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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

El uso de las armas (5 page)

Depositó un beso en el hocico del animal y se incorporó. Elegante estornudó.

–Dos cosas más, unidad –dijo Sma abriéndose paso por entre el nervioso grupo de animales.

–¿De qué se trata?

–La primera es… No vuelvas a llamarme «Encanto», ¿de acuerdo?

–De acuerdo. ¿Cuál es la otra?

Dejaron atrás la masa reluciente de la turbina número seis, un monstruo que llevaba muchos años guardando silencio, y Sma se quedó inmóvil un momento observando a la multitud de invitados que tenía delante. Tragó una honda bocanada de aire e irguió los hombros. Dio un paso hacia el tumulto de la fiesta y sus labios empezaron a curvarse en una sonrisa casi automática.

–No quiero que el sustituto se acueste con nadie –dijo en voz baja mirando a la unidad.

–De acuerdo –replicó la unidad mientras iban hacia los invitados–. Después de todo… Bueno, en cierto sentido es tu cuerpo, así que me parece una petición muy razonable.

–Ahí es donde te equivocas, unidad –dijo Sma haciéndole una seña con la cabeza a un camarero que se apresuró a ir hacia ellos ofreciéndoles su bandeja llena de copas–. No es mi cuerpo, ¿entiendes?

Los vehículos aéreos de superficie flotaban alrededor de la antigua central de energía o se alejaban de ella. La gente importante ya se había marchado. Aún quedaban unos cuantos invitados, pero no la necesitaban. Estaba cansada, y ordenó a sus glándulas que produjeran un poco de «En forma» para animarse.

Salió al balcón sur de los apartamentos creados mediante la reconversión del antiguo bloque de oficinas de la central y contempló el valle y la hilera de luces que recorría toda la extensión del Camino del Río. Un vehículo aéreo pasó silbando sobre su cabeza, ascendió y acabó desapareciendo tras la línea curva en que terminaba la vieja presa. Sma lo fue siguiendo con la mirada hasta que se esfumó, se volvió hacia las puertas del apartamento, se quitó la chaquetilla y se la puso encima del hombro.

La música sonaba en algún lugar de la suntuosa suite que había debajo del jardín situado en el tejado, pero le dio la espalda y fue hacia el estudio. Skaffen-Amtiskaw la estaba esperando.

El sondeo necesario para obtener los datos que permitirían funcionar al sustituto sólo requirió un par de minutos. Sma salió de él con la mezcla de aturdimiento y desorientación habitual, pero se le pasó bastante deprisa. Se quitó los zapatos y fue por los pasillos sumidos en la penumbra dirigiéndose hacia el lugar del que procedía la música.

Relstoch Sussepin se levantó del sillón que había estado ocupando sin soltar la copa de Flor Nocturna que sostenía en una mano. El licor brillaba con un suave resplandor ambarino. Sma se quedó inmóvil en el umbral.

–Gracias por haberme esperado –dijo mientras dejaba caer la chaquetilla sobre un diván.

–Oh, no hace falta que me lo agradezcas. –Se llevó la copa de líquido ambarino a los labios, pareció cambiar de opinión y acabó acunándola con las dos manos sin haber tomado ni un sorbo–. ¿Qué…? Ah… ¿Había algo en particular que…?

Los labios de Sma se curvaron en una sonrisa levemente melancólica y apoyó las dos manos sobre los brazos del enorme sillón giratorio que tenía delante. Inclinó la cabeza y clavó la mirada en el cojín de cuero.

–Puede que me esté haciendo ilusiones –dijo–. Pero no tengo ganas de andarme con rodeos, así que… –Alzó los ojos hacia él–. ¿Quieres joder conmigo?

Relstoch Sussepin permaneció completamente inmóvil durante unos momentos. Después se llevó la copa a los labios, bebió lentamente una buena cantidad de licor y bajó la copa con mucha lentitud.

–Sí –dijo–. Sí. Lo deseé apenas…, apenas te vi.

–Sólo podremos estar juntos esta noche –dijo ella alzando una mano–. Sólo será esta noche, porque… Es difícil de explicar, pero a partir de mañana y durante medio año o puede que más tiempo…, me temo que estaré increíblemente ocupada. Será el tipo de ajetreo que… Bueno, será como si estuviese en dos lugares a la vez, ¿comprendes?

Relstoch se encogió de hombros.

–Claro. Lo que tú digas.

Sma se relajó y la sonrisa fue iluminando lentamente todo su rostro. Apartó el sillón giratorio, se quitó el brazalete que llevaba en la muñeca y lo dejó caer sobre el cojín de cuero. Después se desabrochó los botones del traje y se quedó inmóvil.

Relstoch Sussepin apuró su copa, la puso sobre un estante y fue hacia ella.

–Luces –murmuró Sma.

La intensidad de las luces empezó a disminuir apenas hubo pronunciado esa palabra, y un rato después el resplandor ambarino de las gotitas de líquido que habían quedado en el fondo de la copa era la única fuente de luz existente en toda la habitación.

XIII

–D
espierta.

