Oyó el ruido de la tormenta y los aullidos del viento soplando en la oscuridad. Le llevaron hasta el ascensor.

Tensó los músculos, giró sobre sí mismo y lanzó una mano hacia el cuello de Thone. Vio su rostro, y la expresión de miedo y perplejidad que se adueñó de él. El otro hombre le agarró el brazo libre. Se debatió, apartó a Thone de un empujón y vio el arma en la funda del oficial.

Logró coger el arma. Recordaba haber gritado y haber quedado libre de las manos que le aprisionaban, pero no pudo mantener el equilibrio y cayó. Intentó disparar, pero el arma se negó a obedecerle. Las luces se encendían y se apagaban al otro extremo del hangar. «¡No está cargada! ¡No está cargada!», gritó Thone mirando a los demás. Todos volvieron la cabeza hacia el otro extremo del hangar. Había algunos aparatos que se interponían entre ellos y la pared, pero también había alguien más, alguien que gritaba y quería saber quién había abierto las puertas del hangar de noche mientras las luces del interior estaban encendidas.

No vio quién le disparó. Un martillo pilón se estrelló contra su sien y lo siguiente que vio fue la silla blanca.

La nieve iluminada por los focos parecía hervir al otro lado de los cristales.

No apartó los ojos de la ventana hasta el amanecer, y pasó todo ese tiempo recordando lo ocurrido.

–Talibe, quiero que envíes un mensaje al capitán Saaz Insile. Dile que debo verle lo más pronto posible. También necesito que te pongas en contacto con mi escuadrón. ¿Querrás hacerlo?

–Sí, naturalmente, pero antes tienes que tomar tu medicación.

La miró fijamente y le cogió la mano.

–No, Talibe. Telefonea antes al escuadrón. –Le guiñó un ojo–. Por favor… Hazlo por mí.

Talibe meneó la cabeza.

–Eres el enfermo más inaguantable que he conocido.

Fue hacia la puerta y salió de la sala.

–Bien… ¿Va a venir?

–Está de permiso –dijo Talibe mientras cogía la tablilla de anotaciones para comprobar qué medicación estaba recibiendo.

–¡Mierda!

Saaz no le había dicho nada de un permiso.

–Capitán… Vaya lenguaje –dijo Talibe agitando una botella.

–La policía, Talibe. Llama a la policía militar… Tienes que hablar con ellos ahora mismo. Es muy urgente.

–La medicación primero, capitán.

–Está bien. ¿Me prometes que les llamarás apenas me la haya tomado?

–Prometido. Abre la boca.

–Aaaaah…

Maldito fuera Saaz por estar de permiso, y doblemente maldito por no haberle dicho nada. Y Thone… ¡Qué desfachatez tan increíble! Venir a verle al hospital para averiguar si se acordaba de lo ocurrido…

¿Y qué habría ocurrido si así fuera?

Volvió a meter la mano bajo la almohada para asegurarse de que las tijeras seguían allí y sintió el frío contacto del metal.

–Les he explicado que se trataba de un asunto muy urgente y me aseguraron que vendrían lo más pronto posible –dijo Talibe cuando entró, esta vez sin la silla. Se volvió hacia las ventanas y la tormenta que seguía haciendo estragos al otro lado de los cristales–. Y tengo que darte algo para que estés despierto. Te quieren lo más lúcido posible.

–¡Estoy despierto y no puedo estar más lúcido!

–No protestes y trágate estas píldoras.

Se las tragó.

Se quedó dormido con los dedos tensos alrededor de las tijeras ocultas debajo de la almohada y la blancura del exterior se fue acercando hasta que acabó atravesando el cristal mediante un proceso de osmosis, y se dirigió hacia su cabeza como si hubiera una fuerza que la atraía en esa dirección, y giró lentamente trazando órbitas alrededor de ella, y se unió al toroide blanco del vendaje y lo disolvió y lo desenredó y depositó los restos en el rincón de la habitación donde las sillas blancas murmuraban y hacían planes, y fue tensándose lentamente alrededor de su cráneo ejerciendo una presión cada vez mayor mientras giraba con la estúpida danza circular de los copos de nieve, más y más deprisa, más y más cerca, hasta que los copos de nieve se convirtieron en la banda fría y rígida del vendaje que le oprimía la cabeza, y cuando lograron encontrar la herida fueron abriéndose paso por su piel y su cráneo e hicieron que su cerebro se transformara en una fría y crujiente masa de cristales blancos.

Talibe abrió las puertas de la sala y dejó entrar a los oficiales.

–¿Estás segura de que se encuentra inconsciente?

–Le di el doble de la dosis habitual. Si no está inconsciente es que ha muerto.

–Aún tiene pulso. Cógele de los brazos.

–De acuerdo… ¡Arriba! ¡Eh, mira esto!

–Vaya.

–Fue un descuido mío. Me preguntaba dónde habían ido a parar… Lo siento.

–Te has portado muy bien, jovencita. Ahora será mejor que nos dejes solos, y gracias. No olvidaremos este favor.

–De acuerdo…

–¿Qué?

