—Vale. —Marino no tiene nada más que decir.
Mientra baja las escaleras, ella masculla:
—Petulante, maleducado... Qué harta estoy de esto, maldita sea. —La exasperación la desborda.
En la cocina, los tacones rozan el suelo de baldosas de terracota: pasó varios días de rodillas disponiéndolas en un diseño de espiga nada más mudarse a la casa cochera. Volvió a pintar las paredes de blanco para captar la luz del jardín y restauró las vigas de ciprés del techo, originales de la edificación. La cocina —la zona más importante de la casa— está dispuesta de manera precisa con los útiles de acero inoxidable, tablas de cortar y la cubertería alemana artesanal de un chef como es debido. Su sobrina Lucy debería llegar en cualquier momento, y eso la alegra, pero siente curiosidad. Lucy rara vez llama para invitarse a desayunar.
Scarpetta coge lo necesario para hacer unas tortillas de clara de huevo rellenas de queso ricota y champiñones blancos salteados en jerez y aceite de oliva virgen. Nada de pan, ni siquiera el pan achatado que cuece sobre una losa de terracota —o
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— que se trajo bajo el brazo desde Bolonia en los tiempos en que la seguridad de los aeropuertos no consideraba que un utensilio de cocina fuera un arma. Lucy sigue una dieta implacable; está entrenando, como ella dice. Para qué, le pregunta siempre Scarpetta. Para la vida, responde siempre su sobrina. Está tan ensimismada batiendo las claras de huevo y rumiando acerca de lo que le espera ese día, que la sobresalta el siniestro topetazo contra una ventana del piso superior.
—No, por favor —exclama, consternada, al tiempo que deja el batidor y echa a correr hacia la puerta.
Desconecta la alarma y se apresura al patio del jardín donde un pinzón amarillo aletea indefenso sobre el ladrillo antiguo. Lo recoge suavemente y la cabeza del pájaro se desploma de un lado al otro, con los ojos medio cerrados. Le habla en tono tranquilizador, le acaricia las plumas sedosas mientras el ave intenta volver en sí y echar a volar, pero la cabeza se le vuelve a desplomar de lado a lado. Está aturdido, nada más, se recuperará de súbito, pero tropieza y aletea, y lacabeza se le voltea de un lado al otro. Igual no muere. Vanas ilusiones, teniendo en cuenta sus conocimientos, y se lleva el pájaro adentro. En el cajón inferior cerrado de la mesa de la cocina hay una caja de metal también cerrada, y dentro, la botella de cloroformo.
Está sentada en los peldaños traseros de ladrillo y no se levanta al oír el característico bramido del Ferrari de Lucy.
Toma la curva desde King Street y aparca en el sendero de entrada compartido delante de la casa, y luego Lucy aparece en el patio con un sobre en la mano.
—El desayuno no está preparado, ni siquiera el café —dice—. Estás aquí fuera sentada y tienes los ojos enrojecidos.
—La alergia —asegura Scarpetta.
—La última vez que lo achacaste a la alergia, que por cierto no padeces, fue cuando un pájaro chocó contra la ventana. Y tenías una paleta sucia encima de la mesa igual que ésa. —Lucy señala una antigua mesa de mármol en el jardín, con una paleta encima. Cerca, bajo un azarero, hay tierra recién cavada cubierta por pedazos rotos de loza.
—Un pinzón —confiesa Scarpetta.
Lucy se sienta a su lado y dice:
—Por lo visto, Benton no viene a pasar el fin de semana. Cuando viene, siempre tienes una lista de la compra bien larga en la encimera.
—No puede ausentarse del hospital. —El estanque pequeño y de escasa profundidad en medio del jardín está sembrado de pétalos de jazmín chino y camelia que flotan cual confeti.
Lucy recoge una hoja de níspero derribada por un chaparrón reciente y la hace girar entre los dedos por el rabillo.
