—Vamos a coger una bata para ocultar todo el cuero que llevas, pero manten la boca cerrada y no hagas nada. No flipes ni nada por el estilo, y va en serio.
—Tampoco es que sea la primera vez que veo un cadáver —dice ella.
Se abren las puertas del ascensor y salen.
—Mi padre se atragantó con un pedazo de bistec delante de mí y toda mi familia —le cuenta Shandy.
—El vestuario está ahí al fondo. El de la izquierda —le indica Marino.
—¿La izquierda? ¿De cara a dónde?
—El primero nada más doblar la esquina. ¡Coge una bata y date prisa!
Shandy se apresura. En una sección de la pantalla, Benton la ve en el interior del vestuario —el vestuario de Scarpetta— sacando una bata azul de una taquilla —la bata y la taquilla de Scarpetta— para ponérsela a toda prisa, del revés. Marino espera pasillo adelante. Ella corre a su encuentro, con la bata desabrochada aleteando a su espalda.
Otra puerta. Ésta lleva a la zona de aparcamiento donde las motos de Marino y Shandy están aparcadas en una esquina, protegidas por conos de tráfico. Hay un coche fúnebre y el motor resuena en las viejas paredes de ladrillo. Se apea un empleado de funeraria, larguirucho y desgarbado, con traje y corbata tan negros y lustrosos como el coche. Despliega su cuerpo escuálido igual que una camilla extensible, como si se estuviera convirtiendo en lo que hace para ganarse la vida. Benton nota algo raro en sus manos, las tiene rígidas cual garras.
—Soy Lucious Meddick. —Abre la puerta trasera—. Nos conocimos el otro día cuando pescaron al crío muerto en las marismas. —Saca un par de guantes de látex, y Lucy lo enfoca con el
zoom.
Benton se fija en el aparato de ortodoncia de plástico que lleva en los dientes y en la goma elástica en la muñeca derecha.
—Acércate a sus manos —le dice Benton a Lucy.
Ella cierra más el plano mientras Marino dice, como si aquél no le cayera nada bien:
—Sí, ya lo recuerdo.
Benton repara en la yema de los dedos en carne viva de Lucious Meddick, y le dice a Lucy:
—Se muerde las uñas con saña. Es una forma de automutilación.
—¿Alguna novedad en ese caso? —Meddick se refiere al niño asesinato que, como bien sabe Benton, sigue sin identificar en el depósito.
—No es asunto tuyo —responde Marino—. Si fuera un asunto de
vulgación
pública, lo estarían dando en las noticias.
—Dios santo —exclama Lucy al oído de Benton—. Parece Tony Soprano.
—Veo que has perdido un tapacubos. —Marino señala el neumático trasero izquierdo del coche fúnebre.
—Es la de repuesto. —Meddick se muestra picajoso.
—Estropea el efecto general —se ceba Marino—. Una decoración tan lustrosa, y luego esa rueda con tuercas tan feas a la vista.
El otro abre la puerta con aire ofendido y desliza la camilla de ruedas por la trasera del coche. Las patas plegables de aluminio se abren con un chasquido y quedan fijadas. Marino no se ofrece a ayudarle mientras Meddick empuja la camilla con el cadáver embolsado rampa arriba, topa con el marco de la puerta y maldice.
Marino le guiña el ojo a Shandy, que tiene un aspecto extraño con la bata quirúrgica abierta y las botas de cuero negro de mofera. Lucious Meddick, impaciente, abandona el cadáver en medio del pasillo, hace chasquear la goma elástica en su muñeca y dice con tono irritado:
—Hay que ocuparse del papeleo.
—Más bajo —replica Marino—. Vas a despertar a alguien.
—No tengo tiempo para chorradas. —Lucious se da la vuelta para marcharse.
—Tú no vas a ninguna parte hasta que me ayudes a transferirla de esa camilla de tres al cuarto a uno de nuestros modelos de vanguardia.
