El asteroide llegó hasta el corazón granítico del globo y todo el planeta resonó como si fuera una inmensa campana. Dos océanos se encontraron por primera vez. La nube de polvo creada por aquella inmensa explosión ocultó el sol, creó una pequeña era glacial y eliminó a millares de especies. Los antepasados de la especie que acabaría gobernando el planeta supieron aprovechar la oportunidad que les ofrecía el cataclismo y empezaron a imponerse.
El planeta fue reaccionando al paso de los milenios y el cráter se convirtió en una cúpula. Las rocas se apartaron –incluso las capas más aparentemente sólidas pueden fluir y deformarse a lo largo de escalas de tiempo y distancia tan inmensas–, y la piel del mundo fue desarrollando el morado que había tardado eones en aparecer. Los océanos volvieron a separarse.
Sma había descubierto el folleto informativo en un bolsillo del asiento. Apartó los ojos de él durante unos instantes y contempló al hombre que ocupaba el asiento contiguo al suyo. Se había quedado dormido. Su rostro grisáceo y cansado parecía el de un anciano. No podía recordar ningún momento en el que le hubiera parecido tan viejo y enfermo. Maldición, si incluso cuando le decapitaron tenía un aspecto más saludable…
–Zakalwe –murmuró meneando la cabeza–. ¿Cuál es tu problema?
–Deseo de morir –murmuró la unidad–. Con ciertas complicaciones de tipo extrovertido añadidas.
Sma volvió a menear la cabeza y concentró su atención en el folleto. El hombre había caído en un sopor inquieto y la unidad estaba controlando sus funciones vitales.
Sma empezó a leer un párrafo sobre Couraz y se acordó de la gran fortaleza de la que había sido recogida por el módulo del
Xenófobo
un día soleado que ahora parecía estar tan lejos en el tiempo como lo estaba en la distancia. Apartó la mirada de una foto del istmo tomada desde el espacio, suspiró, pensó en la casa que se alzaba debajo de la presa y sintió una aguda punzada de nostalgia.
Couraz había sido una ciudad fortificada, una prisión, una fortaleza, una ciudad, un objetivo. Ahora –Sma lanzó una rápida mirada al hombre sentado junto a ella, le vio temblar y pensó que el último destino de Couraz quizá fuese el más apropiado– la gran cúpula de roca contenía una pequeña ciudad ocupada casi en su totalidad por el hospital más grande de aquel planeta.
El tren se precipitó hacia la boca de un túnel tallado en la roca.
Atravesaron la estación y cogieron un ascensor que llevaba a uno de los varios niveles de recepción del hospital. Se sentaron en un sofá rodeado de macetas y escucharon las notas melosas de la música ambiental mientras la unidad que Sma había dejado en el suelo junto a sus pies se introducía en los bancos de datos del ordenador más próximo y buscaba la información que necesitaban.
–La tengo –anunció en voz baja–. Ve a la recepcionista y dile cómo te llamas. He pedido un pase a tu nombre. No hace falta ninguna clase de verificación.
–Vamos, Zakalwe… –Sma se puso en pie, recogió su pase y le ayudó a levantarse. El hombre se tambaleó–. Cheradenine… –dijo ella–. Oye, deja que…
–Llévame hasta donde está.
–Deja que hable con ella antes.
–No, llévame allí. Ahora.
La sala se encontraba unos cuantos niveles más arriba y estaba muy bien iluminada. Los rayos del sol entraban por unos ventanales inmensos. Las nubes habían hecho que el cielo se volviera de color blanco y el océano casi invisible que había más allá de las motitas que eran los campos y los bosques formaba una línea de calina azul que se extendía bajo el cielo.
La gran sala estaba dividida por mamparas y llena de camas donde yacían ancianos que no hacían ningún ruido. Sma le ayudó a ir hasta el otro extremo. La unidad les había dicho que Livueta debía estar allí. Entraron en un pasillo corto y bastante ancho. Livueta salió de una habitación lateral y se quedó inmóvil en cuanto les vio.
