Clavó los ojos en el techo.
Giró sobre sí mismo y cogió el auricular del teléfono que había junto a la cama.
–¿Oiga? ¿Puedo hablar con… Treyvo? Sí, por favor. –Esperó y se distrajo hurgándose entre dos muelas con la uña de un dedo–. Sí. ¿Hablo con Treyvo, el recepcionista del turno de noche? Mi estimadísimo amigo… Escuche, quiero un poco de compañía, ¿comprende? Sí, eso es…, bueno, habrá una propina muy generosa siempre que…, perfecto…, ah, Treyvo, y si descubro que lleva una credencial de la prensa escondida en algún sitio es usted hombre muerto.
El traje era vulnerable a una lista no demasiado larga de armamento pesado y a casi nada más. Contempló como la cápsula vibraba rápidamente hasta volver a quedar oculta bajo la superficie del desierto mientras aguardaba a que los sellos del traje se fueran activando. Subió al vehículo de superficie y volvió al hotel con el tiempo justo para ver llegar a la limusina enviada por sus anfitriones de la noche.
La multitud de representantes de los medios de comunicación que llenaba el patio del hotel había sido ahuyentada aquella tarde después de que diera instrucciones terminantes al respecto, por lo que no hubo necesidad de salir huyendo a toda velocidad abriéndose paso entre sus focos, micros y preguntas. Estaba inmóvil al comienzo de la escalera del hotel con las gafas puestas cuando el gran vehículo negro –le desilusionó un poco ver que su aspecto era bastante más impresionante que el de aquel en cuyo interior había estado a punto de morir esa misma mañana– se detuvo delante de él sin hacer ningún ruido. Un hombretón de cabellera canosa con el rostro lleno de cicatrices pareció irse desdoblando cautelosamente hasta que consiguió salir del compartimento del conductor y le abrió la portezuela de atrás mientras le hacía una lenta reverencia.
–Gracias –dijo él entrando en el vehículo.
El hombretón volvió a hacerle una reverencia y cerró la portezuela. Se reclinó en el asiento de atrás y dejó que su cuerpo se hundiera en una tapicería tan mullida y suave que no logró decidir si se encontraba encima de un asiento o en una cama. Las ventanillas del vehículo se oscurecieron en respuesta a los focos de los medios de comunicación unos momentos antes de que salieran del patio. Pensó que no debían poder verle, pero aun así alzó la mano en lo que esperaba fuese un saludo digno de un rey.
Las luces de la ciudad desfilaban junto a ellos; el vehículo avanzaba muy deprisa y apenas hacía ruido. Cogió el paquete que había sobre el asiento/cama y lo inspeccionó. El paquete estaba envuelto en un papel atado con cintas multicolores y en la nota escrita a mano que lo acompañaba se leía
SR. STABERINDE
. Bajó el visor del casco y tiró cautelosamente de una cinta abriendo el paquete. Estaba lleno de ropas que fue sacando y examinando.
Descubrió un interruptor incrustado en un apoyabrazos que le permitía hablar con el hombre de la cabellera canosa.
–Supongo que esto debe ser mi disfraz. ¿Qué es exactamente?
El chófer bajó la vista, sacó algo de un bolsillo de su chaqueta y le hizo unos ajustes.
–Hola –dijo una voz artificial–. Me llamo Mollen. No puedo hablar, por lo que he de utilizar esta máquina. –Alzó los ojos para observar la carretera y volvió a bajarlos hacia el artefacto que estaba utilizando–. ¿Qué desea preguntarme?
Que el hombretón apartara los ojos de la carretera cada vez que quería decir algo no le había hecho demasiada gracia, por lo que se limitó a responder con un seco «Olvídelo». Volvió a reclinarse sobre la tapicería, se quitó el casco y se entretuvo viendo desfilar las luces de la ciudad.
Acabaron llegando al patio de una casa muy grande situada cerca de un río en un cañón lateral. La casa estaba a oscuras.
–Tenga la bondad de seguirme, señor Staberinde –dijo Mollen mediante su máquina.
–Por supuesto.
Cogió el casco del traje y siguió al hombretón por la escalera y un vestíbulo de grandes dimensiones. También había cogido el traje que había encontrado dentro del paquete. Las cabezas de animales disecados que adornaban las paredes del vestíbulo daban la impresión de seguirles con la mirada. Mollen cerró las puertas y le precedió hasta un ascensor que subió un par de pisos entre zumbidos y traqueteos. Oyó el ruido y pudo captar el olor de las drogas de la fiesta incluso antes de que se abrieran las puertas.
Le entregó el montón de ropa a Mollen quedándose sólo con una capa.
–Gracias, no necesitaré el resto.
La fiesta era terriblemente ruidosa y había montones de invitados vestidos con disfraces de lo más extraño. Todos los hombres y las mujeres parecían sanos y bien alimentados. Aspiró el humo de las drogas que envolvía a las siluetas abigarradas que se movían a su alrededor mientras Mollen se encargaba de irle abriendo paso por entre el gentío. Los invitados se iban quedando callados al verles pasar y el murmullo de las conversaciones se hacía más rápido y un poco más agudo en cuanto se habían alejado un poco. Oyó pronunciar su nombre varias veces.
