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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

El libro de Los muertos (18 page)

BOOK: El libro de Los muertos
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—Gracias, pero tengo planes —dice Rose, con un deje de tristeza en la voz.

La silueta oscura de un depósito de agua en el extremo sur de la isla, o la puntera, como se lo conoce.

Hilton Head tiene forma de zapato, como los zapatos que veía Will en lugares públicos de Irak. La villa de estuco blanco que se corresponde con el cartel de «Prohibido el paso» vale al menos quince millones de dólares. Las persianas electrónicas están echadas, y ella probablemente se encuentra en el sofá de la enorme sala viendo otra película en la pantalla retráctil que cubre una vidriera que da al mar. Desde la perspectiva de Will, que mira desde fuera, la película discurre del revés. Escudriña la playa, escudriña las casas vacías cercanas. El cielo oscuro y encapotado pende bajo y denso mientras el viento sopla a rachas feroces.

Sube al paseo marítimo y lo sigue hacia la puerta que separa el mundo exterior del jardín trasero mientras las imágenes en la gran pantalla de cine destellan del revés: un hombre y una mujer follando. Se le acelera el pulso mientras camina, sus pasos arenosos quedos sobre los tablones desgastados por el viento y la lluvia; los actores centellean del revés en lapantalla: están follando en un ascensor. El volumen está bajo. Apenas alcanza a oír las embestidas y los gemidos, esos sonidos que resultan tan violentos cuando follan los personajes en las películas de Hollywood, y entonces llega a la puerta de la valla, pero está cerrada. La salta y va a su lugar habitual a un lado de la casa.

A través de un espacio entre la ventana y la persiana ha estado observándola de vez en cuando durante meses, la ha visto caminar arriba y abajo y llorar y mesarse los cabellos. No duerme nunca por la noche, le asusta la noche, le dan miedo las tormentas. Ve películas toda la noche hasta que amanece. Ve películas cuando llueve, y si hay truenos sube el volumen bien alto, y cuando luce mucho el sol, se oculta de él. Por lo general duerme en el sofá envolvente de cuero negro donde está tumbada ahora, apoyada en almohadones de cuero, con una sábana por encima. Levanta el mando a distancia y hace retroceder el DVD para volver a la escena en que Glenn Clóse y Michael Douglas están follando en el ascensor.

Las casas a ambos lados están ocultas tras altas cercas de bambú y árboles. Están vacías porque los propietarios ricos no las alquilan y no están allí y no han estado allí. Las familias no suelen empezar a servirse de sus caras residencias en la playa hasta que sus hijos terminan el curso escolar. Ella prefiere que no haya más gente, y no ha tenido vecinos en todo el invierno. Quiere estar sola pero le asusta estar sola. Teme los truenos y la lluvia, teme los cielos despejados y el sol, ya no quiere estar en ninguna parte sean cuales sean las circunstancias.

Por eso he venido, piensa él.

Vuelve a echar atrás el DVD. Él está familiarizado con sus rituales, ahí tumbada con el mismo chándal rosa manchado, venga a rebobinar películas para volver a ver ciertas escenas, por lo general de gente follando. De vez en cuando sale a la piscina para fumar un pitillo y dejar que su lastimoso perro tome un poco de aire. Nunca recoge sus heces, la hierba está llena de mierda reseca, y el jardinero mexicano que viene cada quincedías tampoco la recoge. Fuma y mira fijamente la piscina mientras el perro deambula por el jardín, a veces lanzando ese aullido profundo y gutural, y ella le dice: «Qué perro tan bueno», o más a menudo: «Qué perro tan malo» y «Ven aquí. ¡Ven aquí ahora mismo!», al tiempo que da unas palmadas.

No lo acaricia, apenas soporta mirarlo. Si no fuera por el perro, su vida sería insoportable. El chucho no entiende nada del asunto. Es poco probable que recuerde lo que ocurrió o lo entendiera en su momento. Lo único que conoce es el cajón en el lavadero donde duerme y permanece sentado y aúlla. Ella no hace caso cuando aúlla, mientras bebe vodka y toma pastillas y se mesa los cabellos, la rutina siempre igual un día tras otro tras otro.

Pronto te tendré entre mis brazos y te llevaré a través de la oscuridad interior hasta el reino en las alturas, piensa Will, y quedarás separada de la dimensión física que es ahora tu infierno. Me lo agradecerás.

Se mantiene alerta para asegurarse de que nadie lo vea. Ahora, la observa levantarse del sofá y caminar borracha hacia la puerta corredera para salir a fumar y, como siempre, olvida que la alarma está conectada. Se sobresalta y maldice cuando comienza a ulular y martillar, y se llega dando traspiés hasta el cuadro de mandos para desconectarla. Suena el teléfono, y se mesa el pelo cada vez más escaso, dice algo y luego grita y cuelga el auricular con un golpe. Will se agazapa pegado al suelo entre los arbustos, no se mueve. En unos minutos llega la policía, dos agentes en un coche patrulla del sheriff del condado de Beaufort. Will, invisible, observa a los agentes en el porche, que no se molestan en entrar porque la conocen. Ha vuelto a olvidar la clave, y la empresa de seguridad ha llamado de nuevo a la policía.

