—Te he oído llegar. Es evidente que has vuelto a aparcar la moto en la zona de carga —le dice—. Si la golpea un coche fúnebre o una camioneta —le recuerda—, la responsabilidad será tuya, y no voy a compadecerme.
—Si recibe algún golpe, entrará un cadáver de más en el depósito, el del gilipollas de la funeraria que no miraba por dónde iba.
La moto de Marino, con sus tubos de escape capaces de romper la barrera del sonido, se ha convertido en otro motivo de disensión. Va con ella a los escenarios de crímenes, a los tribunales, a urgencias en los hospitales, a bufetes de abogados, a domicilios de testigos. En la consulta, se niega a dejarla en el aparcamiento y la mete en la zona de carga, que es para la entrega de cadáveres, no para vehículos particulares.
—¿No ha llegado todavía el señor Grant? —pregunta Scarpetta.
—Ha venido en su mierda de furgoneta con su mierda debarca de pesca, redes para pescar camarones, cubos y demás porquería en el remolque. Es un hijoputa grande de la hostia, negro como el carbón. Nunca he visto negros tan negros como aquí. Ni gota de leche en el café. No como en nuestro viejo terruño en Virginia, donde Thomas Jefferson se acostaba con el servicio.
Scarpetta no está de humor para entrar al trapo de sus provocaciones.
—¿Está en mi despacho? Porque no quiero hacerle esperar.
—No entiendo por qué te has vestido para recibirlo como si fuera un abogado o un juez, o fueses a la iglesia —dice Marino.
Ella se pregunta si lo que espera en realidad es que se haya puesto elegante para él, quizá creyendo que ella ha leído los correos de la doctora Self y está celosa.
—Reunirme con él es tan importante como reunirme con cualquiera —responde ella—. Siempre nos mostramos respetuosos, ¿recuerdas?
Marino huele a tabaco y alcohol, y cuando «su química se desequilibra», como a menudo dice Scarpetta de un tiempo a esta parte restándole importancia, sus profundas inseguridades hacen que su mal comportamiento meta la directa, problema que se convierte en una amenaza considerable debido a su extraordinario físico. A los cincuenta y tantos años, lleva al rape lo que le queda de pelo, suele vestir ropa negra de motero y voluminosass botas, y últimamente un llamativo colgante con un dólar de plata. Es un fanático de la halterofilia, con un pecho tan ancho que se le ha oído jactarse de que hacen falta dos aparatos de rayos X para hacer una radiografía de sus pulmones. En una etapa muy anterior de su vida, de acuerdo con fotografías que ha visto Scarpetta, fue guapo a su modo rudo y viril, y aún podría resultar atractivo si no fuera por su aire grosero, desaseado y áspero, que a estas alturas de su vida no puede achacarse a una infancia difícil en una de las zonas más duras de Nueva Jersey.
—No sé por qué sigues abrigando la fantasía de que lograrás engañarme —le reprende Scarpetta, desviando la conversación del ridículo tema de cómo va vestida y por qué—. Anoche, y a todas luces en el depósito.
—¿Engañarte con qué? —Otro trago de la lata.
—Cuando te echas tanta colonia para disimular el olor a tabaco, lo único que consigues es provocarme dolor de cabeza.
—¿Eh? —Eructa sin hacer ruido.
—A ver si lo adivino, pasaste la noche en el Kick'N Horse.
—Ese antro está lleno de humo. —Encoge sus enormes hombros.
—Y seguro que tú no tuviste nada que ver. Estuviste fumando en el depósito, en la cámara frigorífica. Hasta la bata quirúrgica que me he puesto olía a tabaco. ¿También fumaste en mi vestuario?
—Probablemente se coló desde mi lado. El humo, quiero decir. Es posible que entrara con el cigarrillo en la mano. No lo recuerdo.
—Sé que no quieres contraer cáncer de pulmón.