–Será…, será rápido, ¿verdad? Quiero decir… ¿Lo harán antes de que despierte?

–Claro. Oh, sí, claro. No se enterará. No sentirá absolutamente nada.

Y cuando despertó tenía frío y estaba encima de la nieve, y la ráfaga helada que salió de lo más hondo de su ser y atravesó su piel por cada poro alejándose con un alarido estridente hizo que aún fuera más consciente del frío.

Despertó y supo que iba a morir. La ventisca ya le había entumecido un lado del rostro. Una mano estaba pegada a la capa de nieve apisonada sobre la que yacía. Seguía vistiendo el pijama del hospital. El frío no era frío, sino un dolor que le aturdía y le embotaba y que intentaba devorar su cuerpo desde todas las direcciones a la vez.

Alzó la cabeza y miró a su alrededor. Vio unos metros de nieve bañados por lo que quizá fueran los primeros rayos de sol de la mañana. La ventisca se había debilitado un poco, pero seguía siendo insoportable.

La última temperatura que había oído mencionar era de diez grados bajo cero, pero el impacto del viento hacía que pareciera mucho más baja. La cabeza, las manos, los pies, los genitales…, el dolor estaba por todas partes.

El frío le había despertado. Tenía que haber sido el frío. Debía de haberle despertado muy deprisa, o de lo contrario ya estaría muerto. Debían de haberle dejado allí. Si lograra averiguar en qué dirección se habían alejado, si pudiera seguirles…

Intentó moverse, pero no lo consiguió. Lanzó un grito silencioso, trató de llevar a cabo el mayor esfuerzo de voluntad de toda su existencia.., y lo único que consiguió fue girar sobre sí mismo y acabar sentado en la nieve.

El esfuerzo estuvo a punto de resultar excesivo. Tuvo que extender las manos hacia atrás y apoyarse en la nieve para no caer. Sintió que sus dos manos empezaban a convertirse en dos pedazos de hielo, y comprendió que nunca conseguiría levantarse.

«Talibe…», pensó, pero la ventisca se apoderó del pensamiento y se lo llevó dando tumbos.

Olvídate de Talibe. Te estás muriendo. Hay cosas más importantes en las que pensar.

Contempló las profundidades lechosas de la ventisca que venía hacia él y le dejaba atrás, y pensó que parecía un enjambre de estrellas diminutas y blandas que tuvieran mucha prisa y se movieran velozmente en todas direcciones. Al principio sintió un millón de alfilerazos calientes en el rostro, pero su piel no tardó en ir perdiendo la sensibilidad.

«Haber recorrido tanta distancia para acabar muriendo en una guerra que no me importa en lo más mínimo…», pensó. Que ridículo parecía todo ahora. Zakalwe, Elethiomel, Staberinde; Livueta, Darckense. Los nombres desfilaron por su mente y acabaron alejándose hechos pedazos por el aullido del viento y el frío que le iba dejando sin fuerzas. Tenía la sensación de que su rostro se encogía y se resecaba poco a poco, y podía notar como el frío iba atravesando su piel y sus globos oculares para llegar hasta la lengua, los dientes y los huesos.

Logró liberar una mano de la nieve a la que había quedado pegada y la anestesia del frío hizo que apenas sintiera el dolor de su palma despellejada. Abrió la chaqueta del pijama arrancando los botones y expuso la pequeña cicatriz de su pecho al embate helado del viento. Volvió a apoyar la mano en la nieve y alzó la cabeza. Los huesos de su cuello parecieron rechinar y crujir con cada centímetro del movimiento, como si el frío ya se hubiera instalado dentro de sus articulaciones.

–Darckense… –le murmuró al hervor helado de la ventisca.

Y entonces fue cuando vio a la mujer que venía hacia él caminando a través de la tempestad tan tranquilamente como si ésta no existiera.

La mujer calzaba botas negras y vestía un abrigo muy largo con adornos de piel negra en el cuello y las mangas, y llevaba un sombrerito en la cabeza.

Su cuello y su rostro carecían de protección, y tampoco llevaba guantes. Tenía el rostro ovalado y los ojos muy oscuros y profundos. La mujer se detuvo ante él y la tormenta que había detrás de ella pareció hendirse a su espalda, y sintió algo más que la proximidad de aquella silueta alta y esbelta, y todas las partes de su cuerpo que estaban encaradas hacia ella captaron algo parecido al calor.

Cerró los ojos. Meneó la cabeza sin hacer caso del dolor que le produjo aquel gesto. Volvió a abrir los ojos.

La mujer seguía allí.

Había puesto una rodilla sobre la nieve y tenía las manos apoyadas encima de esa rodilla. Su rostro quedaba a la altura del de él. Se inclinó hacia adelante, volvió a liberar una mano de la nieve que intentaba fundirse con ella (no sintió nada, pero cuando se puso la mano delante de la cara vio la carne despellejada y la sangre que la cubría). Intentó tocarle la cara, pero la mujer le cogió la mano antes de que pudiera hacerlo. Estaba caliente, y él pensó que jamás había experimentado una sensación tan deliciosa.

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