Despertó.

Estaba oscuro. Se estiró debajo de las mantas preguntándose quién le había ordenado que despertara. Nadie le hablaba en ese tono de voz…, ya no. Seguía estando medio dormido y la voz le había despertado cuando aún debía de faltar bastante para que amaneciera, pero eso no le había impedido darse cuenta de que su tono estaba impregnado de matices que llevaba veinte o quizá incluso treinta años sin oír. Impertinencia. Falta de respeto.

Apartó las sábanas que le cubrían la cabeza, sintió la cálida caricia del aire de la habitación y miró a su alrededor para averiguar quién había osado dirigirse a él de esa forma. Sólo había una luz encendida y la habitación se hallaba sumida en la penumbra. El miedo que se apoderó de él durante un instante –¿sería posible que alguien hubiera conseguido esquivar a los guardias y atravesar la pantalla de seguridad?– no tardó en ser sustituido por un furioso anhelo de averiguar quién había tenido la desfachatez de hablarle así.

El intruso estaba sentado en el sillón que había a los pies de la cama. Tenía un aspecto extraño, y su extrañeza resultaba… ¿Extraña? No se le ocurrió otra palabra mejor para definirla. Estaba envuelto en un aura indefinible y tan difícil de aprehender que apenas si parecía humano, y pensó que le recordaba a una proyección holográfica ligeramente desenfocada. Las ropas también resultaban bastante extrañas. Vestía un traje que le quedaba muy holgado y el colorido de la tela era tan chillón que resultaba visible incluso en la penumbra de la habitación. Iba vestido como un bufón o un payaso, pero su rostro de rasgos excesivamente simétricos estaba… ¿Ceñudo? ¿Serio? ¿O se trataba de una mueca despectiva? El aura que le envolvía hacía imposible identificar la emoción.

Alargó la mano para buscar sus gafas, pero lo que nublaba sus ojos era meramente el sueño. Los cirujanos le habían injertado un par de ojos nuevos hacía ya casi un lustro, pero sesenta años de miopía habían servido para grabar en lo más profundo de su ser la reacción maquinal de buscar unas gafas que habían dejado de estar allí cada vez que despertaba. Siempre había pensado que esa costumbre absurda era un precio muy pequeño a cambio del poder ver bien y ahora, con el nuevo tratamiento antivejez… Los últimos restos del sueño se fueron desvaneciendo. Se irguió en la cama, clavó la mirada en el desconocido y empezó a pensar que estaba soñando o que se enfrentaba a un fantasma.

El hombre parecía bastante joven. Tenía el rostro muy bronceado y su negra cabellera estaba recogida en una coleta, pero no era eso lo que le había hecho pensar en los muertos y los fantasmas. No, lo que había traído aquellos pensamientos era algo que acechaba en esos ojos oscuros hundidos en las cuencas y en la impresión de extrañeza indefinible que producía su rostro.

–Buenas noches, Etnarca.

El joven tenía una voz suave y mesurada, y hablaba muy despacio. Apenas la oyó pensó que parecía la voz de alguien mucho mayor, alguien lo bastante viejo para hacer que el Etnarca se sintiera repentinamente joven en comparación. Era una voz que daba escalofríos. Sus ojos recorrieron la habitación. ¿Quién era aquel hombre? ¿Cómo había entrado allí? Había guardias por todas partes, y se suponía que nadie podía entrar en el palacio sin su permiso. ¿Qué estaba ocurriendo? El miedo volvió a adueñarse de él.

La chica a la que había conocido la tarde anterior dormía en el otro extremo de la gran cama. Su cuerpo era un bulto informe tapado por las sábanas. La pared que había a la izquierda del Etnarca estaba ocupada por dos pantallas desactivadas que reflejaban la débil claridad de la lamparilla.

Estaba asustado, pero ya había logrado despabilarse y su mente había empezado a funcionar con la rapidez habitual. Había una pistola oculta en la cabecera de la cama. El hombre sentado a los pies de la cama no parecía estar armado (pero si no estaba armado… ¿qué hacía en su habitación?) y, de todas formas, el arma era un último recurso a utilizar sólo en caso de que se enfrentase a una situación realmente desesperada. Antes siempre estaba el código de voz. Los circuitos automáticos de los micrófonos y cámaras ocultos en la habitación sólo esperaban una frase prefijada para activarse. A veces deseaba intimidad, pero había momentos en los que quería disponer de una grabación a la que sólo él tendría acceso y, aparte de eso, el Etnarca siempre había sido consciente de que ni el mejor servicio de vigilancia del mundo podía eliminar del todo la posibilidad de que una persona no autorizada lograse entrar en su habitación.

Carraspeó para aclararse la garganta.

–Bien, bien… Qué sorpresa.

Su voz sonó tan tranquila y firme como de costumbre.

Se sintió tan complacido de sí mismo que no pudo evitar una leve sonrisa. Su corazón –el corazón que once años antes había pertenecido a una joven anarquista de constitución tan sana como atlética– latía un poco más deprisa de lo habitual, pero no lo bastante como para que debiera preocuparse.

