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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

El libro de Los muertos (9 page)

—¿La consultó? ¿Dónde la consultó? ¿Y cómo es que no llamó a mi investigador de decesos?

—Le llamé, pero no se molestó en devolverme la llamada, así que tuve que buscar su emplazamiento, como he dicho. —Lucious hace chasquear la goma elástica—. En internet. Estaba en el directorio de la Cámara de Comercio. —Hace crujir el trocito de pastilla de menta entre las muelas.

—Esta dirección no figura en ningún directorio y no ha estado nunca en internet, ni tampoco la ha confundido nadie con mi lugar de trabajo, la morgue, y ya llevo aquí dos años. Usted es la primera persona que lo hace.

—Vamos, no se ponga así conmigo. Yo no tengo la culpa de lo que aparece en internet. —Se fustiga con la goma elástica—. Pero si me hubieran llamado a principios de semana, cuando encontraron a ese niño, habría entregado su cadáver y ahora no tendríamos este problema. Pasó de largo ante mí en el escenario del crimen y no me hizo ningún caso, y si usted y yo hubiéramos colaborado en ese asunto, no me cabe duda de que me habría facilitado la dirección correcta. —Vuelve a hacer chasquear la goma, mosqueado por que no se muestre más respetuosa.

—¿Por qué estaba en el escenario del crimen si el juez de instrucción no le pidió que trasladara el cadáver?

Se está poniendo en plan exigente, y lo mira como si él hubiera venido a causar problemas.

—Mi lema es «Aparece». Ya sabe, como el de Nike: «Hazlo.» Bueno, pues el mío es «Aparece». ¿Lo pilla? A veces, lo único que hace falta es ser el primero en aparecer.

Hace chasquear la goma elástica, y ella observa sin disimulo cómo lo hace, y luego mira el escáner de la policía instalado en el coche fúnebre. Lucious se pasa la lengua por la funda de plástico transparente que lleva en los dientes para evitar morderse las uñas. Hace chasquear la goma contra la muñeca, pero con fuerza, como un látigo, y le duele horrores.

—Ahora vaya al depósito, por favor. —Scarpetta levanta la mirada hacia la vecina que los observa—. Me aseguraré de que Marino, el investigador, esté allí para recibirle. —Se aleja del coche fúnebre y de pronto repara en algo en la trasera del vehículo, así que se detiene a mirar con más atención—. El día no hace más que mejorar —dice, y menea la cabeza.

Lucious se apea y no puede creerlo.

—¡Joder! —exclama—. ¡Joder! ¡Joder! ¡Joder!

Capítulo 4

Consulta de Patología Forense, en las inmediaciones del Colegio Mayor de Charleston.

El edificio de ladrillo de dos plantas data de antes de la guerra de Secesión, y está un tanto inclinado, después de que los cimientos se desplazaran durante el terremoto de 1886. O eso es lo que le dijo el agente inmobiliario a Scarpetta cuando lo compró por razones que Pete Marino aún no entiende.

Había edificios más atractivos y nuevos que hubiera podido permitirse, pero por alguna razón, ella, Lucy y Rose optaron por un lugar que exigía más trabajo del que tenía Marino en mente cuando aceptó el empleo allí. Durante meses, eliminaron mano tras mano de pintura y barniz, tiraron tabiques y sustituyeron ventanas y tejas de pizarra en el tejado. Buscaron material reutilizable, mayormente en funerarias, hospitales y restaurantes, para acabar por fin con una morgue más que adecuada que incluye un sistema de ventilación especial, capuchas químicas, un generador de emergencia, dos cámaras frigoríficas a distintas temperaturas, una sala de descomposición, carritos quirúrgicos y camillas con ruedas extensibles. Las paredes y el suelo están sellados con pintura epoxidica que puede limpiarse con manguera, y Lucy instaló un listema informático y de seguridad inalámbrico que a Marino le resulta tan misterioso como
El Código Da Vina.

