—¿Numeritos? ¿Jueguecitos?
—Lo tenías todo el rato encima —le recrimina Benton.
—Y yo estaba encima de todo lo demás intentando alejarme de él.
—Lo has tenido rondándote todo el día. No se te podría acercar más. Te mira fijamente, te toca delante de mí.
—Benton...
—Y ya sé que es tan guapo que, bueno, quizá te sientes atraída. Pero no pienso tolerarlo, no delante de mis narices. Maldita sea.
—Benton...
—Y lo mismo con Dios sabe quién. Allá en el Sur profundo. ¿Qué sé yo?
—¡Benton!
Silencio.
—Estás diciendo tonterías. ¿Desde cuándo, en la historia del universo, has pensado que yo podría engañarte? A sabiendas.
No hay más sonido que el de sus pasos sobre la piedra, su respiración trabajosa.
—A sabiendas —repite ella—, porque aquella vez que estuve con otra persona fue cuando creía que estabas...
—Muerto —dice él—. Claro. Te dicen que estoy muerto y un minuto después te estás tirando a un tipo lo bastante joven para ser tu hijo.
—No. —Empieza a acumular ira—. No te atrevas.
Benton no replica. Incluso después de haberse bebido una botella de vino él solo, tiene buen cuidado de no abundar en el asunto de su muerte fingida cuando se vio obligado a entrar en un programa de protección de testigos. Fue él mismo quien la hizo pasar por todo aquello. Bien sabe que no le conviene atacarla como si fuera ella quien incurrió en semejante crueldad emocional.
—Lo siento —se disculpa.
—¿Qué pasa, en realidad? —pregunta ella—. Dios, vaya escaleras.
—Supongo que, por lo visto, no podemos cambiarlo. Como dices tú del lívor y el rígor mortis: asentado, consolidado. Aceptémoslo.
—No pienso aceptarlo, sea lo que sea. Por lo que a mí respecta, no hay nada semejante. Y el lívor y el rígor tienen que ver con los muertos. Nosotros no estamos muertos. Acabas de decir que tú nunca lo estuviste.
Están sin resuello. A ella el corazón le palpita.
—Lo siento. De veras —repite él, ahora en referencia a lo ocurrido en el pasado, su muerte fingida, que a ella le destrozó la vida.
—Se ha mostrado más atento de la cuenta, descarado, ¿y qué?
Benton está acostumbrado a que otros hombres le presten atención, y eso siempre le ha dejado más bien indiferente, incluso le hacía gracia, porque sabe quién es Kay, sabe quién es él, es consciente de su enorme poder y de que ella tiene que vérselas con eso mismo: mujeres que lo miran fijamente, se rozan con él, lo desean con descaro.
—Ya tienes una nueva vida en Charleston —dice él—. No veo que vayas a dar marcha atrás. Me parece increíble que lo hicieras.
—¿Te parece increíble? —Y las escaleras se prolongan interminablemente.
—Sabiendo que yo estoy en Boston y no puedo mudarme al Sur. En qué situación nos deja.
—A ti te deja celoso. Maldices, y tú nunca dices palabrotas. ¡Dios santo! ¡No soporto estas escaleras! —Incapaz de recuperar el aliento—. No tienes razón alguna para sentirte amenazado. No es propio de ti sentirte amenazado por nadie. ¿Qué te pasa?
—Tenía demasiadas expectativas.
—¿Qué esperabas, Benton?
—No importa.
—Claro que importa.
Suben el inacabable tramo de escaleras y dejan de hablar, porque su relación es un asunto excesivo para abordarlo cuando están sin resuello. Ella sabe que Benton está furioso porque tiene miedo. Se siente indefenso en Roma. Y se siente indefenso en su relación porque está en Massachusetts, adónde se trasladó con la bendición de ella para trabajar de psicólogo forense en el Hospital McLean, subsidiario de Harvard, una oportunidad demasiado buena para pasarla por alto.