—Se está dando aires. —La voz de Lucy resuena en el auricular de Benton—. Intenta impresionar a la putilla de las patatas fritas.
Marino saca una camilla con ruedas de la cámara frigorífica, con roces y las patas un tanto estevadas, una rueda levemente torcida como la de un carrito de supermercado. Con ayuda de Lucious, que está furioso, levanta el cadáver embullado y lo posa en la otra camilla.
—Esa jefa tuya es de armas tomar —dice Lucious—. Me viene a la cabeza una palabra que empieza por pe.
—Nadie ha pedido tu opinión. ¿Has oído que alguien le pida su opinión? —A Shandy.
Ella mira fijamente la bolsa, como si no le oyera.
—No es culpa mía que su dirección aparezca mal en internet. Se me puso respondona por presentarme allí, cuando sólo intentaba hacer mi trabajo. Tampoco es que me cueste llevarme bien con la gente. ¿Sueles recomendar alguna funeraria en concreto a tus clientes?
—Pon un puto anuncio en las páginas amarillas.
Lucious se dirige al pequeño despacho de la morgue a paso ligero, sin doblar casi las rodillas, lo que hace pensar a Benton en unas tijeras.
Un cuadrante de la pantalla lo muestra en el interior del despacho: se le ve molesto con el papeleo, abre cajones, hurga, encuentra por fin un bolígrafo.
Otro cuadrante de la pantalla muestra a Marino, que le dice a Shandy:
—¿Nadie sabía hacer la maniobra Hinelick?
—Yo soy capaz de aprender cualquier cosa, cariño —dice ella—. Cualquier maniobra que quieras enseñarme.
—En serio. Cuando tu padre se estaba ahogando con... —empieza a explicarle Marino.
—Creímos que le estaba dando un infarto, o un derrame o un ataque —le interrumpe—. Fue horrible, se echó las manos al cuello, cayó al suelo y se golpeó la cabeza, la cara se le empezó a poner azul. Nadie sabía qué hacer, no teníamos ni idea de que se estuviera ahogando. Aunque lo hubiéramos sabido, no podríamos haber hecho nada salvo lo que hicimos: llamar a urgencias. —De pronto parece a punto de romper a llorar.
—Lamento tener que decírtelo, pero sí podríais haber hecho algo —replica Marino—. Voy a enseñarte. Venga, date la vuelta.
Una vez terminado el papeleo, Lucious sale a toda prisa del despacho del depósito y pasa por delante de Marino y Shandy, que no le prestan la menor atención cuando entra en la sala de autopsias por su cuenta y riesgo. Por detrás, Marino le rodea la cintura a Shandy con sus enormes brazos, aprieta un puño y apoya el pulgar contra la parte superior del abdomen, justo por encima del ombligo. Se coge el puño con la otra mano y empuja suavemente hacia arriba, sólo para demostrarle cómo se hace. Luego desliza las manos hacia arriba y la acaricia.
—Dios bendito —le dice Lucy al oído—. Está empalmado en el puto depósito.
En la sala de autopsias, la cámara muestra a Lucious, que camina hacia el registro negro de grandes dimensiones que hay sobre una encimera, el Libro de los Muertos, como tiene la delicadeza de llamarlo Rose. Empieza a registrar el cadáver con el boli que ha encontrado en la mesa del despacho.
—No debería hacer eso. —La voz de Lucy en. el oído de Benton—. La única que puede tocar ese registro es tía Kay. Es un documento legal.
Shandy le dice a Marino:
—¿Ves? No resulta tan duro estar aquí. Bueno, quizá sí. —Tiende la mano hacia atrás y lo coge—. Desde luego sabes cómo animar a una chica. Y lo digo en serio. ¡Guau!
—Esto es increíble —le dice Benton a Lucy.
Shandy se vuelve entre los brazos de Marino y le besa, le besa en toda la boca allí mismo, en pleno depósito, y por un instante Benton cree que van a hacerlo en el pasillo,
Pero entonces:
—Venga, ahora prueba conmigo —le dice Marino.