Livueta Zakalwe parecía haber envejecido. Tenía los cabellos blancos y los años habían suavizado su piel y, al mismo tiempo, la habían llenado de finas arrugas. Sus ojos no habían perdido el brillo. Al verles se irguió unos centímetros más. Sus manos sostenían una bandeja bastante profunda repleta de cajitas y botellas.
Livueta les miró. El hombre, la mujer, la maletita de color claro que era la unidad…
Sma volvió la cabeza.
–¡Zakalwe! –siseó, y tiró de él para incorporarle.
Sus ojos habían estado cerrados hasta entonces. Los abrió y contempló a la mujer que tenía delante como si no estuviese muy seguro de quién era. Al principio dio la impresión de que no la reconocía, pero el brillo de la comprensión fue encendiéndose poco a poco en sus pupilas.
–¿Livvy? –preguntó mientras parpadeaba rápidamente y la observaba con los ojos entrecerrados–. ¿Livvy?
–Hola, señora Zakalwe –dijo Sma cuando quedó claro que la mujer no iba a contestar.
Los ojos despectivos de Livueta Zakalwe se apartaron del hombre a punto de desplomarse que colgaba del brazo derecho de Sma y fueron subiendo lentamente hacia su rostro. Meneó la cabeza y durante un momento Sma pensó que iba a decir que no era Livueta.
–¿Por qué sigues haciendo esto? –preguntó Livueta Zakalwe en voz baja y suave.
La unidad pensó que tenía una voz mucho más joven de la que correspondía a sus años, y un instante después recibió una comunicación del
Xenófobo
. La nave había inspeccionado muchos archivos históricos y había encontrado datos fascinantes.
(–¿De veras? –exclamó la unidad–. ¿Muerto?)
–¿Por qué haces esto? –dijo ella–. ¿Por qué le haces esto a él…, a mí…? ¿Por qué? ¿No puedes dejarnos en paz de una vez?
Sma se encogió de hombros. Se sentía bastante incómoda.
–Livvy… –dijo él.
–Lo siento, señora Zakalwe –dijo Sma–. Es lo que quería. Se lo prometimos y…
–Livvy, por favor… Habla conmigo, deja que te ex…
–No debería hacer esto –dijo Livueta mirando fijamente a Sma. Sus ojos se posaron en el hombre que sonreía como un estúpido mientras parpadeaba lentamente y se pasaba una mano por el cráneo rasurado–. Parece enfermo –dijo con voz átona.
–Lo está –dijo Sma.
–Tráigalo aquí.
Livueta Zakalwe abrió otra puerta y reveló una habitación con una cama. Skaffen-Amtiskaw seguía preguntándose qué estaba ocurriendo mientras evaluaba la situación a la luz de la nueva información que acababa de recibir del
Xenófobo
, pero eso no le impidió encontrar el tiempo necesario para sentir una leve sorpresa ante la calma con que estaba comportándose la mujer. La última vez que estuvieron allí había intentado matarle y la unidad tuvo que actuar con gran celeridad para impedirlo.
–No quiero acostarme –protestó el hombre en cuanto vio la cama.
–De acuerdo, Cheradenine, basta con que te sientes –dijo Sma.
Livueta Zakalwe meneó levemente la cabeza y murmuró una palabra en un tono de voz tan bajo que ni la unidad consiguió entenderla. Colocó la bandeja de medicinas sobre la mesa que había en un rincón de la habitación y se cruzó de brazos mientras el hombre tomaba asiento en la cama.
–Les dejaré a solas –dijo Sma volviéndose hacia la mujer–. Estaremos aquí mismo.
«Lo bastante cerca para que pueda oír lo que ocurre –pensó la unidad– y detenerla si intenta volver a asesinarte, suponiendo que se le ocurra intentarlo…»
–No –dijo la mujer meneando la cabeza. Sus ojos observaban con un gélido desapasionamiento al hombre sentado en la cama–. No, no se vayan. No hay nada que…
–Pero yo quiero que se vayan –dijo él.
Tosió, se dobló sobre sí mismo y estuvo a punto de caer de la cama. Sma fue a ayudarle y tiró de él hasta colocarle un poco más adentro.