—¿En qué estábamos pensando? —dice ella, cuando ya no hay más peldaños, y le coge la mano—. Tan idealistas como siempre, supongo. Y tú podrías devolverme un poco de energía con esa mano tuya, como si también quisieras coger la mía. En diecisiete años, nunca hemos vivido en la misma ciudad y tampoco en la misma casa.
—Y tú no crees que eso pueda cambiar. —Entrelaza sus dedos con los de ella al tiempo que respira hondo.
—¿Cómo?
—Supongo que he abrigado en secreto la esperanza de que te mudaras. A Harvard, el Instituto Tecnológico de Massachusetts, Tufts. Supongo que creía que podrías dedicarte a la docencia. Tal vez en una facultad de medicina, o contentarte con ser asesora a tiempo parcial en McLean. O quizás en Boston, en la oficina forense, tal vez para acabar ocupando la jefatura.
—Me sería imposible volver a una vida así —dice Scarpetta.
Ya están entrando en el vestíbulo del hotel que ella denomina de la Belle Époque porque es de un tiempo hermoso. Pero no hacen ningún caso del mármol, el antiguo cristal de Murano, la seda y las esculturas, de nada ni de nadie, incluido Romeo —es su auténtico nombre—, que durante el día es un mimo pintado de oro y la mayoría de las noches portero, y deun tiempo a esta parte, un joven italiano bastante atractivo y huraño que no quiere volver a ser interrogado en relación con el asesinato de Drew Martin.
Romeo es amable pero evita mirarles a los ojos e, igual que un mimo, guarda silencio absoluto.
—Quiero lo mejor para ti —dice Benton—. Por eso, evidentemente, no me crucé en tu camino cuando decidiste poner en marcha tu propia consulta en Charleston, pero me molestó.
—No me lo dijiste.
—Tampoco debería decírtelo ahora. Has hecho lo más adecuado y lo sé. Durante años has tenido la sensación de que en realidad no estabas arraigada en ninguna parte, de que, en cierto sentido, no tenías hogar, y de alguna manera has sido desdichada desde que te fuiste de Richmond; peor aún, perdona que te lo recuerde, desde que nos despidieron. Aquel maldito capullo de gobernador. A estas alturas de tu vida, estás haciendo exactamente lo que debes. —Acceden al ascensor—. Pero no estoy seguro de poder aguantarlo más.
Ella intenta no sentir un miedo indescriptiblemente horrendo.
—¿Qué me estás diciendo, Benton? ¿Que deberíamos darnos por vencidos? ¿Es eso lo que quieres decir en realidad?
—Igual digo lo contrario.
—Igual no sé a qué te refieres, y no estaba flirteando. —Se bajan en su piso—. No flirteo nunca, salvo contigo.
—No sé lo que haces cuando no estoy presente.
—Sabes lo que no hago.
Él abre la puerta de su espléndida suite en el ático, con antigüedades y mármol blanco, y un patio de piedra lo bastante grande para abarcar un pueblecito. Más allá se perfila la silueta de la antigua ciudad en contraste con la noche.
—Benton —le dice—. No nos peleemos, por favor. Vuelves a Boston mañana por la mañana. Yo cojo un avión de regreso a Charleston. No nos distanciemos el uno del otro si no queremos que nos resulte más difícil estar separados.
Él se quita la chaqueta.
—¿Qué ocurre? —insiste Scarpetta—. ¿Estás enfadado porque por fin he encontrado un sitio donde echar raíces y he comenzado de nuevo en un lugar donde me va bien?
Él tira la chaqueta encima de una silla.