En otro cuadrante de la pantalla, Benton ve a Lucious pasar las páginas del registro del depósito.
Cuando Marino se da la vuelta, su excitación salta a la vista. Shandy apenas puede rodearlo con los brazos, y se echa a reír. Él pone sus manazas encima de las de ella y la ayuda a empujar al tiempo que le dice:
—En serio. Si alguna vez me ves ahogarme, aprieta así. ¡Fuerte! —Se lo demuestra—. Se trata de expulsar el aire para que lo que está atascado también salga despedido.
Ella desliza las manos hacia abajo y vuelve a cogerlo, y Marino la aparta y le da la espalda a Lucious cuando éste sale de la sala de autopsias.
—¿Ya ha descubierto algo sobre el niño muerto? —Lucious se propina un golpe con la goma elástica en torno a la muñeca—. Bueno, supongo que no, porque en el Registro de Fallecidos aparece como «indeterminado».
—Así quedó registrado cuando lo trajeron. Qué, ¿has estado fisgando en el registro? —Marino tiene un aspecto ridículo, vuelto de espaldas a Lucious.
—Salta a la vista que ella es incapaz de ocuparse de un caso tan complicado. Es una pena que no lo trajera yo. Podría haber sido de ayuda. Sé más sobre el cuerpo humano que cualquier médico. —Se desplaza hacia un lado y se queda mirando la entrepierna de Marino—. Bueno, vaya, vaya...
—Tú no sabes una mierda y ya puedes callarte con lo del crío muerto —replica Marino sin miramientos—. Y también con lo de la doctora. Y puedes irte a tomar por culo de aquí.
—¿Te refieres al niño del otro día? —tercia Shandy.
Lucious sale traqueteando con su camilla. El cadáver que acaba de traer queda en la otra camilla en medio de la entrada, delante de la puerta de la cámara frigorífica de acero inoxidable. Marino —cuya excitación sigue siendo evidente— la abre e introduce la camilla, que se niega a cooperar.
—Madre mía —le dice Benton a Lucy.
—¿Va de Viagra o algo así? —La voz de ella en su oído.
—¿Por qué coño no compráis un carro nuevo, o como se llame eso? —dice Shandy.
—La doctora no derrocha dinero.
—Así que además es tacaña. Seguro que no te paga una mierda.
—Si necesitamos algo, lo consigue, pero no derrocha dinero. No es como Lucy, que incluso sería capaz de comprar China.
—Siempre te yergues para defender a la Gran Jefa, ¿verdad? Pero no como te yergues conmigo, cariño. —Shandy lo acaricia.
—Me parece que voy a vomitar. —La voz de Lucy.
Shandy entra en la estancia refrigerada para echar un buenvistazo al interior. La corriente de aire frío resulta audible por los altavoces de Benton.
Una cámara en la zona de carga muestra a Lucious, que se pone al volante de su coche fúnebre.
—¿Una víctima de asesinato? —pregunta Shandy sobre la entrega más reciente, y luego mira al rincón donde está el cadáver del niño, embolsado—. Cuéntame algo sobre el niño.
Lucious Meddick se pone en marcha con un retumbo de motor y la puerta de la zona de carga se cierra a su espalda con tal estruendo que parece un accidente de circulación.
—Causas naturales —dice Marino—. Una anciana oriental, de ochenta y cinco años o así.
—¿Cómo es que la envían aquí si ha muerto por causas naturales?
—Porque el juez de instrucción lo dispuso así. ¿Por qué? No tengo ni zorra idea. La doctora sólo me ha dicho que esté aquí. Sólo sé eso. Parece un infarto de lo más claro. Algo me huele mal. —Hace una mueca.
—Vamos a echar un vistazo —propone Shandy—. Venga, sólo un vistacito.
Benton los observa en la pantalla, ve a Marino abrir la cremallera de la bolsa y a Shandy retroceder asqueada, dar un salto hacia atrás y taparse la boca y la nariz.