–No cabe duda de que es toda una sorpresa –dijo mientras asentía con la cabeza.

Ya estaba. La alarma habría empezado a sonar en la sala de control del sótano y los guardias entrarían corriendo dentro de pocos segundos, aunque quizá prefirieran no correr riesgos y decidieran activar los cilindros de gas ocultos en el techo. La neblina que saldría de ellos haría que tanto el Etnarca como su visitante perdieran el conocimiento en una fracción de segundo. Tragó saliva y recordó que le habían advertido de que uno de los posibles efectos secundarios del gas era el peligro de que provocara una perforación de tímpanos, pero siempre podía conseguir un par nuevo de algún disidente joven y sano. Quizá ni tan siquiera fuese necesario recurrir a la cirugía. Se rumoreaba que el tratamiento antivejez había conseguido tales avances que podía acabar permitiendo la regeneración de órganos y miembros. Aun así, tener bien cubiertas las espaldas nunca estaba de más. La sensación de seguridad que le proporcionaban todas esas precauciones siempre le había resultado muy agradable.

–Bien, bien –se oyó decir, sólo por si los circuitos no habían captado bien el código–, no cabe duda de que es toda una sorpresa…

Los guardias llegarían en cualquier momento.

El joven vestido con aquellas ropas tan chillonas sonrió. Su espalda se movió en una ondulación bastante extraña y su cuerpo se inclinó hacia adelante hasta que los codos quedaron apoyados sobre las tallas que adornaban el pie de la cama. Sus labios se movieron para producir lo que quizá fuese una sonrisa. Metió la mano en un bolsillo de sus holgados pantalones negros y sacó de él una pistolita negra. Alzó el arma y apuntó con ella al Etnarca.

–Tu código no va a servirte de nada, Etnarca Kerian –dijo–. No habrá ninguna sorpresa que tú esperes y yo no. El centro de seguridad del sótano se encuentra tan muerto como todo lo demás.

El Etnarca Kerian clavó la mirada en aquella arma diminuta. Había visto pistolas de agua que tenían una apariencia más impresionante. «¿Qué está ocurriendo? ¿Ha venido a matarme?» El atuendo de aquel hombre no se parecía en nada al que cabía esperar de un asesino, y el Etnarca estaba seguro de que cualquier asesino mínimamente profesional se habría limitado a matarle mientras dormía. Cuanto más tiempo siguiera sentado en el sillón hablando más peligro corría, tanto si había cortado las conexiones con el centro de seguridad como si no lo había hecho. Quizá estuviera loco, pero lo más probable era que no fuese un asesino. Que un auténtico asesino profesional se comportara de esa forma era sencillamente ridículo, y sólo un asesino profesional extremadamente hábil y competente habría podido burlar el sistema de seguridad del palacio. Su corazón había empezado a latir mucho más deprisa, y el Etnarca Kerian intentó calmar la inesperada rebelión del órgano con aquellos razonamientos. ¿Dónde estaban los malditos guardias? Volvió a pensar en el arma oculta dentro de la cabecera que tenía a la espalda.

El joven cruzó los brazos delante del cuerpo y el cañón del arma dejó de apuntar al Etnarca.

–¿Te importa que te cuente una historia?

«Debe de estar loco…»

–No, no… ¿Por qué no me cuentas una historia? –replicó el Etnarca usando su tono más convincente de abuelo afable y jovial–. Por cierto… ¿cómo te llamas? Parece que me llevas ventaja en ese aspecto, ¿no crees?

–Sí, te llevo ventaja…, ¿verdad? –dijo la voz de anciano que brotaba de aquellos labios juveniles–. Bueno, en realidad se trata de dos historias, pero una de ellas ya la conoces. Las contaré al mismo tiempo, y espero que seas capaz de distinguir la una de la otra.

–Yo…

–Ssh –dijo el hombre, y se llevó la pistolita a los labios.

El Etnarca volvió la cabeza hacia la chica que dormía a su lado y se dio cuenta de que tanto él como el intruso habían estado hablando en voz muy baja. Si conseguía despertarla… Siempre había la posibilidad de que el intruso disparara primero contra ella, o quizá le distrajera lo suficiente para permitirle coger el arma guardada en el panel de la cabecera del lecho. El nuevo tratamiento le permitía moverse con una rapidez de la que había sido incapaz durante los últimos veinte años, pero aun así… Y ¿dónde se habían metido aquellos malditos guardias?

–¡Ya es suficiente, jovencito! –rugió–. ¡Quiero saber qué estás haciendo aquí! ¿Y bien?

Su voz –una voz capaz de hacerse oír en grandes salones y plazas sin necesidad de ningún medio de amplificación– creó ecos que resonaron por todo el dormitorio. Maldición, los guardias del centro de seguridad del sótano tendrían que haber podido oírle sin necesidad de micrófonos… La chica que dormía al otro lado de la cama no movió ni un músculo.

El joven sonreía.

–Todos están dormidos, Etnarca. Sólo quedamos tú y yo. Y ahora, la historia…

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