—Las contusiones en el tejido blando —señala Scarpetta—, los músculos subyacentes y el hioides fracturado debido al estrangulamiento indican sin duda que los daños le fueron infligidos mientras seguía con vida.
—¿Petequias en los ojos?
—No sabemos si se trata de petequias conjuntivales —comenta Scarpetta—. Sus ojos han desaparecido. Pero los informes indican ciertas petequias en los párpados y la cara.
—¿Qué hizo con los ojos? ¿Ha trabajado usted en algún caso similar a éste?
—He visto víctimas con los ojos arrancados, pero nunca he sabido de un asesino que llenara las cuencas con arena y luego cerrara los párpados con un adhesivo que según sus informes es cianocrilato.
—Supercola —traduce el capitán Poma.
—Estoy muy interesada en la arena —dice ella—. No parece proceder dé la zona. Y aún más importante, el microscopio electrónico de barrido con microanalizador EDX encontró vestigios de lo que parecen restos de disparos: plomo, antimonio y bario.
—Desde luego no es de las playas locales —dice Poma—. A menos que un montón de gente se haya liado a balazos y no nos hayamos enterado.
Risas.
—La arena de Ostia contiene basalto —explica Scarpetta—, así como otros componentes de actividad volcánica.
Creo que todos tienen una copia de la huella espectral de la arena recuperada del cadáver y una huella espectral de arena de una playa de Ostia.
Crujido de papeles. Se encienden pequeñas linternas.
—Ambas analizadas con la técnica de espectroscopia Raman, utilizando un láser rojo de cero coma ocho milivatios. Como pueden ver, la arena de la zona de Ostia y la arena hallada en las cuencas oculares de Drew Martin tienen huellas espectrales muy diferentes. Con el microscopio electrónico de barrido se puede apreciar la morfología de la arena, y la formación de imágenes por electrones retrodispersados nos muestra las partículas de residuos de disparos de las que hablábamos.
—Las playas de Ostia son muy populares entre los turistas —comenta Poma—, aunque no tanto en esta época del año. La gente de aquí y los turistas suelen esperar hasta finales de mayo, incluso junio. Entonces los romanos las abarrotan, ya que están a treinta, quizá cuarenta minutos. A mí no me van —añade, como si alguien le hubiera preguntado su opinión sobre las playas de Ostia—. La arena negra me resulta repugnante, y sería incapaz de meterme en el agua.
—Creo que lo que nos interesa ahora mismo es de dónde procede la arena, lo que parece un misterio —señala Benton; ya es media tarde y todo el mundo se está poniendo inquieto—. ¿Y por qué arena, para empezar? La elección de la arena, esta arena en concreto, tiene algún significado para el asesino, y es posible que nos diga dónde fue asesinada Drew, o tal vez de dónde es el asesino o dónde pasa el tiempo.
—Sí, sí —dice Poma con un deje de impaciencia—. Y los ojos y esas heridas tan terribles seguramente tienen algún significado para el asesino. Por fortuna, estos detalles no han trascendido al público. Nos las hemos arreglado para que no llegaran a los periodistas. Así que, si hay otro asesinato similar, sabremos que no se trata de una imitación.
Los tres están sentados a la luz de las velas en un rincón de Tullio, una
trattoria
de moda con fachada de travertino, cerca de los teatros y a un agradable paseo de la Scalinata di Spagna.
Las mesas con velas están cubiertas con manteles de tono oro pálido, y a sus espaldas, la pared revestida con entrepaños de madera oscura está llena de botellas de vino. En otras paredes hay acuarelas de escenas campestres italianas. Reina un ambiente tranquilo salvo por una mesa de norteamericanos borrachos, ajenos a todo y ensimismados, igual que el camarero de chaqueta beige y corbata negra. Nadie tiene idea sobre qué discuten Benton, Scarpetta y el capitán Poma. Si alguien se acerca lo bastante para oírles, pasan a hablar de asuntos inocuos y vuelven a introducir fotografías e informes en las carpetas.
Scarpetta toma un sorbo de un Biondi Santi Brunnello de 1996 que, a pesar de su precio, no es lo que habría elegido ella si se lo hubieran preguntado, y por lo general se lo preguntan. Vuelve a dejar la copa en la mesa sin apartar la mirada de la fotografía al lado de su sencillo plato de melón con jamón serrano, que será seguido de róbalo de mar a la parrilla y alubias en aceite de oliva. Quizá frambuesas de postre, a menos que la actitud de Benton, que continúa empeorando, le quite el apetito. Y es posible que así ocurra.
—A riesgo de parecer simple —dice en voz queda—, creoque estamos pasando por alto algo importante. —Propina unos golpecitos con el índice sobre una fotografía de Drew Martin en el escenario del crimen.
—Así que ahora ya no se queja por tener que volver sobre algo una y otra vez —observa el capitán Poma, que a estas alturas coquetea abiertamente—. ¿Ve? La buena comida y el buen vino avivan la inteligencia. —Se da unos golpecitos en la sien, a imitación de los de Scarpetta sobre la fotografía.
