—No creo que se esforzaran mucho. La policía me acusó de meterme en una pelea, dijeron que probablemente me había embroncado con el tipo que me vendió la hierba. No dije quién era, pero no fue él quien me acuchilló. Ni siquiera trabaja en el puerto. Después de salir de urgencias, pasé varias noches en la trena antes de presentarme ante el juez, y el caso se desestimó porque no había sospechoso y tampoco se encontró la hierba.
—Vaya. Entonces ¿por qué lo acusaron de tenencia de marihuana, si no se encontró? —pregunta Marino.
—Porque le dije a la policía que estaba a punto de fumar cuando ocurrió. Me había liado un petardo y justo iba a encenderlo cuando el tipo se me echó encima. Igual la policía no la encontró. No creo que pusieran demasiado interés, a decir verdad. O igual el tipo que me acuchilló se la llevó, no lo sé. Ya no me acerco siquiera a la hierba. Tampoco tomo ni gota de alcohol. Se lo prometí a mi mujer.
—Lo despidieron en el puerto —supone Scarpetta.
—Sí, señora.
—¿Cómo cree que podría sernos de ayuda por aquí, exactamente?—le pregunta.
—Con cualquier cosa que necesite. No hay nada que no esté dispuesto a hacer. La morgue no me asusta. No tengo problemas con los muertos.
—Tal vez pueda dejarme su número de móvil, o la manera más sencilla de ponerme en contacto con usted —le propone.
Bull saca un papel doblado de un bolsillo trasero, se levanta y lo deja en la mesa con gesto amable.
—Está todo aquí, señora. Llámeme cuando quiera.
—El investigador Marino le enseñará la salida. Muchas gracias por su ayuda, señor Grant. —Scarpetta se levanta de la mesa y, teniendo presentes sus heridas, le estrecha la mano con cuidado.
Cien kilómetros al suroeste, en el complejo turístico de la isla de Hilton Head, el cielo está nublado y del mar sopla un viento cálido y racheado.
Will Rambo camina por la playa vacía y en penumbra, rumbo a un punto determinado. Lleva una caja de aparejos de pesca y dirige el haz de una linterna Surefire allí donde le parece, aunque no la necesita para saber el camino. La luz es lo bastante intensa para cegar a una persona al menos unos segundos, y eso le basta, suponiendo que la situación lo requiera. Las ráfagas de arena le azotan la cara y repiquetean contra las gafas ahumadas. La arena se arremolina como vaporosas coristas.
Y la tormenta de arena entró bramando en Al Asad igual que un tsunami y engulló al vehículo blindado Humvee y a él mismo, engulló el cielo, el sol, lo engulló todo. La sangre se escurría entre los dedos de Roger, dándoles aspecto de haber sido pintados de rojo intenso, y la arena arremetía contra él y se le pegaba a los dedos ensangrentados mientras intentaba volver a meterse los intestinos. Su rostro reflejaba un pánico y una conmoción que no se parecían a nada que Will hubiera visto con anterioridad, y él no podía hacer nada salvo prometerle a su amigo que se pondría bien y ayudarle a meterse los intestinos.
Will oye los chillidos de Roger entre las gaviotas que vuelan en círculos sobre la playa, gritos de pánico y dolor.
—¡Will! ¡Will! ¡Will!
Gritos penetrantes, y el bramido de la arena.
—/
Will! ¡Will! ¡Ayúdame, por favor, Will!
Fue tiempo después de aquello, después de Alemania. Will
r
egresó a Estados Unidos, a la base de las Fuerzas Aéreas en Charleston, y luego se fue a Italia, a distintos lugares de Italia, donde había crecido. Lo asaltaban bloqueos mentales de manera intermitente. Fue a Roma para encontrarse cara a cara con su padre porque era el momento de hacerlo, y le pareció como un sueño estar rodeado por los frisos de hojas de palmera estarcidas y las molduras de trampantojo del comedor de la casa en la Piazza Navona donde pasara los veranos de su juventud. Bebió vino tinto con su padre, vino tinto como la sangre, y le irritó el ruido de los turistas bajo las ventanas abiertas, turistas estúpidos, más bobos que las palomas, que lanzaban monedas a la Fontana dei Quattro Fiumi de Bernini y hacían fotos, con el constante borboteo del agua como
fondo.
—
No paran de formular deseos que nunca se hacen realidad. O que si se hacen realidad, es para peor
—
le comentó a su padre, que no entendía nada pero seguía mirándole como si fuera un mutante.
En la mesa bajo la araña de luces, Will veía reflejada su cara en el espejo veneciano en la pared opuesta. No era verdad. Parecía Will, no un mutante, y veía su boca moverse en el espejo mientras le contaba a su padre que Roger quería ser un héroe cuando regresara de Irak. Su deseo se cumplió, decía la boca de Will. Roger regresó a casa como un héroe en un ataúd barato en la bodega de un avión de transporte C5.
