—Según lo que ha dicho, recibió el correo varios días después de que apareciera el cadáver de Drew. ¿Una coincidencia? Si posee información acerca de su asesinato, tiene que dármela —la insta Benton—. Dígamelo. Esto es muy grave.
La doctora estira las piernas y toca con el pie descalzo la mesa que hay entre ellos.
—Si tirara la grabadora de la mesa y se rompiera, ¿qué pasaría?
—El que mató a Drew volverá a matar —insiste Benton.
—Si tirara esta grabadora —la desplaza un poco con el pie—, ¿qué podríamos decir y qué podríamos hacer?
Benton se levanta de la silla.
—¿Quiere que otra persona sea asesinada, doctora Self?
—Coge la grabadora pero no la apaga—. ¿No ha pasado ya por esto?
—Ahí lo tiene —dice ella desde la cama—. Ahí está la conspiración. Kay volverá a mentir sobre mí, igual que antes.
Benton abre la puerta.
—No —le asegura—. Esta vez será mucho peor.
Las ocho de la tarde en Venecia.
Maroni vuelve a llenarse la copa de vino. A medida que se esfuma la luz del día, le llega el desagradable olor del canal debajo de la ventana abierta. Las nubes se amontonan en el cielo a media altura en un estrato denso y espumoso, y a lo largo del horizonte se ve la primera pincelada dorada.
—Es una maníaca del carajo. —La voz de Benton Wesley suena clara, como si se encontrara allí y no en Massachusetts—. No puedo adoptar una actitud clínica y apropiada. Y tampoco puedo quedarme ahí sentado y prestar oído a sus manipulaciones y mentiras. Encárgasela a otro. Estoy harto de ella. Estoy manejando mal el asunto, Paulo, como un poli, no como un médico.
El doctor Maroni está sentado delante de la ventana de su apartamento, tomando un Barolo delicioso que la conversación está echando a perder. No puede escapar de Marilyn Self. Ha invadido su hospital, ha invadido Roma y ahora lo ha seguido hasta Venecia.
—Lo que te estoy preguntando es si puedo excluirla de la investigación. No quiero someterla a un escáner —se explica Benton.
—Yo, desde luego, no voy a decirte qué hacer —responde Maroni—. Es tu investigación. Pero si quieres un consejo, no la cabrees. Sométela al escáner. Haz que sea una experienciaagradable y sencillamente asume que los datos no son válidos. Luego se largará.
—¿A qué te refieres con que se largará?
—Veo que no te han informado. La han dado de alta y se marcha después del escáner. —Del otro lado de las contraventanas abiertas, el canal presenta un color verde oliva y suave como el vidrio—. ¿Has hablado con Otto?
—¿Otto? —pregunta Benton.
—El capitán Poma.
—Ya sé quién es. ¿Por qué iba a hablar con él sobre esto?
—Cené con él anoche en Roma. Me sorprende que no se haya puesto en contacto contigo. Va de camino a Estados Unidos. En estos mismos instantes está en pleno vuelo.
—Dios santo.
—Quiere hablar con la doctora Self acerca de Drew Martin. Está convencido de que posee información al respecto y no quiere facilitarla.
—Dime que no se lo has dicho, por favor.
—No se lo he dicho, pero lo sabe de todas maneras.
—No veo cómo puede ser —dice Benton—. ¿Te das cuenta de lo que hará si cree que le hemos dicho a alguien que está ingresada aquí?
Pasa un taxi acuático acompañado de un rumor sordo y el agua chapalea contra el apartamento de Maroni.
—Supuse que obtuvo la información de ti —dice—, o de Kay, puesto que los dos sois miembros del RII y estáis investigando el asesinato de Drew Martin.
—Desde luego que no.
—¿Y de Lucy?
—Ni Kay ni Lucy están al tanto de que la doctora Self se encuentra aquí —dice Benton.
—Lucy es buena amiga de Josh.
