–No creo que vayan a moverse de su sitio. Esto podría ser interesante.
–Paciencia, Skaffen-Amtiskaw.
«Pedante», pensó la unidad, y cortó la comunicación.
Los dos humanos recorrieron senderos serpenteantes y dejaron atrás cubos para la basura, bancos, mesas para almuerzos campestres y puntos de información. Skaffen-Amtiskaw pasó junto a uno de los viejos puntos de información y lo activó. Una cinta magnetofónica empezó a girar lentamente dentro de la estructura.
–El navío que tienen ante sus ojos… –dijo una voz cascada.
«Esto tardará siglos», pensó Skaffen-Amtiskaw y utilizó su efector para acelerar el funcionamiento de la máquina. La voz se convirtió en un zumbido estridente y la cinta se rompió. Skaffen-Amtiskaw le administró el equivalente efector a un manotazo disgustado y dejó la máquina de información echando humo y goteando plástico fundido sobre la gravilla que tenía debajo. Los dos humanos habían llegado a la zona de sombra que proyectaba el navío.
Lo habían dejado exactamente tal y como estaba. Bombardeado, lleno de agujeros, ennegrecido y severamente castigado…, pero no destruido. El hollín producido por las llamas de hacía dos siglos aún cubría las placas del blindaje allí donde las manos no podían llegar y donde no caía la lluvia. Las torretas del armamento habían sido abiertas como si fuesen latas de conservas; los cañones y los detectores de distancias asomaban por los niveles de cubiertas que se iban sucediendo unas a otras; un tapiz de antenas y cableados sueltos cubría los restos de los reflectores y los platos de radar inclinados locamente en todas direcciones. La única chimenea que había sobrevivido a los bombardeos estaba torcida y el metal era un mosaico de agujeros y arañazos.
Una escalera de caracol protegida por un toldo llevaba hasta la cubierta principal del navío. Subieron por ella siguiendo a una pareja que iba acompañada por dos niños. Skaffen-Amtiskaw flotaba casi invisible a diez metros de distancia e iba ascendiendo lentamente para mantenerse a su altura. La más pequeña de las dos criaturas –una niña– se volvió de repente y gritó al ver la mirada fija del hombre del cráneo rasurado que se tambaleaba detrás de ella. Su madre se apresuró a cogerla y siguió subiendo con ella en brazos.
Estaba tan débil que tuvo que detenerse a descansar un rato apenas llegaron a la cubierta. Sma le guió hasta un banco y le ayudó a sentarse. Se quedó inmóvil doblado sobre sí mismo durante unos minutos y acabó irguiendo la cabeza para contemplar el desolado panorama de metal ennegrecido y oxidado que le rodeaba. Meneó su cabeza rasurada, murmuró algo ininteligible y empezó a reír suavemente mientras tosía y se sujetaba el pecho con las manos.
–Un museo… –dijo–. Un museo…
Sma puso una mano sobre su húmeda frente. Tenía un aspecto terrible, y la falta de pelo le sentaba fatal. Las ropas oscuras que vestía cuando le encontraron en lo alto del muro de la ciudadela estaban desgarradas y cubiertas de sangre seca. El
Xenófobo
se había encargado de limpiarlas y repararlas, pero casi todos los habitantes del planeta vestían atuendos de muchos colores y la sencillez y los colores oscuros de sus ropas parecían extrañamente fuera de lugar entre todo aquel abigarramiento. Incluso los pantalones y la chaqueta de Sma resultaban algo sombríos cuando se los comparaba con los alegres trajes multicolores de la mayoría de personas con las que se habían encontrado hasta entonces.
–¿Habías estado aquí antes, Cheradenine? –le preguntó.
–Sí –jadeó mientras asentía con la cabeza.
Alzó los ojos hacia los últimos zarcillos de niebla que fluían como estandartes gaseosos e iban desapareciendo lentamente junto al mástil principal que se inclinaba hacia ellos.
–Sí –repitió.
Sma volvió la cabeza para contemplar el parque que tenían detrás y acabó observando la ciudad que se extendía junto a él.
–¿Naciste aquí?
No parecía haberla oído. Se quedó inmóvil durante unos minutos, se puso en pie moviéndose muy despacio y la miró a los ojos como si no supiese quién era. Sma sintió un escalofrío involuntario e intentó recordar cuál era la edad exacta de Zakalwe.
–Vamos, Da…, Dizita. –Su sonrisa temblaba como si fuera a esfumarse en cualquier momento–. Llévame hasta ella, ¿quieres?
Sma se encogió de hombros y le ayudó a caminar. Bajaron por el tramo de peldaños que conducía hasta el suelo.
–¿Unidad? –dijo Sma acercando los labios al broche que llevaba en una solapa.
–¿Sí?
–Supongo que nuestra dama sigue en el sitio donde estaba cuando tuvimos noticias de ella por última vez, ¿no?
–Desde luego –dijo la voz de la unidad–. ¿Quieres ir en el módulo?
–No –dijo él. Tropezó con un peldaño y estuvo a punto de caer, pero Sma consiguió sujetarle a tiempo–. No, en el módulo no. Vayamos…, vayamos en tren, o en taxi o en…
–¿Estás seguro? –le preguntó Sma.