–¿Por qué no puedes decirlo delante de ellos? –preguntó Livueta Zakalwe–. ¿Qué es lo que no saben?
–Livvy, por favor…, yo sólo…, sólo quiero hablar contigo en privado –murmuró él alzando la mirada hacia su rostro–. Por favor…
–No tengo nada que decirte, y no hay nada que tú puedas decirme.
La unidad oyó un leve ruido en el pasillo y alguien llamó a la puerta. Livueta la abrió. Una enfermera muy joven que se dirigió a ella llamándola Hermana Livueta le dijo que ya era hora de preparar a uno de los pacientes.
Livueta Zakalwe echó un vistazo a su reloj.
–Tengo que marcharme –les dijo.
–¡Livvy! ¡Livvy, por favor! –El hombre se inclinó hacia adelante. Los codos se incrustaron en sus flancos. Las manos tensas con la palma hacia arriba parecían garras extendidas delante de él–. ¡Por favor!
Sus ojos se habían llenado de lágrimas.
–Esto carece de sentido. –Livueta Zakalwe meneó la cabeza–. Y usted…, usted es una estúpida. –Miró a Sma–. No vuelva a traerle aquí.
–¡LIVVY!
El hombre se derrumbó sobre la cama y se dobló sobre sí mismo hasta convertirse en una bola de carne temblorosa. La unidad captó el calor emitido por el cráneo rasurado y pudo ver el palpitar de las venas que se hinchaban en el cuello y las manos.
–Cheradenine, cálmate, no pasa nada… –dijo Sma.
Fue hacia la cama, hincó una rodilla en el suelo y le puso las manos encima de los hombros.
Una de las manos de Livueta Zakalwe se movió velozmente y golpeó el panel de madera de la mesa junto a la que estaba. El sonido fue tan seco e inesperado como el de una detonación. El hombre lloraba y temblaba. La unidad estaba captando unas ondas cerebrales muy extrañas. Sma alzó los ojos hacia la mujer.
–No le llame así.
–¿Que no le llame…? –preguntó Sma.
La unidad pensó que a veces Sma podía ser realmente muy lenta de reflejos.
–No le llame Cheradenine.
–¿Por qué no?
–Porque no es su nombre.
–¿No lo es?
Sma parecía perpleja. La unidad seguía observando la actividad cerebral y el flujo sanguíneo del hombre, y pensó que no tardaría en haber problemas.
–No, no lo es.
–Pero… –empezó a decir Sma, y meneó la cabeza como si se hubiera quedado sin palabras–. Es su hermano. Es Cheradenine Zakalwe.
–No –dijo Livueta Zakalwe. Cogió la bandeja de las medicinas y abrió la puerta con una sola mano–. No, no es mi hermano.
–¡Aneurisma! –exclamó la unidad.
Se puso en movimiento a toda velocidad, dejó atrás a Sma y se detuvo encima de la cama. Los temblores del hombre se habían vuelto incontrolables. Hizo un examen más detallado y descubrió una ruptura en una vena bastante gruesa que estaba derramando su contenido dentro del cerebro.
Usó su efector para dejarle inconsciente, le hizo girar sobre sí mismo y le incorporó. La sangre seguía vertiéndose por el desgarrón de la vena y se expandía por los tejidos circundantes amenazando con invadir la corteza cerebral.
–Lo siento, señoras –dijo la unidad.
Emitió un campo de corte y lo introdujo en el cráneo rasurado. El hombre dejó de respirar. Skaffen-Amtiskaw utilizó otro aspecto de su campo de fuerza para mantener en movimiento su pecho mientras su efector persuadía delicadamente a los músculos que abrían sus pulmones de que debían volver a funcionar. Apartó la parte superior del cráneo que acababa de rebanar. Una ráfaga láser a baja potencia se reflejó en otro componente del campo y cauterizó la vena desgarrada. La unidad le inclinó la cabeza a un lado. La sangre ya era visible y la acumulación de líquido rojo resaltaba sobre los pliegues grisáceos de la geografía del tejido cerebral. El corazón dejó de latir, pero la unidad utilizó su efector para que siguiera moviéndose .