—
No teníamos gafas ni equipo de protección ni chaleco antibalas ni nada
—
le contó Will a su padre en Roma, con la esperanza de que lo entendiera, aun a sabiendas de que eso era imposible.
—
¿Por qué fuiste, si no haces más que quejarte?
—
Tuve que escribirte para que nos enviaras pilas para las linternas. Tuve quepedirte herramientas porque se nos rompían todos los destornilladores, la mierda de herramientas que nos daban
—
decía la boca de Will en el espejo
—.
No teníamos
más que mierda de tres al cuarto debido a las malditas mentiras, las malditas mentiras que cuentan los políticos.
—
Entonces, ¿por qué fuiste?
—
Porque me obligaron, joder, so estúpido
,
—
¡No te atrevas a hablarme así! En esta casa, no. Aquí vas a tratarme con respeto. Yo no elegí esa guerra fascista, tú sí. Lo único que haces es quejarte como un crío. ¿Rezaste cuando estabas allí?
Cuando la inmensa cortina de arena se cernió sobre ellos y Will no veía la mano delante de su cara, rezó. Cuando la explosión de la bomba al borde del camino volcó el Humvee y no veía nada y el viento bramaba como si estuviera dentro del motor de un C17, rezó. Cuando sostuvo a Roger entre sus brazos, rezó. Y cuando ya no pudo seguir soportando el dolor de Roger, rezó, y ésa fue la última vez que rezó.
—
Cuando rezamos, lo único que hacemos es pedirnos ayuda a nosotros mismos, no a Dios. Estamos pidiendo nuestra propia intervención divina
—
le dijo la boca de Will en el espejo a su padre en Roma
—.
Así que no necesito rezarle a ningún dios en un trono. Soy la Voluntad de Dios porque soy mi propia Voluntad. No te necesito a ti ni a Dios porque yo soy la Voluntad de Dios.
—
Cuando perdiste los dedos de los pies, ¿también perdiste la cabeza?
—
le contestó su padre en Roma, y fue un comentario de lo más irónico en el comedor donde, sobre una consola dorada debajo del espejo, estaba expuesto el pie de piedra de una antigua estatua con todos los dedos. Pero también era cierto que Will había visto pies desmembrados allá en Irak después de que terroristas suicidas se hicieran estallar en lugares abarrotados, de manera que, a su modo de ver, que le faltaran unos pocos dedos era mejor que ser un pie entero al que le faltara todo lo demás.
—
Eso ya ha cicatrizado, pero ¿qué te importa a ti?
—
le dijo a su padre en Roma
—.
No viniste a verme ni una sola vez durante los meses que estuve en Alemania o en Charleston, ni los años anteriores. No has ido nunca a Charleston. Yo he estado aquí en Roma infinidad de veces, pero nunca para verte, aunque tú lo creyeras así. Salvo esta vez, por lo que tengo que
h
acer, una misión, ¿entiendes? Me fue permitido seguir con vida para aliviar el sufrimiento de otros. Algo que tú nunca entenderías porque eres un egoísta y un inútil, y te trae sin cuidado todo salvo tú mismo. Mírate: rico, todo frialdad y ni pizca de compasión.
El cuerpo de Will se levantó de la mesa, y se observó en el espejo caminar hasta la consola dorada debajo de éste. Cogió el antiguo pie de piedra mientras la fuente en la plaza seguía borboteando y los turistas metían bulla.
Lleva la caja de aparejos y una cámara colgada del hombro mientras camina por la playa en Hilton Head para cumplir su misión. Se sienta y abre la caja. Saca una bolsa térmica llena de arena especial, y luego unos frasquitos de pegamento violeta pálido. Se ilumina con la linterna mientras se unta el pegamento en la palma de las manos y las mete por turno en la bolsa de arena. Las levanta luego al viento y el pegamento se seca rápidamente, dejándoselas como si fueran de papel de lija. Más frasquitos, y hace lo mismo con la planta de los pies descalzos, con cuidado de cubrir por completo la yema de los siete dedos de los pies. Vuelve a meter los frascos vacíos y lo que queda de arena en la caja de aparejos.
Sus gafas ahumadas miran alrededor, y apaga la linterna.
Su destino es el cartel de «Prohibido el paso» plantado en la playa al cabo de un largo paseo marítimo de tablones que lleva hasta el jardín trasero cercado de la villa.
El aparcamiento detrás de la consulta de Scarpetta.
Se armó un gran revuelo cuando abrió la consulta, y los vecinos presentaron objeciones formales prácticamente a todas sus peticiones. Consiguió que le permitieran instalar la verja de seguridad disimulándola con plantas de hoja perenne y rosales, pero no se salió con la suya en lo tocante a la iluminación, y por la noche el aparcamiento está demasiado oscuro.
—Hasta el momento, no veo razón para no darle una oportunidad. Lo cierto es que nos vendría bien alguien —dice Scarpetta.
Se mecen los palmetos, y las plantas que bordean la verja se agitan mientras ella y Rose van hacia sus respectivos coches.
—No tengo a nadie que me ayude en el jardín, si a eso vamos. No puedo desconfiar de todo el mundo —añade.
