No es perfectamente normal ver allí a la doctora Marilyn Self, aunque no tiene intención de quedarse mucho tiempo. Cuando el público acabe por averiguar la verdad, sus razones saldrán a la luz: estar a salvo y aislada, pero luego, como siempre ha sido la historia de su vida, el destino ha ido a su encuentro. Según sus propias palabras, algo estaba «destinado a ser». Había olvidado que Benton Wesley trabaja allí.
«Espeluznantes experimentos secretos: Frankenstein.»
«Veamos.» Continúa con el guión de su primer programa cuando vuelva a estar en antena. «Mientras estaba recluida para proteger mi vida, me convertí sin saberlo ni desearlo en testigo ocular —peor aún, en conejillo de indias— de experimentos y abusos clandestinos. En el nombre de la ciencia. Es tal como dijera Kurtz en
El corazón de las tinieblas
: "El horror. El horror." Me vi sometida a una variante moderna de lo que se hacía en los manicomios durante los días más oscuros de las épocas más oscuras, cuando la gente que no poseía las herramientas adecuadas era considerada infrahumana y tratada como... ¿Tratada como...?» Ya se le ocurrirá luego la analogía apropiada.
La doctora Self sonríe al imaginar el éxtasis de Marino cuando descubra que ha respondido a sus correos. Probablemente cree que ella (la psiquiatra más famosa del mundo) se alegró de tener noticias suyas. ¡Aún cree que a ella le importa! Nunca le importó, ni siquiera cuando era paciente suyo en los tiempos menos prominentes de Florida; le traía sin cuidado. Constituía poco más que un entretenimiento terapéutico, y sí (lo reconoce), un toque picante, porque la adoración que le profesaba a ella era casi tan patética como su entontecida obsesión sexual con Scarpetta.
Pobre Scarpetta, qué lástima. Es asombroso lo que se puede conseguir con unas pocas llamadas bien hechas.
La doctora tiene la cabeza desbocada. Sus pensamientos discurren sin pausa en su habitación del Pabellón, donde se sirven comidas y hay un conserje a su disposición, por si le apeteciera ir al teatro, a un partido de los Red Sox o a un balneario. El privilegiado paciente del Pabellón tiene a su aleance prácticamente todo lo que desee, que en el caso de la doctora Self es su propia cuenta de correo, y una habitación que casualmente estaba ocupada por otra paciente llamada Karen cuando ella ingresó nueve días atrás.
La inaceptable situación en lo tocante a las habitaciones se arregló, claro está, con suma facilidad sin intervención administrativa ni demora el día de la llegada de la doctora Self, cuando ésta entró en la habitación de Karen antes del amanecer y la despertó soplándole suavemente sobre los ojos.
—¡Ah! —exclamó Karen aliviada cuando cayó en la cuenta de que era la doctora, y no un violador, quien se cernía sobre ella—. Estaba soñando una cosa extraña.
—Toma. Te he traído café. Dormías como los muertos. ¿Te quedaste demasiado rato mirando la lámpara de cristal anoche? —La doctora levantó la mirada hacia la silueta en sombras de la lámpara de pared victoriana de encima de la cama.
—¡Qué! —exclamó Karen alarmada, al tiempo que dejaba el café en la mesilla de época.
—Hay que tener muchísimo cuidado de no mirar fijamente nada de cristal, porque puede producir un efecto hipnótico y sumirte en estado de trance. ¿En qué estabas soñando?
—¡Doctora Self, era de lo más real! Notaba el aliento de alguien sobre la cara y estaba asustada.
—¿Tienes idea de quién era? ¿Quizás alguien de tu familia? ¿Un amigo de la familia?
—Mi padre solía rozarme la cara con las patillas cuando era pequeña. Notaba su aliento. ¡Qué gracioso! ¡Ahora me acuerdo! O igual me lo estoy imaginando. A veces me cuesta saber qué es real. —Decepcionada.
—Recuerdos reprimidos, querida mía —le dijo la doctora Self—. No pongas en duda tu yo interior. Eso es lo que les digo a todos mis discípulos. ¿Qué no debes poner en duda, Karen?
—Mi yo interior.
—Eso es. Tu yo interior —pronunciado muy lentamente— sabe la verdad. Tu yo interior sabe lo que es real.
—¿Una verdad sobre mi padre? ¿Algo real que no recuerdo?
—Una verdad insoportable, una realidad impensable que no podías afrontar entonces. En realidad, querida mía, todo tiene que ver con el sexo. Yo puedo ayudarte.
—¡Ayúdeme, por favor!
Con paciencia, la doctora Self la hizo remontarse en el tiempo a cuando tenía siete años, y por medio de ciertas orientaciones cargadas de perspicacia la condujo hasta la escena de su crimen psíquico originario. Finalmente Karen, por primera vez en su vida agotada y sin sentido, relató cómo su padre se había metido en la cama con ella y frotado el pene erecto contra sus nalgas, el aliento impregnado de alcohol sobre su cara, y luego una humedad pegajosa en la parte trasera del pantalón del pijama. La doctora Self pasó a encauzar a la pobre Karen con el fin de que aceptara la traumática conclusión de que lo ocurrido no había sido un incidente aislado porque los abusos sexuales, con raras excepciones, se repiten. Su madre debía de estar al tanto, teniendo en cuenta cómo habían quedado el pijamita de Karen y las sábanas, lo que suponía que su madre había hecho la vista gorda ante lo que le estaba haciendo su marido a su hija pequeña.