–Sí, estoy seguro.
–Zakalwe… –Sma suspiró–. Por favor, acepta algún tipo de tratamiento…
–No –dijo él cuando llegaron al suelo.
–Si dobláis dos veces a la derecha encontraréis una estación del metro –dijo la unidad–. Tenéis que ir a la Estación Central. Los trenes a Couraz salen de la plataforma número ocho.
–De acuerdo –dijo Sma de mala gana.
Lanzó una rápida mirada de soslayo a Zakalwe y vio que estaba contemplando la gravilla del sendero como si necesitara hacer un gran esfuerzo de concentración para decidir con qué pie debía empezar a caminar. Cuando pasaron bajo la proa del navío de combate alzó los ojos hacia ella y entrecerró los párpados para ver mejor la inmensa curva en V de la estructura metálica. Sma no apartó los ojos ni un instante de su rostro sudoroso, pero no logró decidir si la expresión que había en sus rasgos era respeto, incredulidad o algo parecido al terror.
El metro les llevó hasta el centro de la ciudad deslizándose por túneles de cemento. La Estación Central estaba llena de gente, y era una estructura enorme, muy limpia y repleta de ecos. Los rayos del sol arrancaban destellos a la bóveda de cristal del techo. Skaffen-Amtiskaw fingía ser una maleta y Sma apenas sentía el peso que colgaba de sus dedos. El hombre herido era un peso mucho más difícil de soportar que tiraba de su otro brazo.
El tren de levitación magnética entró en la estación y desembarcó a sus pasajeros. Subieron a él acompañados por unas cuantas personas más.
–Cheradenine, ¿crees que lo conseguirás? –le preguntó Sma.
Le miró y vio que estaba medio derrumbado en el asiento y que apoyaba los brazos sobre la mesa en una postura extraña y con tal flaccidez que parecían fracturados o incapaces de moverse. No apartaba los ojos del asiento que tenía delante e ignoraba el paisaje urbano que pasaba velozmente junto a ellos mientras el tren aceleraba moviéndose sobre los viaductos que lo llevarían primero a los suburbios y luego al campo.
–Sobreviviré –dijo asintiendo con la cabeza.
–Sí, pero… ¿cuánto tiempo? –dijo la unidad. Sma la había dejado encima de la mesa delante de ella–. Zakalwe, estás muy mal.
–Siempre es mejor eso que parecer una maleta, ¿no crees? –replicó él mirando fijamente a la máquina.
–Oh, qué gracioso –dijo la unidad, y se puso en contacto con el
Xenófobo
.
(–¿Aún no has acabado con tus dibujos?
–No.
–Oye, ¿crees que podrías consagrar una minúscula fracción de los apabullantes recursos de esa Mente supuestamente increíble que posees a descubrir por qué le interesaba tanto ese navío?
–Oh, supongo que sí, pero…
–Espera un momento. ¿Qué está diciendo? Escucha con atención…)
–Supongo que acabarás descubriéndolo. Hace mucho tiempo de eso, aunque creo que ya te lo había contado en alguna ocasión… –murmuró.
Estaba mirando por la ventana, pero hablaba con Sma. La ciudad bañada por los rayos del sol se deslizaba al otro lado del cristal. Sus pupilas estaban muy dilatadas y los ojos parecían querer saltar de sus órbitas, y Sma tuvo la extraña impresión de que estaba contemplando aquella ciudad pero veía otra, o quizá fuese la misma ciudad pero tal y como era hacía muchos años, como si aquellos ojos febriles e inquietos pudieran captar una luz polarizada por el tiempo que sólo ellos estaban en condiciones de percibir.
–¿Es…, es tu lugar de origen?
–Ya hace mucho tiempo de eso –murmuró él. Tosió, se dobló sobre sí mismo y se apretó un costado con el brazo. Tragó aire con mucha cautela–. Nací aquí…
La mujer le estaba escuchando con mucha atención. Y la unidad, y la nave. Todos estaban pendientes de sus palabras.
Y él les contó la historia de la gran casa que estaba a medio camino entre las montañas y el mar, río arriba yendo desde la gran ciudad. Les habló de los terrenos que rodeaban la casa y de los hermosos jardines y de los tres –y más tarde cuatro– niños que crecieron en la casa y jugaron en el jardín. Les habló de las casitas de verano y del barco de piedra y del laberinto y de las fuentes y las praderas y las ruinas y los animales que había en los bosques. Les habló de los dos chicos y las dos chicas, y de las dos madres, y del padre que era muy estricto y del padre invisible que estaba prisionero en la ciudad. Les habló de las visitas a la ciudad y de que a los niños siempre les parecían demasiado largas, y de la época en que no les permitieron ir al jardín sin guardias que les escoltaran, y de que un día robaron un arma y pensaban llevársela lejos de la casa para dispararla, pero sólo consiguieron llegar hasta el barco de piedra y descubrieron a un grupo de asesinos que habían venido allí para acabar con la familia y evitaron la catástrofe alertando a la casa. Les habló de la bala que hirió a Darckense y de la astilla de hueso que estuvo a punto de abrirse paso hasta su corazón.