—A decir verdad —continúa ella—, soy yo la que tiene que empezar desde cero, crear algo de la nada, responder a mi propio teléfono y limpiar la maldita morgue yo misma. No cuento con la ayuda de Harvard. No tengo un apartamento de lujo en Beacon Hill. Tengo a Rose, a Marino y a veces a Lucy, así que acabo contestando al teléfono yo misma la mitad de las veces. Respondo a los medios de comunicación locales, a los abogados, a algún grupo que me reclama como oradora en un almuerzo, incluso al exterminador de ratas y bichos. El otro día fue la maldita Cámara de Comercio, para preguntar cuántas malditas guías telefónicas de las suyas quería encargar. Como si quisiera figurar en su guía igual que si tuviese una tintorería o algo por el estilo.
—¿Por qué? —pregunta Benton—. Rose siempre ha filtrado tus llamadas.
—Se está haciendo mayor. No da abasto.
—Entonces ¿por qué no atiende el teléfono Marino?
—Qué sé yo. Nada es lo mismo. El que hicieras creer a todo el mundo que habías muerto supuso una fractura, nos disgregó a todos. Muy bien, voy a decirlo: todo el mundo ha cambiado debido a eso, incluido tú.
—No tuve elección.
—Eso es lo curioso de las elecciones. Cuando tú no tienes otra, tampoco la tienen los demás.
—Por eso has echado raíces en Charleston. Preferiste no elegirme a mí. Podría volver a morir.
—Tengo la sensación de estar sola en medio de una puta explosión, con todo saltando por los aires a mi alrededor. Y estoy aquí plantada. Me has destrozado. Me has jodido de veras, Benton.
—¿Quién dice palabrotas ahora?
Ella se enjuga los ojos.
—Ahora me has hecho llorar.
Benton se acerca y la toca. Se sientan en el sofá y contemplan los campanarios gemelos de Trinitá dei Monti, en la Villa Medici, en las inmediaciones de la colina Pinciana, y más allá la Ciudad del Vaticano. Se vuelve hacia él y le vuelven a sorprender los rasgos definidos de su cara, el cabello plateado y su elegancia larga y esbelta, tan incongruente con su profesión.
—¿Cómo es ahora? —le pregunta ella—. ¿La manera en que te sientes, en comparación con entonces? Al principio.
—Diferente.
—Eso no presagia nada bueno.
—Diferente porque hemos estado sometidos a una tremenda presión durante mucho tiempo. A estas alturas me resulta difícil recordar cuando no te conocía. Aquél era otro, un tipo del FBI que se ceñía a las reglas, no tenía pasión ni vida, hasta que aquella mañana entró en la sala de conferencias donde estabas tú, la renombrada especialista en perfiles, con la misión de ayudarte a resolver los homicidios que asolaban tu modesta ciudad. Y allí estabas con la bata de laboratorio, y dejaste un enorme rimero de expedientes para estrecharme la mano. Me pareció que eras la mujer más extraordinaria que había visto en mi vida, no podía apartar la mirada de ti. Sigo sin poder apartarla.
—De una manera diferente. —Le recuerda lo que acaba de decir.
—Lo que ocurre entre dos personas es diferente cada día.
—Eso está bien siempre y cuando sientan lo mismo.
—¿Lo sientes tú? —pregunta él—. ¿Todavía sientes lo mismo? Porque si...
—¿Porque si qué?
—¿Lo harías?
—¿Si haría qué? ¿Si querría hacer algo al respecto?
—Sí. Para siempre. —Se levanta y busca la chaqueta, mete la mano en el bolsillo y regresa al sofá.
—Para siempre, lo contrario de nunca más —comenta ella, intentando ver lo que él trae en la mano.
—No me estoy haciendo el gracioso. Lo digo en serio.
—¿Para no perderme por culpa de un estúpido ligón? —Ella lo atrae hacia sí y lo sujeta con fuerza mientras le pasa los dedos por el pelo.
—Tal vez —dice él—. Acéptalo, por favor.
Abre la mano, y en la palma hay un papelito doblado.
—Nos estamos pasando notas en el colé —bromea ella, y le da miedo abrirlo.
—Venga, venga. No seas gallina.