—Recuerdo que mi padre me trajo una vez una taza de chocolate caliente a la cama y la derramé —dijo Karen, por fin—. Recuerdo la humedad tibia en los fondillos del pijama. Igual es eso lo que estoy recordando y no...
—Porque era más seguro pensar que se trataba de chocolate caliente. Y entonces ¿qué ocurrió?
No hubo respuesta.
—Si lo derramaste, ¿quién tuvo la culpa?
—Lo derramé yo. Fue culpa mía —reconoce Karen, con lágrimas en los ojos.
—¿Igual por eso has abusado del alcohol y las drogas desde entonces? ¿Porque crees que lo que ocurrió es culpa tuya?
—Desde entonces, no. No empecé a beber ni a fumar hierba hasta los catorce. ¡Ay, no lo sé! ¡No quiero entrar en trance otra vez, doctora Self! ¡No soporto los recuerdos! ¡O si no era real, ahora creo que lo es!
—Es tal como escribió Pitres en su
Leçons cliniques sur l'hystérie et l'hypnotisme
en 1891 —la instruyó la doctora Self mientras los bosques y el prado aparecían maravillosos al alba: unas vistas que pronto serían suyas. Entonces le explicó qué eran el delirio y la histeria, levantando la mirada intermitentemente hacia la lámpara de pared encima de la cama de Karen.
—¡No puedo quedarme en esta habitación! —gritó Karen—. ¿Me hará el favor de cambiármela por la suya? —le suplicó.
Lucious Meddick hace chasquear una goma elástica contra su muñeca derecha mientras aparca el reluciente coche fúnebre negro en el angosto paseo detrás de la casa de Scarpetta.
Para caballos, no vehículos inmensos, ¿qué tontería es ésa? Aún le late con fuerza el corazón. Está hecho un manojo de nervios. Suerte ha tenido de no rozar la chapa con los árboles o el alto muro de ladrillo que separa de unos jardines públicos el paseo y las casas antiguas que lo bordean. ¿A qué viene hacerle pasar por semejante suplicio? Y ya nota que su coche fúnebre nuevecito no está bien alineado: estaba maniobrando hacia un lado cuando ha topado con un bordillo, levantando polvo y hojas secas. Se apea dejando el motor al ralentí y se fija en una anciana que lo mira desde una ventana en la planta superior. Lucious le dirige una sonrisa y no puede por menos de pensar que no falta mucho para que esa bruja necesite sus servicios.
Pulsa el botón del portero automático en una formidable puerta de hierro y anuncia:
—Meddicks.
Tras una larga pausa, que le obliga a anunciarse de nuevo, se oye por el interfono una potente voz de mujer:
—¿Quiénes?
—Funeraria Meddicks. Tengo una entrega...
—¿Ha traído una entrega aquí?
—Sí, señora.
—Quédese en el vehículo. Ahora mismo voy.
El encanto sureño del general Patton, piensa Lucious, en cierta manera humillado y fastidiado al volver a montarse en el coche fúnebre. Sube la ventanilla y piensa en las historias que ha oído. Hubo una época en que la doctora Scarpetta era tan famosa como Quincy, pero ocurrió algo cuando era médica forense en jefe... No recuerda dónde. La despidieron o no pudo soportar la presión. Un colapso nervioso. Un escándalo. Tal vez más de uno de cada. Luego aquel caso tan aireado en Florida un par de años atrás, una mujer desnuda colgada de una viga, torturada y atormentada hasta que no pudo soportarlo más y se ahorcó con su propia cuerda.
Una paciente de esa loquera del programa de entrevistas. Intenta hacer memoria. Igual fue más de una persona torturada y asesinada. Está casi seguro de que la doctora Scarpetta declaró en el juicio y fue clave a la hora de convencer al jurado para que considerara a la doctora Self culpable de algo. Y en una serie de artículos que ha leído desde entonces, ella se ha referido a la doctora Scarpetta como «incompetente y parcial», una «lesbiana que no se atreve a salir del armario» y una «vieja gloria». Probablemente está en lo cierto. Las mujeres más poderosas son como hombres o al menos desearían ser hombres, y cuando empezó ella, no había muchas mujeres en su profesión. Ahora debe de haber miles. Oferta y demanda, ya no tiene nada de especial, no señor, hay mujeres por todas partes, chicas jóvenes que sacan ideas de la tele y hacen lo mismo que ella. Eso y todo lo demás que se ha dicho acerca de ella explicaría sin lugar a dudas por qué se mudó al País Bajo y tiene su lugar de trabajo en una diminuta casa cochera —un antiguo establo, a decir verdad— que no se parece precisamente al lugar en que trabaja Lucious, ni de lejos.