—Señora, no es buena idea utilizar el nombre de su perro. —Uno de los agentes le dice lo mismo que ya le han dicho en otras ocasiones—. Debería utilizar otra cosa como clave. El nombre de la mascota es una de las primeras opciones del intruso.

—Si no soy capaz de recordar el nombre del maldito perro, ¿cómo voy a acordarme de nada más? —balbucea—. Lo único que sé es que la clave es el nombre del perro. Ay, coño.
Merengue.
Eso es, ahora lo recuerdo.

—Sí, señora, pero sigo pensando que debería cambiarlo. Como le he dicho, no conviene utilizar el nombre de la mascota, y si de todos modos nunca lo recuerda... Tiene que haber algo de lo que pueda acordarse. Se producen bastantes robos por aquí, sobre todo en esta época del año, cuando hay tantas casas vacías.

—No consigo recordar ninguna clave nueva. —Apenas es capaz de hablar—. Cuando salta la alarma, no puedo pensar.

—¿Seguro que sola estará bien? ¿Podemos llamar a alguien?

—Ya no tengo a nadie.

Al cabo, los polis se marchan. Will sale de su escondite y por una ventana la ve conectar de nuevo la alarma. Uno, dos, tres, cuatro: el mismo código, el único que es capaz de recordar. La ve sentarse otra vez en el sofá, llorando de nuevo. Se sirve otro vodka. El momento ya no resulta adecuado. Regresa por el paseo marítimo camino de la playa.

Capítulo 8

La mañana siguiente, las ocho en punto, hora del Pacífico.

Lucy detiene el coche delante del Centro Oncológico Stanford.

Siempre que vuela en su reactor Citation X a San Francisco y alquila un Ferrari para el trayecto de una hora con el fin de ver a su neuroendocrinólogo, se siente poderosa, tal como se siente en casa. Los vaqueros ceñidos y la camiseta ajustada realzan su cuerpo atlético y la hacen sentirse vital, tal como se siente en casa. Las botas negras de piel de cocodrilo y el reloj de titanio Breitling Emergency con su radiante esfera anaranjada le hacen sentir que todavía es Lucy, intrépida y experta, tal como se siente cuando no piensa en lo que le ocurre.

Baja la ventanilla del F430 Spider rojo.

—¿Puede aparcar este trasto? —le pregunta al aparcacoches de gris que se le acerca con timidez a la entrada del moderno complejo de ladrillo y cristal. No lo reconoce. Debe de ser nuevo—. Tiene cambio de marchas de Fórmula Uno, estas palancas en el volante. A la derecha para entrar una marcha más alta, a la izquierda para una más baja, las dos a la vez para el punto muerto, y este botón es la marcha atrás. —Advierte la ansiedad en los ojos del empleado—. Vale, ya lo sé, reconozco que es complicado —le dice, porque no quiere humillarlo.

Es un hombre mayor, probablemente jubilado y aburrido, así que aparca coches en el hospital. O quizás alguien desu familia tiene cáncer o lo tuvo, pero es evidente que nunca ha conducido un Ferrari y es probable que ni siquiera haya visto uno de cerca. Lo mira como si fuera un ovni. No quiere tener nada que ver, y eso es bueno si uno no sabe conducir un coche que cuesta más que algunas casas.

—Me parece que no —dice el aparcacoches, paralizado por los asientos tapizados en cuero y el botón rojo de
start
en el volante de fibra de carbono. Rodea el coche por detrás y se queda mirando el motor bajo el vidrio mientras menea la cabeza—. Vaya, hay que ver. Un descapotable, supongo. Debe de darle el viento a base de bien cuando baja la capota, con la velocidad que debe de alcanzar, supongo —dice—. Reconozco que me supera. ¿Por qué no lo deja ahí mismo? —Se lo indica con la mano—. El mejor espacio de la casa. Hay que ver qué coche. —Sigue meneando la cabeza.

Lucy aparca, coge el maletín y dos sobres de gran tamaño con placas de resonancia magnética que revelan el secreto más devastador de su vida. Se mete en el bolsillo la llave del Ferrari, le da disimuladamente al hombre un billete de cien dólares y le dice con toda seriedad a la vez que le lanza un guiño:

—Protéjalo con su vida.

El centro oncológico es un complejo médico de lo más hermoso, con ventanas panorámicas y kilómetros de suelos pulidos, todo abierto y lleno de luz. La gente que trabaja allí, todos voluntarios, son indefectiblemente amables. La última vez que acudió a una visita, una arpista en el pasillo pulsaba y rasgueaba elegantemente
Time After Time.
Esta tarde la misma señora toca
What a Wonderful World.
Qué gracioso, y mientras Lucy camina aprisa, sin mirar a nadie, con la gorra de béisbol calada sobre los ojos, cae en la cuenta de que en ese momento nadie podría interpretar ningún tema que no le hiciera sentirse cínica y deprimida.