—No dejes que Marino te empuje a hacer algo de lo que podrías arrepentirte —le advierte Rose.
—Desconfío de él, eso es verdad.
—Tienes que sentarte a hablar con él. No me refiero en el despacho: invítale a tu casa, cocina algo. No tiene intención de hacerte daño.
Han llegado al Volvo de Rose.
—Estás peor de la tos —le dice Scarpetta—. ¿Por qué no te quedas en casa mañana?
—Ojalá no se lo hubieras dicho. Me sorprende que nos lo dijeras siquiera a nosotros.
—Creo que fue el anillo lo que lo dio a entender.
—No deberías haberlo contado —insiste Rose.
—Es hora de que Marino se enfrente a lo que ha eludido desde que lo conozco.
Rose se apoya en su coche como si estuviera muy cansada para sostenerse por sí misma, o quizá le duelen las rodillas.
—Entonces, deberías habérselo dicho hace mucho tiempo, pero no lo hiciste y él siguió abrigando esperanzas, se enconó en su fantasía. Si uno no hace frente a los sentimientos de los demás, lo único que consigue es... —Tose tan fuerte que no puede acabar la frase.
—Me parece que estás incubando la gripe. —Scarpetta le apoya el dorso de la mano en la mejilla—. Estás caliente.
Rose saca un pañuelo de papel del bolso, se enjuga los ojos y lanza un suspiro.
—Ese individuo... Me parece increíble que te lo plantees siquiera. —Vuelve a hablar de Bull.
—El negocio está creciendo. Tengo que contratar un ayudante para el depósito, y ya he perdido toda esperanza de encontrar a alguien con preparación.
—No creo que lo hayas intentado mucho ni hayas tenido una mentalidad abierta al respecto. —El Volvo es tan viejo que Rose tiene que abrir la puerta con llave. Se enciende la luz interior, y la cara se le ve demacrada y ojerosa mientras se acomoda en el asiento y se arregla la falda para cubrirse los muslos.
—Los ayudantes de depósito mejor preparados proceden de las funerarias o las morgues de los hospitales —responde Scarpetta, con la mano sobre el marco de la ventanilla—. Puesto que la funeraria más importante de la zona resulta ser propiedad de Henry Hollings, que casualmente se sirve de la Facultad de Medicina de Carolina del Sur para las autopsias que caen en su jurisdicción o le son subcontratadas, ¿qué suerte crees que tendría si lo llamara para pedirle que me recomiende a alguien? Lo último que quiere el juez de instrucción local es ayudarme a que salga adelante, maldita sea.
—Llevas ya dos años diciendo lo mismo. Pero sin nada en que basarlo.
—Me rehuye.
—Exactamente a eso me refería con lo de que debes expresar tus sentimientos. Tal vez deberías hablar con él.
—¿Cómo sé que no es el responsable de que las direcciones de mi domicilio y mi consulta de pronto aparezcan confundidas en internet?
—¿Por qué iba a esperar hasta ahora para hacer algo así? Suponiendo que lo hiciera.
—Es un buen momento. Mi consulta ha salido en las noticias por lo del caso de maltrato infantil, y el condado de Beaufort me ha pedido que me ocupe del asunto en vez de llamar a Hollings. Estoy implicada en la investigación de Drew Martin y acabo de volver de Roma. Un momento interesante para que alguien llamara deliberadamente a la Cámara de Comercio y registrara mi dirección privada como la dirección de mi consulta, e incluso abonara la cuota de socio.
—Pero les hiciste retirar los datos. Y debería haber quedado constancia de quién pagó la cuota.
—Un cheque bancario —responde Scarpetta—. Lo único que han podido decirme es que quien llamó era una mujer. Retiraron los datos, gracias a Dios, antes de que se propagaran por toda la red.
—El juez de instrucción no es mujer.
—Eso no significa nada, maldita sea. No haría en persona el trabajo sucio.
—Llámale. Pregúntale a bocajarro si está intentando echarte de la ciudad, o, mejor dicho, echarnos a todos de la ciudad. Me da la impresión de que hay unas cuantas personas con las que debes hablar, empezando por Marino. —Tose, y como si eso fuera una orden, la luz interior del Volvo se apaga.
—No debería haberse mudado aquí. —Scarpetta se queda mirando la trasera del viejo edificio de ladrillo, pequeño, conuna planta y un sótano que convirtió en depósito de cadáveres—. Florida le encantaba —dice, y eso vuelve a recordarle a la doctora Self.
Rose gradúa el aire acondicionado, gira las rejillas de ventilación para que el aire frío le dé en la cara y vuelve a respirar hondo.
—¿Seguro que estás bien? Déjame que te siga a casa —se ofrece Scarpetta.
—Desde luego que no.
—¿Y si pasamos un rato juntas mañana? Te preparo la comida:
prosciutto
con higos y tu asado de cerdo borracho preferido. Un buen vino toscano. Ya sé cuánto te gusta mi crema de
ricotta
al café.