Desvía la mirada tal como suele hacer cuando cierto tema de conversación le resulta incómodo, y opta por abortarlo.
—¿Has encontrado algo nuevo? No me refiero a la vieja, que no debería haber sido enviada aquí sólo porque el juez de instrucción no quería vérselas con un apestoso cuerpo medio descompuesto, sino al crío.
—Lo he dejado en la cámara. Ahora mismo no podemos hacer nada más.
—No lo soporto cuando se trata de niños. Si me entero de quién se cargó a ese crío allá abajo, soy capaz de matarlo, de hacerlo pedazos con mis propias manos.
—No amenaces con matar a nadie, por favor. —Rose está en el umbral con una expresión extraña.
Scarpetta no está segura de cuánto lleva ahí.
—No es ninguna amenaza —asegura Marino.
—Por eso exactamente lo he mencionado. —Rose entra en la cocina hecha un brazo de mar, según su anticuada expresión,con traje azul y el cabello blanco recogido en la nuca en un rodete francés. Parece agotada y tiene las pupilas contraídas.
—¿Ya estás sermoneándome otra vez? —le dice Marino con un guiño.
—A ti te hacen falta un par de buenos sermones, o tres o cuatro —replica ella al tiempo que se sirve una taza de café bien cargado, una «mala» costumbre a la que renunció hace cosa de un año y en la que, por lo visto, ha recaído—. Y por si lo has olvidado —lo mira fijamente por encima del borde de la taza—, ya mataste a alguien. Así que no deberías proferir amenazas. —Se apoya en la encimera y respira hondo.
—Ya te lo he dicho. No es ninguna amenaza.
—¿Seguro que estás bien? —le pregunta Scarpetta a Rose—. Igual tienes algo más que un poco de catarro. No deberías haber venido.
—Tuve una pequeña charla con Lucy —le dice Rose. Y a Marino—: No quiero que la doctora Scarpetta esté a solas con el señor Grant, ni un solo segundo.
—¿Te mencionó Lucy que ha salido bien parado de la investigación que llevamos a cabo sobre sus antecedentes? —pregunta Scarpetta.
—¿Me oyes, Marino? No dejes a la doctora Scarpetta sola ni un segundo con ese tipo. Me trae sin cuidado la investigación. Es más grande que tú —dice la perpetuamente protectora Rose, con seguridad a instancias de Lucy, también perpetuamente protectora.
Rose lleva casi veinte años trabajando de secretaria de Scarpetta, siguiéndola de la Ceca a la Meca, según sus propias palabras, y estando a las duras y a las maduras. A los setenta y tres años, es una figura atractiva e imponente, erguida y entusiasta, que entra y sale a diario del depósito de cadáveres armada con mensajes telefónicos, informes que deben firmarse sin demora, cualquier clase de asunto que a su juicio no puede esperar, o sencillamente el aviso —no, la orden— de que Scarpetta no ha comido en todo el día y arriba le está esperando la comida —saludable, por supuesto— que ha pedidopor teléfono, y que vaya a tomarla ahora mismo y que no beba otra taza de café porque toma demasiado café.
—Por lo visto, Grant se vio implicado en una pelea a navajazos. —Rose sigue preocupándose.
—Está en el informe. Fue la víctima —le recuerda Scarpetta.
—Parece muy violento y peligroso, y es del tamaño de un carguero. Me preocupa que quisiera venir un domingo por la tarde, quizá con la esperanza de encontrarte sola —le dice a Scarpetta—. ¿Cómo sabes que no fue él quien mató a ese niño?
—Vamos a oír lo que tenga que decir.
—En otros tiempos no lo habríamos hecho así. Habría presencia policial —insiste Rose.
—Ya no estamos en los viejos tiempos —replica Scarpetta, intentando no sermonearla—. Esto es una consulta privada, y tenemos más flexibilidad en ciertos aspectos y menos en otros. Pero, en realidad, una parte de nuestro trabajo siempre ha sido reunimos con cualquiera que pueda aportar información útil, con presencia policial o no.