Está pensativa, tal como suele ocurrirle cuando sale de una habitación sin ningún destino concreto.
—Algo tan evidente que no lo vemos. Suele pasarle a todo el mundo —continúa—. A menudo no vemos algo porque, como suele decirse, salta a la vista. Pero ¿qué es? ¿Qué nos está diciendo Drew?
—Muy bien. Busquemos lo que salta a la vista —dice Benton.
Rara vez lo ha visto Scarpetta tan abiertamente hostil y retraído. No oculta su desprecio por el capitán Poma, ahora vestido con perfecta elegancia con un traje de raya diplomática. Sus gemelos de oro grabados con el penacho de los Carabinieri relucen a la luz de la vela.
—Sí, salta a la vista. Hasta el último centímetro de su cuerpo expuesto, antes de que nadie lo tocara. Deberíamos estudiarla en esas condiciones: intacta, exactamente tal como la dejó —propone el capitán, sin apartar la mirada de Scarpetta—. Cómo la dejó es toda una historia, ¿verdad? Pero antes de que se me olvide —añade, y levanta la copa—, deberíamos brindar por nuestra última vez juntos en Roma, al menos por el momento.
No parece adecuado alzar las copas con el cadáver de la joven observándolos, su cuerpo desnudo y despiadadamente vejado allí encima de la mesa, en cierto sentido.
—Y también un brindis por el FBI —añade Poma—. Por su decisión de convertir este asunto en un acto de terrorismo. La víctima perfecta para los terroristas: una estrella del tenis norteamericana.
—No me parece inteligente aludir siquiera a algo semejante —replica Benton, que alza la copa, pero no para brindar sino para beber.
—Entonces, dígale a su gobierno que deje de sugerir tal cosa —le insta Poma—. Bien, voy a decirlo con toda franqueza, ya que estamos a solas. Su gobierno está difundiendo esa clase de propaganda entre bastidores, y si no hemos abordado el asunto antes es porque los italianos no creen semejante ridiculez. El responsable no es ningún terrorista. Que el FBI haya dicho tal cosa es estúpido.
—El FBI no está en esta mesa. Somos nosotros los que estamos, y no somos del FBI. Y estoy hartándome de sus referencias al FBI —le espeta Benton.
—Pero usted ha formado parte del FBI durante la mayor parte de su carrera. Hasta que lo dejó y desapareció de la circulación. Por alguna razón, claro.
—Si se tratara de un acto terrorista, a estas alturas alguien se lo habría atribuido —asegura Benton—. Y preferiría que no volviera a mencionar el FBI ni mi trayectoria personal.
—Un insaciable apetito de publicidad y la actual necesidad de su país de asustar a todos y controlar el mundo —Poma vuelve a llenar las copas—. Su Bureau interroga testigos aquí en Roma, pasando por encima de la Interpol, y se supone que trabajan con la Interpol, tienen sus propios representantes aquí. Y traen a esos idiotas de Washington que no nos conocen, ni tienen la menor idea de cómo abordar un homicidio complejo.
Benton le interrumpe.
—Ya debería saber, capitán Poma, que la política y las disputas jurisdiccionales son asuntos de naturaleza complicada.
—Preferiría que me llamaran Otto, como mis amigos —Acerca su silla a Scarpetta, trayendo consigo el aroma de su colonia, y luego desplaza la vela. Lanza una ceñuda mirada de soslayo hacia la mesa de americanos obtusos que no paran de beber y dice—. Ya saben que nos esforzamos por que nos caigan bien.
—No merece la pena intentarlo —responde Benton—. Nadie más lo hace.
—Nunca he entendido por qué los americanos son tan escandalosos.
—Eso es porque no escuchamos —dice Scarpetta—. Por eso tenemos a George Bush.
Poma coge la fotografía que hay cerca de su plato y la estudia como si la viera por primera vez.
—Estoy mirando lo que salta a la vista —dice—. Y sólo veo lo evidente.
Benton se les queda mirando, sentados tan cerca uno de otro, su atractivo rostro como el granito.
—Es mejor dar por sentado que no hay nada evidente. No es más que una palabra —señala Scarpetta, y saca más fotografías de un sobre—, una referencia a las impresiones personales. Y las mías pueden ser distintas de las suyas.
—Creo que lo ha demostrado sobradamente en la jefatura central —dice el capitán, mientras Benton los mira fijamente.
Ella lanza a Benton una mirada para comunicarle que es consciente de su comportamiento y darle a entender que resulta innecesario por completo. No tiene motivos para estar celoso. Ella no ha hecho nada para alentar las insinuaciones del italiano.
—Salta a la vista. Bueno, pues muy bien. ¿Por qué no empezamos por los dedos de los pies? —propone Benton, sin tocar apenas su
mozzarella
de búfala, aunque ya va por la tercera copa de vino.
—Buena idea —Scarpetta estudia las fotografías, un primer plano de los dedos de los pies descalzos—. Pulcramente arreglados. Se había pintado las uñas hacía poco, lo que concuerda con que se hubiera hecho la pedicura antes de salir de Nueva York. —Repite lo que ya saben.