—Bueno, ¿quién diablos iba a querer meterse en este antro? —le dice a Shandy Snook mientras introduce el código que desactiva la alarma de la puerta que da acceso al depósito desde el aparcamiento.

—Apuesto a que mucha gente —responde ella—. Vamos a dar un garbeo.

—No. Por aquí abajo no. —La lleva hacia otra puerta con alarma.

—Quiero ver un par de cadáveres.

—No.

—¿De qué tienes miedo? —le pregunta Shandy, que hace crujir un peldaño tras otro—. Es pasmoso cuánto te asusta ésa. Es como si fueras esclavo suyo.

Shandy lo dice constantemente, y Marino se cabrea cada vez más.

—Si tuviera miedo de ella, no te dejaría entrar aquí, ¿no crees?, por mucho que me hayas estado dando la vara. Hay cámaras por todo el maldito edificio. Entonces ¿por qué demonios iba hacerlo si tuviera miedo de ella?

Shandy levanta la mirada hacia la cámara, sonríe y saluda con la mano.

—Ya está bien —le advierte él.

—Bueno, ¿quién va a verlo? Aquí no hay más pavos que nosotros, y no hay razón para que la Gran Jefa mire las cintas, ¿verdad? De otra manera no estaríamos aquí, ¿no? Le tienes un miedo de la hostia. Qué asco, un hombretón como tú. Sólo me has dejado entrar porque ese gilipollas de la funeraria ha tenido un pinchazo. Y la Gran Jefa tardará en llegar y nadie va a revisar las cintas. —Vuelve a saludar a la cámara—. No tendrías huevos para enseñarme todo esto si hubiera la posibilidad de que alguien se enterara y se lo dijera a la Gran Jefa. —Sonríe y saluda con la mano a otra cámara—. Quedo guapa en cámara. ¿Alguna vez has salido por la tele? Mi papi salía en la tele continuamente, hacía sus propios anuncios. Yo he aparecido en alguno que otro, probablemente podría hacer carrera en la tele, ¿pero quién quiere tener a la gente mirándole todo el santo día?

—¿Además de ti? —Le da un cachete en el trasero.

Los despachos están en la primera planta, y el de Marino es el más elegante que ha tenido, con suelos de tea de pino, protecciones en las paredes para que las sillas no dejen marcas y vistosas molduras en los techos.

—Fíjate, allá por el siglo diecinueve —le explica a Shandy al entrar—, mi despacho probablemente era el comedor.

—Nuestro comedor en Charlotte era diez veces más grande —dice ella, y mira alrededor sin dejar de mascar chicle.

Ella nunca ha estado en su despacho, ni siquiera en el interior del edificio. Marino no se atrevería a pedir permiso para eso y Scarpetta no se lo daría. Pero tras una noche de decadencia con Shandy, ella ha empezado a tocarle las narices con lo de que es el esclavo de Scarpetta y a Marino se le han encendido los ánimos. Luego Scarpetta le ha llamado para decirle que Lucious Meddick tenía un pinchazo y llegaría con retraso, y después Shandy también tenía que restregarle eso, dale que te pego con lo de que Marino había tenido que ir a toda prisa para nada y que, ya que estaban, podía darle una vueltecilla por el depósito tal como había estado pidiéndole toda la semana. Después de todo, es su novia y al menos debería ver dónde trabaja. Así que le ha dicho a Shandy que le siguiera en su moto al norte de Meeting Street.

—Son auténticos muebles de época —se jacta él—. De tiendas de segunda mano. La doctora acabó de restaurarlos con sus propias manos. Impresionante, ¿eh? Es la primera vez en mi vida que me siento a una mesa más vieja que yo.

Shandy se acomoda en el sillón de cuero tras la mesa y empieza a abrir los cajones ensamblados con cola de milano.

—Rose y yo hemos pasado mucho tiempo deambulando, intentando decidir qué era cada cosa, y más o menos llegamos a la conclusión de que su despacho fue en otra época el dormitorio principal. Y el espacio más amplio, el despacho de la doctora, era lo que denominaban la «salita de estar».