Él vive en la planta superior de la funeraria que la familia Meddick posee en el condado de Beaufort desde hace más deun siglo. La mansión de tres plantas en lo que fuera una plantación aún conserva las cabañas para esclavos de la época, y desde luego no es una casa cochera de tres al cuarto en un viejo paseo estrecho. Espantoso, pura y simplemente espantoso. Una cosa es embalsamar cadáveres y prepararlos en la estancia de una mansión con equipamiento profesional, y otra muy distinta hacer autopsias en una casa cochera, sobre todo si tienes que vértelas con cadáveres que han estado a la deriva en el agua —«verdosillos», los llama él— o que por otra razón resultan difíciles de la hostia de dejar presentables para las familias, por mucho desodorante en polvo D—12 que les metas para que no apesten la capilla.
Aparece una mujer tras las dos puertas, y él empieza a abandonarse a su obsesión preferida, el voyeurismo, escudriñándola por la ventanilla lateral de vidrio ahumado. Resuena el metal cuando abre y cierra la primera puerta negra, y luego la exterior: alta, con barrotes planos retorcidos centrados por dos curvas en forma de J que se parecen a un corazón. Como si ella lo tuviera, pero a estas alturas él está convencido de que no lo tiene. Va vestida con traje de pez gordo, es rubia y calcula que mide un metro sesenta y cinco, lleva una falda de la talla ocho y una blusa de la talla diez. Lucious es prácticamente infalible cuando se trata de deducir el aspecto que tendría alguien desnudo en una mesa de embalsamar, e incluso bromea diciendo que tiene lo que él llama «¿visión de rayos X».
Puesto que le ha ordenado con tanta grosería que no salga del vehículo, permanece dentro. Ella llama a la ventanilla tintada con los nudillos y Lucious empieza a ponerse nervioso. Se le crispan los dedos en el regazo, intentan alzarse hasta su boca como si tuvieran voluntad propia, y les dice que no. Se propina un buen latigazo con la goma elástica que lleva en la muñeca y les dice a sus manos que ya está bien. Vuelve a hacer chasquear la goma y aferra el volante de fibra de madera para que sus manos no se metan en líos.
Ella vuelve a llamar
Lucious chupa una pastilla de menta y baja la ventanilla.
—Desde luego es un sitio raro para montar la consulta —le comenta con una amplia sonrisa ensayada.
—Ha venido al lugar equivocado —responde ella, sin siquiera un «buenos días» o «me alegro de conocerle»—. ¿Qué demonios está haciendo aquí?
—El lugar equivocado en el peor momento. Eso es lo que nos da de comer a gente como usted y yo —replica Lucious con su sonrisa dentona.
—¿Cómo ha obtenido esta dirección? —pregunta ella en el mismo tono poco amistoso. Parece muy exasperada—. Esto no es mi consulta, y desde luego no es el depósito de cadáveres. Lamento las molestias, pero tiene que marcharse ahora mismo.
—Soy Lucious Meddick de la Funeraria Meddicks, en Beaufort, justo a la salida de Hilton Head. —No le tiende la mano, no se la estrecha a nadie si puede evitarlo—. Supongo que somos algo así como un complejo turístico de funerarias. Un negocio familiar, tres hermanos incluido yo. Lo gracioso es que cuando llaman a un Meddick, eso no implica que la persona siga con vida. ¿Lo coge? —Menea el pulgar en dirección a la trasera del coche, y añade—: Murió en casa, probablemente de un ataque al corazón. Una señora oriental, más vieja que Matusalén. Me parece que ya tiene toda la información sobre ella. ¿Es su vecina de ahí una especie de espía o algo por el estilo? —Levanta la mirada hacia la ventana.
—Hablé con el juez de instrucción sobre este caso anoche —dice Scarpetta con la misma aspereza de antes—. ¿Cómo ha obtenido esta dirección?
—El juez de instrucción...
—¿Le dio esta dirección? Él sabe dónde tengo la consulta...
—Bueno, bueno, un momento. En primer lugar, soy nuevo en lo que respecta a entregas. Me aburría mortalmente sentado a una mesa y tratando con familias desoladas, así que decidí que era hora de echarse otra vez al camino.
—No podemos mantener esta conversación aquí.
Pues sí, claro que pueden, y Lucious continúa:
—Así que me compré este Cadillac de doce cilindrosde 1998: carburadores dobles, doble tubo de escape, ruedas de aleación de aluminio, astas de bandera, faro violeta y andas negro cañón para el féretro. No iría más cargado aunque llevara dentro a la gorda del circo.
—Señor Meddick, el investigador Marino va de camino al depósito de cadáveres. Acabo de llamarle.
—En segundo lugar, nunca le he entregado un cadáver a usted, así que no tenía ni idea de dónde estaba su consulta hasta que lo he mirado.
—Creía que se lo había dicho el juez de instrucción.
—No es eso lo que me dijo.
—Tiene que irse, de veras. No puedo tener un coche fúnebre detrás de mi casa.
—Mire, la familia de esta señora oriental quiere que nos encarguemos del funeral, así que le dije al juez que, ya puestos, podía ocuparme del transporte. Pues bien, consulté su dirección.