Lo abre, y dentro hay una nota que pone: «¿Quieres?», y un anillo antiguo, una fina alianza de platino con diamantes.
—Era de mi bisabuela —explica él, y cuando ella se lo pone en el dedo le queda como hecho a medida.
Se besan.
—Si es porque estás celoso, es una razón terrible —le advierte ella.
—Claro, lo llevaba casualmente encima después de que haya estado medio siglo guardado en una caja fuerte. Te lo estoy pidiendo de verdad. Di que sí, por favor.
—¿Y cómo nos las arreglaremos, después de tanto hablar de vivir separados?
—Por el amor de Dios, no seas tan racional por una vez.
—Es muy bonito —dice ella, refiriéndose al anillo—. Más vale que vayas en serio, porque no pienso devolvértelo.
Nueve días después, domingo.
Una sirena de barco resuena lúgubre mar adentro.
Las torres de iglesia horadan el amanecer encapotado en Charleston y una campana solitaria empieza a tañer. Entonces se le suma toda una bandada, repicando en un idioma secreto que suena igual por todo el mundo. Con las campanas llegan las primeras luces del amanecer, y Scarpetta empieza a despertar en su suite principal, como denomina irónicamente su espacio vital en el segundo piso de la casa cochera de principios del siglo XIX que ocupa. En comparación con las casas más bien suntuosas de su pasado, la que tiene ahora supone una novedad de lo más extraña.
El dormitorio y el despacho están combinados, el espacio tan atestado que apenas puede moverse sin topar con la antigua cómoda o las estanterías, o la larga mesa cubierta con una tela negra en la que hay un microscopio y portaobjetos, guantes de látex, mascarillas de protección contra el polvo, equipamiento de fotografía y diversos utensilios de investigación del escenario del crimen, todo lo cual está fuera de contexto. No hay armarios empotrados, sólo guardarropas revestidos de cedro, uno al lado del otro, y de uno de ellos saca un traje de falda negro carbón, una blusa de seda a rayas blancas y grises y unos zapatos negros de tacón bajo.
Vestida para lo que promete ser un día complicado, sesienta a su mesa y contempla el jardín, viéndolo transformarse según cambian las sombras y luces de la mañana. Comprueba el correo electrónico para ver si su investigador, Pete Marino, le ha enviado algo que pueda trastocar sus planes para la jornada. No hay ningún mensaje, pero igual lo llama para comprobarlo.
—¿Sí? —Suena adormilado.
Al fondo, una voz desconocida de mujer se queja:
—Joder, ¿ahora qué?
—Vas a venir, ¿verdad? —pregunta Scarpetta—. A última hora de anoche me dijeron que nos envían un cadáver desde Beaufort, y doy por sentado que te ocuparás tú. Además, tenemos esa reunión esta tarde. Te dejé un mensaje, pero no has dado señales de vida.
—Ya.
La mujer en segundo plano dice con la misma voz quejosa:
—¿Qué quiere ésa ahora?
—Me refiero a que vengas en cuestión de una hora —le dice Scarpetta a Marino con voz firme—. Tienes que ponerte en camino ahora o no habrá nadie para abrirle la puerta a la funeraria Meddicks. No estoy familiarizada con ellos.
—Ya.
—Yo me pasaré hacia las once para rematar el trabajo con la criatura.
Como si el caso de Drew Martin no fuera bastante malo. El primer día de trabajo de Scarpetta tras su regreso de Roma ha traído consigo otro caso horrible, el asesinato de un niño cuyo nombre aún no sabe. Se le ha mudado a la cabeza porque no tiene otro sitio a donde ir, y cuando menos lo espera, ve su delicada carita, el cuerpo demacrado y el pelo castaño rizado. Y luego lo demás. El aspecto que tenía después de terminar ella su trabajo. Después de tantos años, tras miles de casos, una parte de sí misma detesta el carácter necesario de lo que debe hacerles a los muertos debido a lo que alguien les hizo antes.