—Ten cuidado —le advierte Rose a Marino—. Quienquiera que le haya hecho eso al pobre niño sabe perfectamente que su cadáver está aquí y la doctora Scarpetta se está ocupando de él, y por lo general, cuando se ocupa de algo, lo resuelve. Podría estar acechándola, por lo que sabemos.
Rose no suele crisparse así.
—Has estado fumando —le dice entonces a Marino.
Él echa otro largo trago de Pepsi
light.
—Deberías haberme visto anoche. Tenía diez cigarrillos en la boca y dos en el culo mientras tocaba la armónica y me lo montaba con mi chica nueva.
—Otra velada edificante en ese bar de moteros con alguna mujer que tiene el mismo cociente intelectual que mi nevera: bajo cero. Haz el favor de no fumar. No quiero que te mueras. —Rose parece inquieta mientras se acerca a la cafetera y empieza a preparar café—. El señor Grant quiere café —dice—. Y no, doctora Scarpetta, usted no puede tomar.
A Bulrush Ulysses S. Grant siempre lo han llamado Bull. Sin motivo alguno, comienza la conversación explicando el origen de su nombre.
—Supongo que se está preguntando por la S de mi nombre. Pues no es más que eso, una S y un punto —dice desde una silla cerca de la puerta cerrada del despacho de Scarpetta—. Mi madre sabe que la S en el nombre del general Grant es de Simpson, pero le dio miedo que si metía el Simpson ahí en medio, fuera demasiado largo para que yo lo escribiera, así que lo dejó en S. Explicarlo lleva más rato que escribirlo, si me lo pregunta usted.
Va limpio y pulcro con ropa de trabajo gris recién planchada, y sus zapatillas de lona parecen recién salidas de la lavadora. En el regazo tiene una gorra de béisbol deshilacliada con un pez estampado, y las
manos
cortésmente entrelazadas encima. El resto de su aspecto es amedrentador, la cara, el cuello y el cuero cabelludo salvajemente acuchillados con largos tajos rosas que se entrecruzan. Si acudió a un cirujano plástico, desde luego no era muy bueno. Quedará gravemente desfigurado de por vida, un mosaico de cicatrices queloides que a Scarpetta le recuerdan a Queequeg en
Moby Dick.
—Sé que se mudó usted aquí hace poco —dice Bull, para sorpresa de Scarpetta—. A esa vieja casa cochera cuya parte trasera da al pequeño paseo entre Meeting y King.
—¿Cómo demonios sabe dónde se supone que vive, y qué le importa eso? —lo interrumpe Marino con agresividad.
—Trabajaba para una de sus vecinas. —Bull dirige la respuesta a Scarpetta—. Falleció hace mucho tiempo. Supongo que sería más exacto decir que trabajé tal vez quince años para ella, y luego, hará unos cuatro años, su marido falleció. Después despidió a la mayor parte del servicio, imagino que por problemas de dinero, y tuve que buscar otra cosa. Luego ella también falleció. Lo que le digo es que me conozco la zona donde vive como el dorso de la mano.
Se mira las cicatrices rosadas en el dorso de las manos.
—Conozco su casa... —añade.
—Como he dicho... —empieza Marino de nuevo.
—Déjale acabar —lo corta Scarpetta.
—Conozco su jardín muy bien porque cavé el estanque y vertí el cemento, y me ocupé de la estatua del ángel que vela por él; la mantenía bien limpia. Levanté la verja blanca con remates en forma de flor en un lado, aunque no las columnas de ladrillo y hierro forjado en el otro. Eso es de antes de mi época y probablemente estaba tan cubierto de mirto y bambú cuando compró usted la propiedad que ni siquiera sabía de su existencia. Planté rosas, acebuche, amapolas de California, jazmines, e hice arreglillos en la casa.
Scarpetta está anonadada.