—Maldita sea. Sólo lo ve cuando tiene que pasar un escáner. Hablan de informática. ¿Por qué iba a decírselo?
Al otro lado del canal, una gaviota maulla como un gato y un turista le echa pan, y el pájaro vuelve a maullar.
—Lo que estoy diciendo es hipotético, claro —asegura Maroni—. Supongo que me ha pasado por la cabeza porque la llama a menudo cuando se le cuelga el ordenador o hay algún problema que no puede resolver. Es demasiado para Josh ser técnico en RM y también en TI.
—¿Cómo?
—La cuestión es adónde va a ir la doctora Self y qué nuevos problemas puede causar.
—A Nueva York, supongo —dice Benton.
—Dímelo cuando lo sepas. —Maroni toma un sorbo de vino—. Todo esto es hipotético. Me refiero a lo de Lucy.
—Aunque Josh se lo hubiera contado, ¿estás precipitándote a sacar la conclusión de que luego ella se lo dijo a Poma, a quien ni siquiera conoce?
—Tenemos que mantener bajo observación a la doctora Self cuando se marche —advierte Maroni—. Va a causar problemas.
—¿A qué viene toda esta charla tan críptica? No lo entiendo.
—Eso ya lo veo. Es una pena. Bueno, no tiene mayor importancia. Cuando la doctora se marche, dime adónde va.
—¿No tiene mayor importancia? Si averigua que alguien le dijo a Poma que está ingresada en McLean o lo estuvo, es una violación de la Ley de Transferibilidad y Responsabilidad de Seguros Médicos. Ocasionará problemas, desde luego, que es exactamente lo que quiere.
—No tengo control alguno sobre lo que pueda decirle el capitán Poma o cuándo se lo diga. La investigación la llevan los Carabinieri.
—No entiendo qué está ocurriendo aquí, Paulo. Cuando le hice la entrevista clínica, me habló del paciente que te remitió a ti —le dice Benton, con la voz impregnada de frustración—. No entiendo por qué no me lo dijiste.
Bordeando el canal, las fachadas son de apagados tonos pasteles con el ladrillo a la vista allí donde el enlucido está desgastado. Una lustrosa barca de madera de teca pasa por debajo de un puente de ladrillo con arcos. El puente es muy bajo y el timonel, que va de pie, casi lo roza con la cabeza.
—Sí, me remitió un paciente. Otto me preguntó al respecto —reconoce Maroni—. Anoche le dije lo que sé. Al menos, lo que estoy autorizado a contar.
—Habría sido un detalle por tu parte contármelo.
—Te lo estoy contando ahora. Si no lo hubieras sacado a colación, también te lo estaría contando. Lo vi varias veces en el transcurso de varias semanas, el mes de noviembre pasado —dice el doctor Maroni.
—Se refiere a sí mismo como el Hombre de Arena, según la doctora Self. ¿Te suena?
—Lo del Hombre de Arena no me dice nada.
—Ella asegura que firma así sus correos electrónicos —le informa Benton.
—Cuando Self llamó a mi oficina el pasado octubre y me pidió que recibiera a ese hombre en Roma, no me facilitó ningún correo. No mencionó que se llamara a sí mismo el Hombre de Arena, y él tampoco lo dijo cuando vino a mi despacho. En dos ocasiones, creo. En Roma, como he dicho. No tengo información alguna que me lleve a la conclusión de que ha matado a nadie, y así se lo dije a Otto. Por tanto no puedo permitirte acceder a su informe ni a la evaluación que llevé a cabo, y sé que lo entenderás, Benton.
Maroni coge la licorera y vuelve a llenarse la copa mientras el sol se pone sobre el canal. El aire que entra por las contraventanas abiertas es más fresco, y el olor del canal no tan intenso.
—¿Puedes facilitarme alguna clase de información sobre él? —insiste Benton—. ¿Algo sobre su historial? ¿Una descripción física? Sólo sé que estuvo en Irak.