—Espero que sea la única razón. Vuelves de Roma con la gran noticia y ¿qué ha cambiado? Nada, por lo visto. Él está allí, tú aquí. No hay ningún plan para que cambie la situación, ¿verdad?
—¿De repente eres experta en relaciones de pareja?
—Experta en relaciones que van mal.
—Me estás haciendo lamentar habérselo comentado a nadie —dice Scarpetta.
—Ya he pasado por eso. Es lo que ocurrió con Janet. Empezamos a hablar de compromiso, de casarnos cuando por fin empezó a ser legal que las pervertidas tuvieran más derechos que un perro. De pronto, le resultaba difícil lidiar con lo de ser lesbiana. Y todo terminó antes de empezar siquiera. Y además, de una manera bastante desagradable.
—¿Desagradable? ¿Por qué no imperdonable?
—Debería ser yo la que no perdone, no tú —le recuerda Lucy—. Tú no estabas allí. No sabes lo que es pasar por eso. No quiero hablar de ello.
Una estatuilla de un ángel que vela por el estanque, aunque Scarpetta aún está por descubrir qué protege; a los pájaros desde luego no. Quizá no proteja nada. Se levanta y se sacude la parte de atrás de la falda.
—¿Querías hablar conmigo por eso —dice—, o sencillamente te ha venido a la cabeza al verme aquí sentada, hecha polvo porque he tenido que aplicar la eutanasia a otro pájaro?
—No es por eso que te llamé anoche y te dije que necesitaba verte —dice Lucy, aún jugueteando con la hoja.
Lleva el cabello —rojo cereza con reflejos rosa dorado— limpio y lustroso y recogido detrás de las orejas. Viste una camiseta negra que siluetea un cuerpo precioso obtenido a fuerza de ejercicios agotadores y una buena genética. Va a alguna parte, sospecha Scarpetta, pero no se lo va a preguntar. Vuelve a sentarse.
—La doctora Self. —Lucy mira fijamente el jardín tal como mira la gente cuando no contempla nada, salvo lo que le preocupa.
No es lo que Scarpetta esperaba que dijese.
—¿Qué pasa con ella?
—Te advertí que la mantuvieras cerca, hay que tener siempre cerca a los enemigos —dice Lucy—. No prestasteatención. Te ha dado igual que te menosprecie a la menor ocasión por causa de ese juicio. Dice que eres una embustera y una impostora profesional. Basta con que eches un vistazo en Google. Yo la rastreo, te envío todas sus chorradas, y tú apenas las miras.
—¿Cómo es posible que sepas si apenas miro algo?
—Soy la administradora de tu sistema. Tu fiel técnica informática. Sé perfectamente cuánto rato tienes abierto un fichero. Podrías defenderte —la increpa Lucy.
—¿De qué?
—De las acusaciones de que manipulaste al jurado.
—De eso van los juicios, de manipular al jurado.
—¿Eres tú la que habla? ¿O estoy sentada con una desconocida?
—Si estás atada de pies y manos, te han torturado y alcanzas a oír los gritos de tus seres queridos sometidos a actos brutales y asesinados en otra habitación, y te quitas la vida para no correr su misma suerte, pues bien, eso no es suicidio, Lucy, maldita sea. Es asesinato.
—¿Y desde el punto de vista legal?
—Me trae sin cuidado.
—Antes te importaba.
—Lo cierto es que no mucho. No sabes lo que pasaba por mi cabeza cuando he estado implicada en casos todos estos años y a menudo me he encontrado con que era la única que abogaba por las víctimas. La doctora Self se escudaba injustamente en la confidencialidad y no divulgaba información que podría haber evitado grandes sufrimientos o incluso la muerte. Se merece algo peor que lo que le tocó en suerte. ¿Por qué estamos hablando de esto? ¿Por qué me estás disgustando tanto?
Lucy la mira a los ojos.