—Sea como sea —continúa Bull—, he estado haciendo trabajos para la mitad de los vecinos de su paseo y también en King Street, Meeting Street, Church Street, por todas partes. Desde que era niño. No se habrá enterado porque no me meto en los asuntos de los demás. Conviene no hacerlo si uno no quiere que la gente de aquí se ofenda.
—¿Como lo están conmigo?
Marino le lanza una mirada desdeñosa: se está mostrando más cordial de la cuenta.
—Sí, señora. Por aquí eso ocurre mucho —dice Bull—. Luego pone usted todos esos dibujos de telarañas en las ventanas, y eso tampoco hace ningún bien, sobre todo teniendoen cuenta cómo se gana la vida. Una de sus vecinas, a decir verdad, la llama «doctora Halloween».
—A ver si lo adivino. Seguro que es la señora Grimball.
—Yo no me lo tomaría muy en serio —dice Bull—. A mí me llama
Olé
, por lo de mi apodo, «Toro».
—Esos dibujos son para que los pájaros no choquen contra los cristales.
—Ajá. Nunca he tenido claro cómo sabemos exactamente lo que ven los pájaros. Como tampoco si, por ejemplo, ven lo que se supone que es una telaraña y vuelan hacia otra parte, aunque yo nunca he visto un pájaro atrapado en una telaraña como si fuera un insecto. Es como decir que los perros no ven los colores o no tienen sentido del tiempo. ¿Cómo podemos saberlo?
—¿Por qué demonios anda usted cerca de la casa de la doctora? —le espeta Marino.
—Buscaba trabajo. Cuando era un chaval, también ayudé a la señora Whaley —le dice Bull a Scarpetta—. Seguro que ha oído usted hablar del jardín de la señora Whaley, el más famoso de todo Charleston, Church Street abajo. —Sonríe orgulloso y, al señalar en la dirección de la calle, las heridas de su mano lanzan un destello rosa.
También tiene heridas en las palmas, heridas defensivas, piensa Scarpetta.
—Fue todo un privilegio trabajar para la señora Whaley. Se portó de maravilla conmigo. Escribió un libro, ¿sabe? Tienen ejemplares en el escaparate de esa librería en el hotel Charleston. Me firmó uno hace tiempo. Aún lo tengo.
—¿Qué hostias pasa aquí? —salta Marino—. ¿Ha venido al depósito para hablarnos del niño muerto, o es esto una maldita entrevista de trabajo y un paseo por sus viejos recuerdos?
—A veces las cosas encajan de una manera misteriosa —responde Bull—. Mi madre siempre lo decía. Igual, de algo malo puede salir algo bueno. Es posible que se derive algo bueno de lo que ocurrió. Y lo que ocurrió es malo, eso desde luego. Como una película que veo una y otra vez dentro de mi cabeza: el pequeño muerto en el barro, plagado de cangrejos y moscas. —Se lleva el índice cubierto de cicatrices al ceño fruncido y también surcado de cicatrices—. Aquí arriba, lo veo cuando cierro los ojos. La policía del condado de Beaufort dice que usted aún se está asentando aquí. —Pasea la mirada por el despacho de Scarpetta, asimilando poco a poco todos sus libros y diplomas enmarcados—. A mí me da la impresión de que está bastante asentada, aunque probablemente yo podría haberla ayudado a hacerlo mejor. —Centra su atención en los armarios recién instalados, donde guarda bajo llave algunos casos delicados y otros que aún no han llegado a los tribunales—. Como esa puerta de nogal negro, que no está al mismo nivel que la de al lado. No se ve recta. Podría arreglárserla sin el menor problema. ¿Ha visto alguna puerta torcida en su casa cochera? No, señora, seguro que no. Por lo menos no las que instalé yo cuando trabajaba allí. Puedo hacer prácticamente de todo, y si no sé, estoy más que dispuesto a aprender. Así que me he dicho: igual deberías preguntar. No hay nada de malo en preguntar.