Cruzaron puertas vigiladas por hombres aún más altos y corpulentos que Mollen, bajaron un tramo de escalones cubiertos por una alfombra y llegaron a una habitación muy grande que tenía una pared de cristal. Las embarcaciones se mecían lentamente sobre la negrura de las aguas en el muelle subterráneo que había al otro lado del cristal, el cual reflejaba una fiesta no tan concurrida pero bastante más extraña. Se subió las gafas oscuras hasta la frente, pero no consiguió verla mejor.
Los invitados iban de un lado a otro sosteniendo cuencos llenos de drogas o, en el caso de los más osados, copas y vasos, igual que en el piso de arriba. La diferencia estribaba en que todos parecían estar heridos, y había varios casos de mutilaciones bastante aparatosas.
Los hombres y las mujeres se volvieron para observar al recién llegado apenas entró en la sala siguiendo a Mollen. Algunos tenían brazos rotos y retorcidos con la blancura de los huesos que se abrían paso a través de la piel claramente visible; otros tenían terribles heridas o zonas del cuerpo despellejadas o cubiertas de cicatrices; algunos habían sufrido la amputación de uno o los dos brazos o senos o de los ojos, y era frecuente que los miembros y órganos amputados colgaran de otras partes de sus cuerpos. La mujer a la que había visto en su carnaval callejero fue hacia él. Un palmo de piel del vientre colgaba hacia fuera ondulando sobre su falda de lame y los músculos se movían haciendo pensar en las rojas y húmedas cuerdas de un horrendo instrumento musical.
–Señor Staberinde –dijo–. Veo que ha venido disfrazado de hombre del espacio.
Poseía una voz meticulosa y casi excesivamente modulada que encontró desagradable nada más oírla.
–Bueno, ha sido una especie de compromiso –replicó mientras hacía girar la capa y se la colocaba sobre los hombros.
La mujer le ofreció una mano.
–Aun así… Bienvenido.
–Gracias –dijo él.
Cogió la mano que le ofrecía y la besó medio esperando que los campos sensoriales del traje captarían la vaharada de algún veneno letal esparcido sobre la delicada mano de la mujer y le advertirían del peligro, pero la alarma permaneció muda. Sonrió y la mujer apartó la mano de sus labios.
–¿Qué es lo que encuentra tan divertido, señor Staberinde?
–¡Esto! –dijo riendo mientras señalaba a las personas que le rodeaban.
–Me alegro –dijo ella, y dejó escapar una risita (su vientre se estremeció)–. Pensamos que nuestra pequeña fiesta podría ser de su agrado. Permita que le presente a nuestro buen amigo, el hombre que ha hecho posible todo lo que ve.
Le cogió del brazo y le guió a través de aquella espantosa multitud hasta detenerse delante de un hombre sentado en un taburete junto a una máquina de color gris oscuro. El hombre era bastante bajito, sonreía y no paraba de limpiarse la mano con un pañuelo enorme que luego guardaba en un bolsillo de su por lo demás inmaculado y elegantísimo traje.
–Doctor, éste es el hombre del que le he hablado… Le presento al señor Staberinde.
–Mi más sincera bienvenida y todo eso –dijo el hombrecillo, y la sonrisa húmeda y repleta de dientes con que le saludó hizo que su rostro pareciera desplomarse sobre sí mismo–. Bienvenido a nuestra Fiesta de los Lisiados. –Movió la mano en un gesto que abarcó a la multitud de heridos y mutilados que llenaban la sala y extendió los brazos como si no pudiera contener su entusiasmo–. ¿Desea que le prepare alguna herida o daño físico? El proceso es totalmente indoloro y no causa ninguna molestia. Las reparaciones son muy rápidas y no dejan ninguna clase de cicatrices. Veamos… ¿Con qué puedo tentarle? ¿Laceraciones? ¿Fractura múltiple? ¿Castración? ¿Qué opinaría de una trepanación multidireccional? Sería la única presente en la fiesta.
Miró al hombrecillo, cruzó los brazos delante del pecho y se rió.
–Es usted muy amable y le agradezco su oferta, pero… No, gracias.
–Oh, no, se lo ruego –dijo el hombrecillo poniendo cara de sentirse considerablemente herido–. No eche a perder la fiesta. Todo el mundo está tomando parte en ella… ¿De veras quiere sentirse tan excluido del ambiente festivo? Le aseguro que no existe ni el más mínimo riesgo de dolor o daño permanente de ninguna clase. He realizado esta clase de operaciones en todo el universo civilizado y jamás he recibido ninguna queja, salvo de personas que se acaban encariñando demasiado con sus heridas y no quieren dejarse reparar. Mi máquina y yo hemos creado heridas y lesiones físicas de lo más original en todos los centros de la civilización del Grupo de Sistemas, y le advierto de que si deja escapar esta oportunidad quizá no vuelva a presentarse. Nos marchamos mañana y ya estoy comprometido para los dos próximos años promedio. ¿Está completamente seguro de que no quiere participar?