—Vaya estupidez. —Shandy se queda mirando el interior de un cajón de la mesa—. ¿Cómo puedes encontrar nadaaquí? Parece que te dedicas a acumular mierda en los cajones para no molestarte en archivarla.

—Sé exactamente dónde está todo. Tengo mi propio sistema de clasificación. Las cosas están organizadas por cajones. Algo así como el sistema de clasificación por «decibelios» de Dewey.

—Bueno, entonces, ¿dónde tienes el fichero, listillo?

—Aquí arriba. —Se da unos golpecitos con el dedo en la lustrosa cabeza rapada.

—¿No tienes ningún buen caso de asesinato por aquí? ¿Alguna foto, igual?

—No.

Shandy se levanta y se ajusta los pantalones de cuero.

—Así que la Gran Jefa tiene la «sala de estar». Quiero verla.

—No.

—Tengo derecho a ver dónde trabaja, ya que por lo visto le perteneces.

—Yo no le pertenezco, y no vamos a entrar ahí. No hay nada que te interese, aparte de libros y un microscopio.

—Seguro que tiene unos cuantos casos de asesinato de los buenos en esa sala de estar suya.

—No. Los casos delicados los tenemos bajo llave. En otras palabras, los que a ti te parecerían de los buenos.

—Todas las habitaciones son para «estar», ¿no? Entonces, ¿por qué se llamaba «sala de estar»? —No para de darle vueltas—. Qué estupidez.

—En aquellos tiempos, se la llamaba sala de estar para diferenciarla de la antesala —le explica Marino, mientras contempla la habitación con orgullo: sus diplomas en las paredes revestidas de madera, el grueso diccionario que no utiliza nunca, todos los demás libros de referencia intactos que Scarpetta le cede cuando recibe las ediciones revisadas más recientes. Y claro, sus trofeos de bolos, todos pulcramente dispuestos y con el dorado bien lustroso en unos estantes empotrados—. La antesala era una estancia de lo más formal justo a la entrada, donde se dejaba a la gente que no te apetecía que se quedase mucho rato, mientras que la sala de estar es justo para lo contrario, exactamente igual que un salón.

—A mí me parece que te alegras de que se mudara a este sitio, por mucho que te quejes.

—No está nada mal para ser un tugurio tan viejo. Yo preferiría algo más nuevo.

—Tu viejo trasto tampoco está nada mal. —Le echa la mano a la entrepierna y le aprieta hasta hacerle daño—. A decir verdad, casi me parece nuevo. Enséñame su despacho. Enséñame dónde trabaja la Gran Jefa. —Vuelve a cogerle—. ¿Toda esta tensión es por ella o por mí?

—Cállate —le dice él, y le aparta la mano, molesto por sus dobles sentidos.

—Enséñame dónde trabaja.

—Te he dicho que no.

—Entonces enséñame el depósito.

—No es posible.

—¿Por qué? ¿Porque ella te tiene acojonado? ¿Qué va a hacer? ¿Llamar a la poli de la morgue? Enséñamelo —le exige.

Marino mira de soslayo una diminuta cámara en un rincón del pasillo. Shandy tiene razón, nadie verá las cintas. ¿Quién iba a molestarse? No hay ninguna razón para ello. Vuelve a notar esa misma sensación, un cóctel de rencor, agresividad y ansia de venganza que le infunde ganas de hacer algo horrible.

Los dedos de la doctora Self repican sobre el teclado de su portátil, al que llegan constantemente nuevos correos: agentes, abogados, directores comerciales, ejecutivos de cadenas de televisión, así como pacientes especiales y seguidores muy escogidos.

Pero no hay nada nuevo de «él». El Hombre de Arena. Apenas si puede soportarlo. Quiere que ella piense que él ha hecho lo impensable, atormentarla con la ansiedad, con el terror, para hacerle pensar lo impensable. Cuando ella abrió suúltimo correo aquel condenado viernes durante su descanso a media mañana en los estudios de televisión, lo que él le había enviado, lo último que le envió, trastornó toda su vida, al menos temporalmente.