—¿Sabes eso que dicen, que la venganza es un plato que se sirve frío? Pues la doctora Self vuelve a estar en contacto con Marino.
—Ay, Dios. Como si esta semana no hubiera sido un infierno. ¿Es que ése ha perdido la cabeza por completo?
—Cuando volviste de Roma y difundiste la noticia, ¿creíste que iba a hacerle gracia? ¿Es que vives en el espacio exterior?
—Está claro que sí.
—¿Cómo es posible que no lo hayas visto? De pronto sale y se emborracha todas las noches, se echa una novia de lo más tirada. Esta vez sí que la ha escogido bien. ¿O es que no lo sabes? Shandy Snook, como las Patatas Picantes Snook.
—¿Patatas qué? ¿Quién?
—Unas patatas fritas de bolsa saladísimas y grasientas con sabor a jalapeño y pimienta de cayena. Su padre ganó una fortuna con ellas. Se mudó aquí hará cosa de un año. Conoció a Marino en el Kick'N Horse el lunes pasado por la noche, y fue amor a primera vista.
—¿Todo eso te lo ha contado él?
—Me lo ha contado Jess.
Scarpetta menea la cabeza. No tiene ni idea de quién es Jess.
—La propietaria del Kick'N Horse. El garito para moteros adónde va Marino, y ya sé que le has oído hablar al respecto. Ella me llamó porque está preocupada por Marino y su amante de parque de caravanas cutre, preocupada por el descontrol que lleva. Jess dice que nunca lo había visto así.
—¿Cómo iba a saber la doctora Self la dirección de correo electrónico de Marino a menos que él se hubiera puesto en contacto con ella antes? —pregunta Scarpetta.
—La dirección personal de la doctora no ha cambiado desde que fue paciente suyo en Florida. La de Marino sí. De manera que podemos deducir quién escribió primero. Puedo averiguarlo con seguridad. Tampoco es que tenga la clave del correo personal en su ordenador de casa, pero inconvenientes menores como ése nunca me han detenido. Tendría que...
—Ya sé lo que tendrías que hacer.
—Tener acceso físico.
—Ya sé lo que tendrías que hacer, y no quiero que lo hagas. No empeoremos más las cosas, que ya están bastante mal.
—Al menos algunos correos que le ha enviado ella están en el ordenador de su despacho a la vista de todo el mundo —señala Lucy.
—Eso no tiene sentido.
—Claro que sí: hacer que te pongas furiosa y celosa. Vengarse.
—¿Y cómo es que has visto que estaban en su ordenador?
—Pues debido a la pequeña emergencia de anoche. Cuando me llamó y dijo que le habían dado parte de que una alarma encendida indicaba algún fallo en el funcionamiento de la nevera, y que como no estaba en las inmediaciones de la oficina, a ver si podía ir yo a echar un vistazo. Me dijo que si tenía que llamar a la empresa de seguridad, el número estaba en la lista pegada a la pared con celo.
—¿Una alarma? —dice Scarpetta, desconcertada—. Nadie me lo ha dicho.
—Porque no ocurrió. Llego allí y todo está en su sitio. La nevera va bien. Entro en su despacho para buscar el número de la empresa de seguridad y así asegurarme de que todo está como es debido, y adivina qué me encuentro en su ordenador.
—Qué ridiculez. Se está comportando como un crío.
—No es ningún crío, tía Kay. Y tú vas a tener que despedirlo un día de éstos.
—¿Y cómo me las arreglaría? Apenas puedo apañármelas ahora. Ya ando escasa de personal, sin un solo candidato a la vista a quien contratar.
—Esto no es más que el principio. Irá a peor —vaticina Lucy—. No es la persona que conocías.
—Eso no me lo creo, y me sería imposible despedirlo.
—Tienes razón —dice Lucy—. No podrías. Sería un divorcio. Es tu marido. Dios sabe que has pasado mucho más tiempo con él que con Benton.
—No es mi marido, eso te lo aseguro. No me fastidies, por favor.