–Más que completamente.
–Vamos, doctor, deje de importunar al señor Staberinde –dijo la mujer–. Si no quiere unirse a la fiesta debemos respetar sus deseos, ¿no le parece? ¿Verdad que sí, señor Staberinde?
La mujer le cogió un brazo con las dos manos. Aprovechó la proximidad para echar un vistazo más atento a su herida y se preguntó qué clase de escudo transparente lo mantenía todo intacto y en su sitio. Los pechos de la mujer estaban cubiertos por una profusión de joyas minúsculas en forma de lágrimas que creaban la ilusión de una capa de escarcha iridiscente, y unos proyectores de campo casi invisibles disimulados en sus axilas se encargaban de mantenerlos elegantemente erguidos.
–Cierto.
–Bien… ¿Tendría la bondad de esperar un momento? Comparta esto, por favor.
Le puso su copa entre los dedos, se inclinó hacia adelante y empezó a hablar con el doctor.
Les dio la espalda para observar a los invitados. Tiras de carne colgaban de rostros bellísimos, pechos injertados bailoteaban sobre espaldas bronceadas y racimos de brazos esbeltos y delicados cumplían la función de collares; los trozos de hueso astillado asomaban de la piel desgarrada y las venas, arterias, músculos y glándulas temblaban y relucían bajo las luces.
Alzó la copa que la mujer le había dado y dejó entrar unas hilachas de los vapores que desprendía en los campos que rodeaban el cuello del casco. Oyó sonar la alarma y una pantallita incrustada en una muñeca del traje le indicó qué veneno había dentro de la copa. Sonrió, introdujo la copa en el campo del cuello y apuró su contenido de un trago. El brebaje semialcohólico bajó por su garganta y le obligó a toser. Chasqueó los labios.
–Oh, se la ha terminado…
La mujer se había vuelto hacia él. Estaba dándose palmaditas en su liso vientre, nuevamente intacto, y le hizo una seña para que la siguiera hasta otra parte de la sala. Avanzaron por entre la multitud de heridos y mutilados y la mujer se puso una chaquetilla que hacía juego con la falda.
–Sí –dijo él, y le entregó la copa.
Cruzaron una puerta que daba a un viejo taller. Los tornos, correas y taladros estaban inmóviles bajo capas de polvo y el metal asomaba allí donde la pintura se había descascarillado. Una bombilla desnuda colgaba del techo, y debajo de ella había tres sillones y un armarito. La mujer cerró la puerta y le indicó que tomara asiento en uno de los sillones. Se sentó y dejó el casco en el suelo al lado del sillón.
–¿Por qué no se ha puesto el disfraz que le enviamos?
La mujer hizo algo en la cerradura de la puerta, se volvió hacia él y le sonrió mientras se colocaba bien la chaquetilla.
–No me sentaba bien.
–¿Y cree que eso sí le sienta bien? –preguntó la mujer señalando el traje negro con una inclinación de la cabeza.
Tomó asiento en un sillón, cruzó las piernas y golpeó suavemente uno de los lados del armarito con la punta de los dedos. La puerta del armarito se abrió revelando un surtido de copas tintineantes y cuencos llenos de droga que ya humeaban.
–Me hace sentir seguro.
La mujer se inclinó hacia él para ofrecerle una copa llena de un líquido iridiscente. La aceptó y volvió a apoyar la espalda en su sillón.
La mujer le imitó. Acunó la copa en las dos manos, cerró los ojos y se inclinó sobre ella aspirando los vapores de la droga. Movió la copa haciendo que unas nubéculas de humo se deslizaran por debajo de las solapas de su chaquetilla, y cuando habló las hilachas de humo se removieron entre la tela y sus pechos y fueron subiendo lentamente hacia su rostro.
–Nos alegra mucho que haya podido venir, sea cual sea el atuendo que ha escogido. ¿Qué opina del Excelsior? ¿Está a la altura de sus exigencias?
–Servirá –replicó él sonriendo.
La puerta se abrió sin hacer ningún ruido. El hombre al que había visto caminando junto a la mujer en el carnaval callejero y cuando le habían perseguido en su coche estaba al otro lado del umbral y se apartó para dejar que Mollen entrara antes que él. Después fue hacia el sillón que quedaba por ocupar y se dejó caer en él. Mollen se colocó junto a la puerta.
–¿De qué habéis estado hablando? –preguntó el hombre.
La mujer le ofreció una copa, pero el hombre la rechazó con un gesto de la mano.
–Se disponía a decirnos quién es –replicó la mujer, y los dos le miraron–. ¿No es así, señor… Staberinde?
–No, no iba a hacerlo. Díganme quiénes son ustedes.
–Creo que ya sabe quiénes somos, señor Staberinde –dijo el hombre–. Y hasta hace pocas horas creíamos saber quién es usted, pero ahora ya no estamos tan seguros.
–No soy más que un turista.