Las consultas son áreas abiertas, perfectamente decoradas en tonos terrosos, sin cuadros en las paredes, sólo pantallas planas en las que se ven relajantes escenas de naturaleza: prados y montañas, hojarasca otoñal, bosques nevados, inmensas secoyas, las rocas rojizas de Sedona, acompañadas por el suave rumor de arroyos que corren, lluvia que repiquetea, pájaros y brisas. Hay orquídeas naturales en macetas, la iluminación es tenue, las salas de espera no están nunca abarrotadas. La única paciente en la consulta D cuando Lucy llega a recepción es una mujer que lleva peluca y lee un ejemplar de la revista
Glamour.

Lucy le dice en voz queda al recepcionista que tiene visita con el doctor Nathan Day, o Nate, como le llama ella.

—¿Su nombre? —Con una sonrisa.

Lucy le dice con voz baja el alias que usa. Él teclea algo en el ordenador, sonríe de nuevo y descuelga el auricular. En menos de un minuto, Nate abre la puerta y hace una seña a Lucy para que pase. La abraza, como tiene por costumbre.

—Me alegro de verte. Tienes un aspecto fantástico —le dice mientras acceden al despacho.

Es pequeño, en absoluto lo que cabría esperar de un neuroendocrinólogo titulado en Harvard y considerado uno de los mejores en su especialidad. Tiene la mesa llena de papeles, un ordenador de pantalla grande y unas estanterías desbordadas, así como múltiples cajas luminosas fijadas en las paredes donde en la mayoría de los despachos habría ventanas. Hay un sofá y una silla. Lucy le entrega los resultados que ha traído.

—Análisis —dice—. Y el escáner que viste la última vez, y también el más reciente.

El médico se sienta a la mesa y ella se acomoda en el sofá.

—¿De cuándo son? —pregunta él mientras abre el sobre, y luego lee la gráfica, de la que no hay almacenado electrónicamente ni un solo dato: el informe en papel está en la caja de seguridad personal del médico, identificado por un código, y el nombre de Lucy no aparece en ninguna parte.

—Los análisis de sangre son de hace un par de semanas. El escáner más reciente, de hace un mes. Mi tía lo ha mirado y dice que pinta bien, pero teniendo en cuenta los pacientes que ve la mayor parte del tiempo... —comenta Lucy.

—Dice que no tienes aspecto de estar muerta. Qué alivio. ¿Y qué tal está Kay?

—Charleston le gusta, aunque no estoy segura de que ella le guste a Charleston. A mí ya me va bien... Bueno, siempre me han motivado los sitios donde resulta difícil encajar.

—Cosa que ocurre en la mayoría de los sitios.

—Lo sé. Lucy, la bicho raro. Confío en que seguimos de incógnito. Así me lo parece, porque le he dado mi alias a ese de recepción y no lo ha puesto en tela de juicio. Hoy en día, con internet, la privacidad es un chiste.

—Bien que lo sé. —Lee detenidamente el informe del laboratorio—. ¿Sabes cuántos pacientes míos pagarían de su propio bolsillo, si pudieran permitírselo, para que su información no apareciera en las bases de datos?

—Eso está bien. Si quisiera colarme en vuestra base de datos, probablemente me llevaría cinco minutos. A los federales podría llevarles una hora, pero lo más probable es que ya hayan entrado en vuestra base de datos. Y yo no, porque no me parece bien violar los derechos civiles de una persona, a menos que sea por una buena causa.

—Eso dicen ellos.

—Ellos mienten y son estúpidos, sobre todo el FBI.

—Veo que siguen a la cabeza de tu lista negra.

—Me despidieron sin una buena razón.

—Y pensar que podrías estar abusando de las leyes norteamericanas y cobrando por ello. Bueno, no mucho. ¿Qué mercancía informática estás vendiendo en la actualidad por una porrada de millones?

—Modelos para el desarrollo de datos. Redes neurales que toman datos y básicamente llevan a cabo tareas inteligentes de la misma manera que nuestro cerebro. Y estoy tonteando con un proyecto en torno al ADN que podría resultar interesante.

—La THS es excelente —dice—. La T4 libre está bien, así que tu metabolismo funciona. Eso puedo asegurarlo sin necesidad de análisis. Has perdido algo de peso desde que te vi la anterior vez.

—Unos dos kilos y medio.

—Aparentas tener más masa muscular, así que probablemente has perdido grasa y líquido retenido.

—Qué elocuencia.

—¿Cuánto ejercicio haces?

—Lo mismo.

—Voy a anotarlo como obligatorio, aunque probablemente es obsesivo. Los resultados del hígado están bien, y el nivel de prolactina es estupendo, ha bajado a dos con cuatro. ¿Qué me dices de la regla?

—Normal.

—¿Ninguna emisión blanca, clara o lechosa de los pezones? Aunque tampoco es que quepa esperar lactancia con un nivel de prolactina tan bajo.

—No. Y no te hagas ilusiones, no voy a dejar que lo compruebes.

El médico sonríe y hace más anotaciones en el informe.

—Lo triste es que no tengo los pechos tan grandes.

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