Empezó a quedarse sin saliva y su voz se fue convirtiendo en un graznido. Sma miró hacia el otro extremo del vagón, vio aparecer a un camarero que empujaba un carrito, pidió un par de refrescos y los pagó. Le alargó uno y le vio beber un trago, toser, hacer una mueca de dolor y seguir bebiendo muy despacio y a sorbitos.
–Y la guerra no tardó en llegar –dijo mientras contemplaba el último suburbio sin verlo. El suburbio quedó atrás, el tren volvió a acelerar y el campo se convirtió en una borrosa mancha verde–. Y los dos chicos que se habían convertido en hombres…, acabaron luchando en bandos distintos.
(–Fascinante –dijo el
Xenófobo
–. Creo que haré unas cuantas investigaciones rápidas.
–Ya iba siendo hora –replicó la unidad sin dejar de escuchar las palabras del hombre.)
Les habló de la guerra y del asedio en que estuvo involucrado el Staberinde y de las fuerzas asediadas que intentaron romper el cerco…, y les habló del hombre, del niño que había jugado en el jardín y que vivió las oscuras profundidades de aquella noche terrible y que puso en marcha la cadena de acontecimientos que terminó haciendo que se le conociera con el nombre del Constructor de Sillas, y del amanecer en que el hermano y la hermana de Darckense descubrieron lo que había hecho Elethiomel, y el hermano intentó quitarse la vida y el egoísmo de la desesperación hizo que renunciara a todos sus cargos abandonando a sus ejércitos y a su hermana.
Y les habló de Livueta, quien nunca había perdonado y le había seguido –aunque por aquel entonces él no lo sabía–, en otra nave repleta de durmientes viajando durante un siglo por la insoportable y tranquila lentitud del espacio real hasta llegar a un lugar en el que los icebergs giraban alrededor de un polo continental estrellándose los unos contra los otros, desmenuzándose y encogiéndose en un proceso que no terminaría nunca… Pero entonces le perdió –¿qué sitio mejor para que su pista acabara enfriándose?–, y se quedó allí durante años sin dejar de buscarle, y no podía saber que él se había marchado para emprender una nueva vida, no podía saber que había sido rescatado por la dama que caminaba a través de la ventisca como si ésta no existiera con una diminuta nave espacial a su espalda siguiéndola tan devotamente como si fuera un perrillo faldero.
Livueta Zakalwe acabó rindiéndose y emprendió otro largo viaje para alejarse del peso de sus recuerdos, y al final de ese viaje (
Xenófobo
se puso en contacto con la unidad para pedirle su situación; Skaffen-Amtiskaw le dio el nombre de un planeta que estaba en un sistema a pocas décadas de distancia de allí) fue localizada poco después de que hubiese hecho su último trabajo como agente de la Cultura.
Skaffen-Amtiskaw lo recordaba todo. La mujer de cabellos grises que acababa de entrar en la última etapa de su vida y trabajaba en una clínica de los suburbios, una delicada ciudad de chabolas y cuchitriles esparcidos como basura sobre el barro y las pendientes salpicadas de árboles que dominaban una ciudad tropical desde la que se podían contemplar lagunas de aguas cabrilleantes y dunas doradas que se perdían en las rompientes de un océano inmenso. La mujer estaba muy delgada y había arrugas debajo de sus ojos. Cuando fueron a verla por primera vez la encontraron sosteniendo a un niño de vientre hinchado junto a cada cadera. Estaba de pie en el centro de una sala atestada y los niños chillaban y lloraban tirando incesantemente de su vestido.
La unidad había aprendido a percibir los matices de toda la gama de expresiones faciales panhumanas, y en cuanto vio la que había aparecido en el rostro de Livueta Zakalwe cuando se encaró con su inesperado visitante pensó que nunca se había encontrado una mezcla tan complicada. La sorpresa era inmensa, sí, pero el odio… ¡Oh, el odio era tan gigantesco y desmesurado!
–Cheradenine… –dijo Sma con dulzura.
Puso una mano sobre las suyas y deslizó la otra sobre su nuca acariciándola lentamente mientras él inclinaba la cabeza hasta dejarla a unos cuantos centímetros de la mesa. El cráneo rasurado fue girando poco a poco hasta quedar encarado al torrente de oro de la pradera que desfilaba junto a ellos.
El hombre alzó una mano y la pasó lentamente sobre su frente y su cráneo como si deslizara los dedos por entre los mechones de una larga cabellera.
Couraz lo había sido todo. Hielo y fuego, agua y tierra… Hubo un tiempo en el que su istmo era una extensión confusa de roca y glaciares, pero el cambio del mundo y el movimiento de los continentes alteró el clima y lo convirtió en una tierra de bosques. Después se convirtió en un desierto, pero acabó sufriendo un fenómeno que no entraba dentro de las capacidades del planeta. Un asteroide del tamaño de una montaña chocó con el istmo y creó tantos destrozos como una bala que atraviesa la carne.