Lucy recoge el sobre de las escaleras y se lo da.
—Hay seis, todos de ella. Casualmente, empiezan este lunes pasado, el día que te reincorporaste después del viaje a Roma. El mismo día que vimos tu anillo y, como los grandes detectives que somos, dedujimos que no te había tocado en una bolsa de golosinas.
—¿Algún correo de Marino a la doctora Self?
—No debe de querer que veas lo que escribió, sea lo que sea. Te recomiendo que muerdas un palo. —Al tiempo que le indica el sobre y su contenido—. Que cómo está él. Ella lo echa de menos. Piensa en él. Tú eres una tirana, una vieja gloria, y Marino debe de pasarlo fatal trabajando a tus órdenes, y qué puede hacer ella para ayudarle.
—¿Es que ése no va a aprender nunca? —Más que nada, resulta deprimente.
—Deberías haberle ocultado la noticia. ¿Cómo es posible que no supieras el efecto que iba a causarle?
Scarpetta se fija en las moradas petunias mexicanas que trepan por la pared norte del jardín. Se fija en la lantana azul lavanda. Se ven un tanto resecas.
—Bueno, ¿no vas a leer los malditos correos? —Lucy vuelve a señalar el sobre.
—No voy a otorgarles ese poder ahora mismo —responde Scarpetta—. Tengo cosas más importantes en que ocuparme. Por eso llevo un maldito traje y voy a la maldita oficina un maldito domingo cuando debería estar cuidando el jardín o incluso dando un maldito paseo.
—He estado indagando sobre el tipo con quien vas a reunirte esta tarde. Hace poco fue víctima de una agresión. No hay sospechoso. Y en relación con eso, se le acusó de un delito menor, tenencia de marihuana. El cargo fue retirado. Aparte de eso, ni siquiera una multa por exceso de velocidad. Pero no creo que te convenga quedarte a solas con él.
—¿Y qué hay del niño destrozado que está solo en mi depósito? Puesto que no has dicho nada, supongo que tus búsquedas informáticas siguen sin arrojar resultados.
—Es como si no hubiera existido.
—Pues existía. Y lo que le hicieron es una de las peorescosas que he visto. Igual ha llegado el momento de que corramos riesgos.
—¿En qué sentido?
—He estado dándole vueltas a la genética estadística.
—Sigue pareciéndome increíble que nadie lo esté haciendo —dice Lucy—. La tecnología está disponible, desde hace tiempo. Vaya estupidez. Los parientes comparten alelos y, como ocurre con cualquier otra base de datos, es todo una función de probabilidad.
—Un padre, una madre, un hermano, tendrían una puntuación más elevada. Y lo veríamos y nos centraríamos en ello. Creo que deberíamos intentarlo.
—Si lo hacemos, ¿qué pasa si resulta que la criatura fue asesinada por un pariente? Si usamos la genética estadística en un caso de asesinato, ¿qué ocurre ante los tribunales? —pregunta Lucy.
—Si averiguamos quién es, ya nos preocuparemos más adelante de los tribunales.
Belmont, Massachusetts. La doctora Marilyn Self está sentada ante una ventana en su habitación con vistas.
Prados que caen en suave pendiente, bosques y frutales, y antiguos edificios de ladrillo que se remontan a una época refinada, cuando los ricos y famosos podían desaparecer de sus propias vidas brevemente o tanto tiempo como les fuera necesario, o para siempre en algunos casos desesperados, y ser tratados con el respeto y el consentimiento que se merecían. En el Hospital McLean es perfectamente normal ver actores, músicos, atletas y políticos famosos paseando por el campus de estilo campestre diseñado por el famoso arquitecto paisajista Frederick Law Olmstead, entre cuyos famosos proyectos se cuentan el Central Park de Nueva York, los terrenos del Capitolio, la Hacienda Biltmore y la Exposición Mundial de Chicago de 1893.