«Que no sea cierto», ruega para sus adentros.

Qué imprudente y crédula fue al responderle cuando él le envió el primer correo a su dirección personal el otoño pasado, pero estaba intrigada. ¿Cómo era posible que hubiera obtenido su dirección personal de correo electrónico, tan sumamente privada? Tenía que averiguarlo, así que le contestó y se lo preguntó, pero él no quiso decírselo. Empezaron a mantener correspondencia. Le pareció una persona fuera de lo común, especial, alguien que había regresado de Irak profundamente traumatizado. Pensando que sería un invitado estelar en uno de sus programas, la doctora desarrolló una relación terapéutica
on line
, sin tener la menor idea de que ese hombre pudiera ser capaz de lo impensable.

«Que no sea cierto, por favor.»

Ojalá pudiera dar marcha atrás. Ojalá no le hubiera respondido nunca. Ojalá no hubiera intentado ayudarle. Ese hombre está loco, una palabra que rara vez usa ella. Lo que la ha hecho famosa es la noción de que todo el mundo es capaz de cambiar. Él no. No si ha hecho lo impensable.

«Que no sea cierto, por favor.»

Si ha hecho lo impensable, es un ser humano horroroso más allá de toda redención. El Hombre de Arena. ¿Qué significa eso, y por qué ella no le exigió que se lo dijera, por qué no lo amenazó con cortar cualquier contacto con él si no se avenía a contárselo?

Porque es psiquiatra. Los psiquiatras no amenazan a sus pacientes.

«Que no sea cierto lo impensable, por favor.»

Sea quien sea en realidad, ni ella ni nadie más sobre la faz de la tierra puede ayudarle, y ahora es posible que haya hecho lo que ella no había esperado en ningún momento. ¡Es posible que haya hecho lo impensable! En ese caso, sólo hay unmodo de que la doctora Self salve el pellejo. Lo decidió en su estudio, un día que nunca olvidará, cuando vio la fotografía que él le envió y cayó en la cuenta de que podía correr grave peligro por multitud de razones, lo que la obligó a decirles a sus productores que tenía una emergencia familiar que no podía hacer pública. Dejaría de estar en antena, con un poco de suerte sólo unas semanas. Tendrían que reemplazarla por su sustituto habitual (un psicólogo ligeramente entretenido que no es rival para ella pero se engaña pensando que sí lo es). Por eso no puede permitirse estar ausente más que unas semanas: todo el mundo quiere ocupar su puesto. La doctora Self llamó a Paulo Maroni (dijo que era otro paciente remitido por ella y la pasaron directamente) y (disfrazada) montó en una limusina (no podía servirse de ninguno de sus chóferes) y (todavía disfrazada) subió a un jet privado, e ingresó en secreto en McLean, donde está a salvo, oculta, y confía en comprobar cuanto antes que lo impensable no ha ocurrido.

No es más que una treta enfermiza. No lo ha hecho. Los tarados hacen confesiones falsas sin parar.

(Pero ¿y si no lo es?)

Tiene que ponerse en el peor escenario: la gente la culpará a ella. Dirán que debido a ella ese loco se obsesionó con Drew Martin después de que ganara el Open de Estados Unidos el otoño pasado y apareciera en los programas de la doctora Self: programas inolvidables y entrevistas en exclusiva. Qué horas tan excelentes compartieron Drew y ella en antena, hablando del pensamiento positivo, de atribuirse a uno mismo poderes por medio de las herramientas adecuadas, de tomar conscientemente la decisión de ganar o perder y de cómo eso permitió a Drew, con apenas dieciséis años, alzarse con una de las mayores victorias inesperadas en la historia del tenis. La galardonada serie
Cuándo ganar
de la doctora Self fue un éxito sensacional.

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