—No podría aunque quisiera, Benton. No tengo mis notas.
—Lo que supone que podría haber información importante en ellas.
—Hipotéticamente —dice Maroni.
—¿No crees que deberías asegurarte?
—No las tengo —insiste. —¿Cómo que no las tienes?
—No las tengo en Roma, a eso me refiero —dice desde su ciudad medio hundida.
Horas después, en el bar Kick'N Horse, treinta kilómetros al norte de Charleston.
Marino está sentado a la mesa enfrente de Shandy Snook y los dos comen pechuga de pollo frita con bollos, salsa de carne y sémola. Le suena el móvil y mira el número en la pantalla.
—¿Quién es? —pregunta ella, y bebe un sorbo de bloody mary con una pajilla.
—¿Por qué no pueden dejarme en paz?
—Más vale que no sea quien creo que es —amenaza ella—. Son las siete, maldita sea, y estamos cenando.
—No estoy aquí. —Marino pulsa un botón para silenciar el teléfono y aparenta que le trae sin cuidado.
—Eso es.
Shandy termina la copa sorbiendo ruidosamente, lo que a él le hace pensar en líquido desatascador en el desagüe de un lavabo.
—No hay nadie en casa —insiste ella.
Lynyrd Skynyrd suena a todo volumen en los altavoces, los neones de Budweiser están iluminados y los ventiladores del techo giran lentamente. Las paredes están cubiertas de sillas de montar y autógrafos, y los alféizares decorados con miniaturas de motocicletas, caballos de rodeo y serpientes de cerámica. Las mesas de madera están llenas a rebosar de moteros. También hay moteros en el porche: todo el mundo come y bebe, preparándose para el concierto de los Hed Shop Boys.
—Cagüen la leche —masculla Marino, que mira fijamente el móvil encima de la mesa. Hacer caso omiso de la llamada le resulta imposible. Es ella. Aunque en la pantalla se lee «número privado», sabe que es ella. A estas alturas ya debe de habervisto lo que hay en la pantalla de su ordenador. Le sorprende y le irrita que haya tardado tanto. Al mismo tiempo, le embarga la emoción de la venganza justificada. Se imagina a la doctora Self deseándolo igual que Shandy, dejándolo rendido igual que Shandy. Lleva una semana entera sin dormir.
—Como digo siempre, el muerto ya no puede estar más muerto, ¿verdad? —le recuerda ella—. Deja que la Gran Jefa se encargue por una vez.
Es ella la que ha llamado, pero Shandy no lo sabe. Supone que es alguna funeraria. Marino coge el bourbon con ginger ale pero sigue mirando de soslayo el móvil.
—Deja que se ocupe del asunto ella por una vez —repite Shandy—. Que le den.
Marino no responde, cada vez más tenso conforme se termina su copa. No responder a las llamadas de Scarpetta o devolvérselas hace que la ansiedad le produzca una opresión en el pecho. Piensa en lo que dijo la doctora Self y se siente engañado, insultado. Se le suben los colores. Durante casi veinte años, Scarpetta le ha hecho sentir que no es lo bastante bueno, cuando quizás el problema es ella. «Eso es. Probablemente es ella.» A Scarpetta no le caen bien los hombres. «Claro que no, joder.» Y durante todos estos años le ha hecho sentir que el problema es él.
—Deja que la Gran Jefa se encargue del último fiambre, sea quien sea. No tiene nada mejor que hacer —sigue taladrando Shandy.
—No tienes ni idea de quién es ni de su trabajo.
—Te sorprendería lo que sé de ella. Más vale que te andes con cuidado. —Shandy pide otra copa con un gesto.
—¿Con cuidado?
—Ya está bien de defenderla tanto, porque desde luego me estás sacando de quicio. Es como si olvidaras una y otra vez el lugar que ocupo en tu vida.