Las dos mujeres estaban muy inmóviles, entre fascinadas y asqueadas por la rápida actividad de la máquina.
La unidad fue apartando las capas del cerebro guiándose con sus sentidos increíblemente sutiles. Corteza, capa límbica, tálamo, cerebelo… Fue abriéndose paso a través de sus defensas y armamentos, se deslizó por sus avenidas y sus caminos, recorrió los almacenes y las tierras de sus recuerdos, buscó, cartografió, investigó y rasgó todos los velos.
–¿Qué quiere decir con…? –preguntó Sma. Su voz era un murmullo tan apagado como si acabara de despertar, y su cabeza se volvió lentamente hacia la mujer que se disponía a salir de la habitación–. ¿Qué quiere decir con eso de que no es su hermano?
–Quiero decir que ese hombre no es Cheradenine Zakalwe.
Livueta suspiró, se quedó inmóvil y siguió observando la extraña operación que la unidad estaba llevando a cabo.
«Era…, era…, era…»
Sma descubrió que estaba frunciendo el ceño y que no podía apartar los ojos del rostro de la mujer.
–¿Qué? Entonces…
«Atrás. Vuelve atrás ahora mismo. ¿Qué era lo que tenía que hacer? Atrás. El objetivo es vencer. ¡Atrás! Todo debe someterse a esa única verdad…»
–Cheradenine Zakalwe, mi hermano… –murmuró Livueta Zakalwe–. Murió hace casi doscientos años. Murió poco después de haber recibido una silla hecha con los huesos de nuestra hermana.
La unidad empezó a aspirar la sangre que había invadido el cerebro del hombre. Deslizó un campo hueco tan delgado como un cabello a través del tejido afectado y fue recogiendo el líquido rojo en un pequeño bulbo transparente. Un segundo tubo de energía giró sobre sí mismo y suturó el tejido desgarrado. Absorbió un poco más de sangre para disminuir la presión sanguínea del hombre y utilizó su efector para alterar el funcionamiento de las glándulas apropiadas. La presión tardaría bastante tiempo en volver a aumentar. Proyectó un campo-tubo hasta la pileta que había debajo de la ventana, arrojó la sangre por el sumidero e hizo girar el grifo dejando correr el agua durante unos segundos. La sangre desapareció por el agujero con un leve gorgoteo.
–El hombre al que usted llama Cheradenine Zakalwe…
«Enfrentarme a las cosas, eso es lo único que he hecho en toda mi vida; Staberinde, Zakalwe; los nombres duelen, pero ¿de qué otra forma voy a poder…?»
–… le robó el nombre a mi hermano igual que le robó la vida; igual que le robó la vida a mi hermana…
«Pero ella…»
–Él era el comandante del Staberinde. Él es el Constructor de Sillas. Su nombre es Elethiomel.
Livueta Zakalwe salió de la habitación cerrando la puerta detrás de ella.
El rostro de Sma se había puesto terriblemente pálido. Se volvió hacia la cama y contempló al hombre que yacía en ella mientras Skaffen-Amtiskaw seguía trabajando, absorto en el desafío de reparar unos mecanismos que se habían averiado.
El polvo les fue siguiendo como de costumbre, aunque el joven dijo varias veces que tenía la impresión de que quizá acabara lloviendo. Su compañero no opinaba lo mismo y le dijo que no debía hacer caso de las nubes que se cernían sobre las montañas. Era bastante mayor que él. Siguieron avanzando por aquella comarca desierta dejando atrás campos ennegrecidos, las ruinas de las casitas y las granjas, las aldeas incendiadas y los pueblos de los que aún brotaba el humo, y acabaron llegando a la ciudad abandonada. Su vehículo recorrió ruidosamente las anchas avenidas desiertas y hubo un momento en el que se metieron por un callejón repleto de puestos vacíos y frágiles postes que sostenían toldos harapientos, y su avance lo destrozó todo dejando detrás un torbellino de astillas y pedazos de tela que aleteaban locamente.