—¿Importa eso? —El capitán contempla una fotografía, inclinándose tan cerca de Scarpetta que su brazo toca el de ella, quien nota su calor y huele su aroma—. Me parece que no. Yo creo que importa más lo que llevaba: vaqueros negros,camisa de seda blanca, cazadora de cuero negro con forro de seda negra. Y también bragas y sujetador negros. —Hace una pausa—. Es curioso que en el cadáver no hubiera ninguna fibra de esas prendas, sólo fibras de la sábana.
—No sabemos a ciencia cierta que fuera una sábana —le recuerda Benton con aspereza.
—Además, su ropa, el reloj, el collar, las pulseras de cuero y los pendientes no se han encontrado. Así que el asesino se los llevó —le dice el capitán a Scarpetta—. ¿Por qué? Quizá como recuerdos. Pero vamos a hablar de su pedicura, si le parece tan importante. Drew fue a un
spa
al sur de Central Park nada más llegar a Nueva York. Tenemos los detalles de la cita, cargados a su tarjeta de crédito; la tarjeta de crédito de su padre, en realidad. Según me han dicho, la tenía sumamente consentida.
—Creo que ha quedado claro que era una hija mimada —apostilla Benton.
—Deberíamos tener cuidado con términos así —les reconviene Scarpetta—. Se ganó lo que tenía, era ella la que entrenaba seis horas al día y se esforzaba al máximo. Acababa de ganar el trofeo Círculo Familiar y se esperaba que ganara otros...
—Ahí es donde vive usted —le dice Poma—. En Charleston, Carolina del Sur. Donde se disputa el trofeo Círculo Familiar. Qué curioso, ¿verdad? Esa misma noche se trasladó en avión a Nueva York. Y de allí hasta aquí; hasta esto. —Indica las fotografías.
—Lo que digo es que no se pueden comprar títulos de campeonato con dinero, y los niños mimados no suelen emplearse con tanta pasión como hacía ella —dice Scarpetta.
—Su padre la mimaba pero no se molestaba en cumplir con su papel de progenitor —les recuerda Benton—. Y lo mismo su madre.
—Sí, sí —coincide el capitán—. ¿Qué padres dejan que una chica de dieciséis años se vaya sola al extranjero con un par de amigas de dieciocho? Sobre todo si está atravesando altibajos anímicos.
—Cuando tu hijo se pone más difícil, resulta más sencillo ceder. No resistirse —dice Scarpetta, pensando en su sobrina Lucy. Cuando Lucy era una cría, Dios santo, qué batallas—. ¿Y qué hay de su entrenador? ¿Sabemos algo sobre esa relación?
—Gianni Lupano. Hablé con él. Estaba al tanto de que Drew venía de camino y no le hacía gracia debido a los importantes torneos que se avecinaban, como Wimbledon. No fue de gran ayuda y parecía enfadado con ella.
—Y el Open italiano, aquí en Roma, el mes que viene —señala Scarpetta, extrañada de que el capitán no lo haya mencionado.
—Claro. Tenía que entrenar, no largarse con sus amigas. No soy aficionado al tenis.
—¿Dónde se encontraba el entrenador cuando fue asesinada? —pregunta Scarpetta.
—En Nueva York. Hemos comprobado el hotel donde dijo alojarse y en efecto aparece registrado. También comentó lo de los altibajos de Drew. Un día alicaída y al siguiente animada. Muy terca y difícil, impredecible. No estaba seguro de cuánto tiempo podría seguir trabajando con ella. Dijo que tenía cosas mejores que hacer que aguantar su comportamiento.
—Me gustaría saber si los trastornos anímicos son habituales en su familia —dice Benton—. Supongo que no se molestaron en indagarlo.
—Pues no. Lamento no haber sido lo bastante astuto para pensar en ello.
—Resultaría sumamente útil saber si tenía antecedentes psiquiátricos que su familia ha preferido mantener en secreto.
—Es bien sabido que tuvo un problema de alimentación —le recuerda Scarpetta—. Había hablado de ello abiertamente.
—¿No hay mención de desórdenes anímicos? ¿No dijeron nada sus padres? —Benton continúa interrogando fríamente al capitán.
—Nada aparte de sus altibajos. Típico de una adolescente.
—¿Tiene usted hijos? —Benton coge la copa de vino.
—No, que yo sepa.
—En alguna parte hay un detonante —dice Scarpetta—. A Drew le ocurría algo que nadie nos cuenta. ¿Tal vez lo que salta a la vista? Su comportamiento salta a la vista. Su consumo de alcohol salta a la vista. ¿Por qué? ¿Ocurrió algo?
—El torneo en Charleston —le dice Poma—, donde tiene usted su consulta privada. ¿Cómo lo llaman? ¿El «País Bajo»? ¿Qué es el «País Bajo», exactamente? —Mece el vino lentamente en la copa, sin apartar los ojos de ella.
—Está casi a nivel del mar, literalmente un país bajo.
—¿Y la policía local no tiene interés en este caso? ¿Teniendo en cuenta que disputó allí un torneo quizás un par de días antes de ser asesinada?