—¿Me dices eso después de toda una semana?
—Tú recuérdalo, guapo: no sólo estás «de guardia», estás «a su disposición las veinticuatro horas». ¿Por qué? ¿Por quésiempre saltas cuando te lo ordena? ¡Salta! ¡Salta! —Hace chasquear los dedos y ríe.
—Cierra la puta boca.
—¡Salta! ¡Salta! —Se inclina hacia delante para que él pueda ver dentro del chaleco de seda.
Marino recoge el móvil y el auricular.
—¿Quieres saber la verdad? —Shandy no lleva sujetador—. La verdad es que te trata como un mero servicio telefónico, un lacayo, un don nadie. No soy la primera que lo dice.
—No permito que nadie me trate así —se defiende él—. Ya veremos quién es un don nadie. —Piensa en la doctora Self y se imagina en la televisión internacional.
Shandy desliza la mano por debajo de la mesa y Marino ve por el escote del chaleco, ve tanto como le viene en gana. Ella lo acaricia con fuerza.
—No hagas eso —dice él, que está a la espera y cada vez se nota más ansioso y enfadado.
Dentro de nada otros moteros empezarán a pasar por delante para verla apoyada en la mesa y fisgarle el escote. Él ve cómo aumentan sus pechos a medida que el escote va bajando. Ella sabe cómo insinuarse en una conversación para que cualquier interesado pueda imaginarse dándole un buen bocado. Un hombretón con barriga y el billetero sujeto al pantalón con una cadena se levanta lentamente de la barra. Se toma su tiempo para llegarse hasta los servicios, disfrutando de la vista, y Marino se siente violento.
—¿No te gusta? —Shandy sigue sobándolo—. A mí desde luego me parece que sí. ¿Te acuerdas de anoche, cariño? Como un condenado adolescente.
—No sigas.
—¿Por qué? ¿Te resulta duro? —bromea ella, que se enorgullece de su ingenio.
Marino le retira la mano.
—Ahora no.
Le devuelve la llamada a Scarpetta.
—Soy Marino —saluda secamente, como si hablara conun desconocido, de manera que Shandy no sepa de quién se trata.
—Tengo que verte —responde Scarpetta.
—Sí, ¿a qué hora? —Se comporta como si no la conociera, y se siente excitado y celoso al ver que los moteros pasan por delante de su mesa, mirando a su novia oscura y exótica, que se ofrece a la vista de todos.
—En cuanto puedas llegar aquí, a mi casa —resuena la voz de Scarpetta en el auricular, con un tono al que él no está acostumbrado y que le hace percibir su furia como una tormenta en ciernes. Ha visto los correos electrónicos, no le cabe duda.
Shandy le lanza una mirada de «¿con quién cono estás hablando?».
—Sí, ya. —Marino finge irritación al tiempo que mira su reloj de pulsera—. Llego en media hora. —Cuelga y le dice a Shandy—: Entra un cadáver.
Ella lo mira como si intentara descifrar la verdad en sus ojos, como si de algún modo supiera que está mintiendo.
—¿De qué funeraria? —Se retrepa en el asiento.
—De Meddicks, otra vez. Vaya ardillita. Ese tipo no debe de hacer nada más que conducir el maldito coche fúnebre mañana, tarde y noche. Es lo que llamamos un «caza ambulancias».
—Ah —comenta ella—. Qué putada.
Shandy se fija en un tipo con un pañuelo con estampado de llamas anudado a la cabeza y botas deformadas a la altura del talón. Él no les presta atención al pasar por delante de su mesa camino del cajero automático.
Marino se ha fijado en él al llegar: no lo había visto con anterioridad. Le ve sacar unos míseros cinco dólares del cajero mientras su chucho duerme acurrucado en una silla junto a la barra. El tipo no lo ha acariciado una sola vez ni le ha pedido al camarero algo de comer para el animal, ni siquiera un cuenco de agua.