—Es lo que te mereces. —La voz de Lucy al tiempo que enfoca el
zoom
sobre el cadáver: en proceso de descomposición, abotargado por gases, el abdomen verdoso. Benton conoce perfectamente ese olor, un hedor pútrido de lo más característico que se aferra al aire y el paladar.
—Joder —se queja Marino, y cierra la cremallera de la bolsa—. Probablemente llevaba tirada en el suelo varios días y el maldito juez de instrucción del condado de Beaufort no quería vérselas con ella. Lo has respirado hasta los pulmones, ¿eh? —Se ríe de Shandy—. Y tú que creías que mi trabajo era coser y cantar.
Shandy se acerca al rincón donde está el cuerpecillo embolsado. Se queda inmóvil, mirándolo.
—No lo hagas. —La voz de Lucy resuena en el oído de Benton, pero le está hablando a la imagen de Marino en la pantalla.
—Apuesto a que sé lo que hay en esta bolsita —dice Shandy, y resulta difícil oírla.
Marino sale de la cámara de refrigeración.
—Sal, Shandy. Ahora mismo.
—¿Qué vas a hacer? ¿Encerrarme aquí? Venga, Pete. Abre esta bolsita. Ya sé que es el niño muerto del que estabais hablando tú y el bicho raro de la funeraria. Me enteré de lo del crío en las noticias. Así que sigue aquí. ¿Cómo es eso? Pobrecillo, tan solo y frío en esta cámara.
—Se le ha ido la olla —dice Benton—. Se le ha ido la olla del todo.
—Más vale que no veas eso —le dice Marino, que vuelve a entrar en la cámara.
—¿Por qué no? Ese niño que encontraron en Hilton Head. El que no paraba de salir en las noticias —repite—. Lo sabía. ¿Por qué sigue aquí? ¿Saben quién lo hizo? —Sigue junto a la bolsita negra encima de la camilla plegable.
—No tenemos ni pajolera idea. Por eso sigue aquí. Venga. —Le hace una señal, y resulta difícil oírles.
—Déjame verlo.
—No lo hagas. —La voz de Lucy, hablando con la imagen de Marino—. No la jodas, Marino.
—Más vale que no lo hagas —le dice Pete a Shandy.
—Puedo soportarlo. Tengo derecho a verlo, porque se supone que no debes tener secretos conmigo. Nos ceñimos a esa regla. Así que demuéstrame ahora mismo que no guardas ningún secreto. —No puede apartar la mirada de la bolsa.
—Nanay. En asuntos así, esa regla no cuenta.
—Claro que cuenta. Más vale que te des prisa, me estoy quedando fría como un cadáver aquí dentro.
—Si la doctora llega a enterarse...
—Ya estamos otra vez. Te acojona como si fuera tu dueña. ¿Qué es eso tan chungo que crees que no puedo ver? —le dice Shandy con furia, casi a gritos mientras se abraza el cuerpo de tanto frío como tiene—. Seguro que no huele tan mal como esa vieja.
—Está despellejado y sin globos oculares —le explica Marino.
—Oh, no —dice Benton, y se frota la cara.
—¡No me vengas con cuentos! —exclama Shandy—. ¡No te atrevas a tomarme el pelo! ¡Déjame verlo ahora mismo! ¡Estoy más que harta de que te conviertas en un pringadillo cada vez que ella te dice algo!
—No tiene nada de gracioso, créeme. Lo que ocurre en este lugar no es ninguna broma. No hago más que decírtelo una y otra vez. No tienes ni idea de con qué tengo que vérmelas.
—Bueno, hay que ver para creer. Pensar que tu Gran Jefa sea capaz de hacer algo así: despellejar a un crío y sacarle los ojos... Siempre dices que trata a los muertos con delicadeza. —Y con tono de resentimiento—: A mí me parece que es una nazi. Los nazis despellejaban a la gente para hacer pantallas de lámpara.