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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

El libro de Los muertos (16 page)

BOOK: El libro de Los muertos
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—Pues igual debería preguntar yo —dice Marino—. ¿Mató usted a ese niño? Es una coincidencia que lo encontrara, ¿no cree?

—No, señor. —Bull lo mira directamente a los ojos y se le tensa la mandíbula—. Suelo ir por esa zona a recoger hierba de búfalo, pescar peces y camarones, buscar almejas y coger ostras. Permítame que le pregunte —le sostiene la mirada a Marino— si yo hubiera matado a ese niño, ¿por qué iba a simular encontrarlo y llamar a la policía?

—Dígamelo usted. ¿Por qué?

—No hubiera hecho nada semejante, desde luego.

—Eso me recuerda algo: ¿cómo pudo llamar a nadie? —dice Marino, y se inclina hacia delante en la silla, sus manos del tamaño de zarpas de oso sobre las rodillas—. ¿Tiene teléfono móvil? —Como si un negro pobre no pudiera tenerlo.

—Llamé a emergencias. Y como he dicho, ¿por qué iba a hacerlo si hubiera sido el asesino?

No lo habría hecho. Además, aunque Scarpetta no va a decírselo, la víctima corresponde a un homicidio por maltrato con viejas fracturas curadas, cicatrices y una larga privación de comida. De manera que, a menos que Bulrush Ulysses S. Grant fuera el tutor o el padre de acogida del niño, o lo hubiera secuestrado y mantenido con vida durante meses o años, desde luego el asesino no es él.

—Llamó aquí diciendo que quería contarnos lo ocurrido el lunes pasado por la mañana, hace casi una semana —le dice Marino a Bull—. Pero primero, ¿dónde vive? Porque, según tengo entendido, no vive en Hilton Head.

—Oh, no, señor, desde luego que no. —Bull ríe—. Me temo que está un poquito por encima de mis posibilidades. Mi familia y yo tenemos una casita al norte, a la salida de la quinientos veintiséis. Me dedico a la pesca y otras cosas por aquí. Tengo el bote en el remolque, lo llevo a algún sitio y lo meto en el agua. Como decía, pesco camarones, peces, ostras, según la estación. Es uno de esos botes de fondo plano que no pesan más que una pluma y permiten ir corriente arriba, siempre y cuando me ande con cuidado con las mareas y no me quede allí varado con todos esos mosquitos y bichejos, mocasines de agua y serpientes de cascabel, también caimanes, pero eso sobre todo en los canales y calas donde hay maderos y el agua es salobre.

—¿Ese bote es el que lleva a remolque en la furgoneta aparcada ahí fuera? —indaga Marino.

—Eso es.

—De aluminio con qué, ¿un motor de cinco caballos?

—Eso es.

—Me gustaría echarle un vistazo antes de que se marche. ¿Tiene alguna objeción a que mire en el interior del bote y la furgoneta? Supongo que la policía ya lo hizo.

—No, señor, no lo hizo. Cuando llegaron allí y les conté lo que sabía, dijeron que podía marcharme. Así que regresé a mi camioneta. Para entonces ya se había reunido toda clase de gente. Pero haga lo que tenga que hacer. No tengo nada que ocultar.

—Gracias, pero no es necesario. —Scarpetta lanza una mirada significativa a Marino, que sabe perfectamente bien que no tienen jurisdicción para registrar la furgoneta de Grant, su bote ni ninguna otra cosa. De eso debe encargarse la policía, y no lo habían considerado necesario.

—¿Dónde botó el bote hace seis días? —le pregunta Marino a Bull.

—En Oíd House Creek. Hay un embarcadero y una tiendecilla donde, si he tenido un buen día, vendo parte de lo que pesco, sobre todo si tengo suerte con los camarones y las ostras.

—¿Vio a alguien sospechoso en la zona cuando aparcó la furgoneta este lunes por la mañana?

—No puedo decir que viera a nadie, pero no sé de qué hubiera servido. Para entonces el niño ya estaba donde lo encontré. Llevaba días allí.

—¿Quién ha dicho eso? —le pregunta Scarpetta.

—El de la funeraria en el aparcamiento.

—¿El que trajo el cadáver aquí?

—No, señora, el otro. Estaba allí con su cochazo fúnebre. No sé qué hacía allí, salvo hablar.

—¿Lucious Meddick? —pregunta Scarpetta.

—De la Funeraria Meddicks. Sí, señora. En su opinión, el niño llevaba muerto dos o tres días para cuando lo encontré.

Ese maldito Lucious Meddick: un presuntuoso del demonio, y además equivocado. El 29 y 30 de abril, las temperaturas oscilaron entre los 24 y 27 grados. Si el cadáver hubiera estado en las marismas aunque sólo fuera un día entero, habría empezado a descomponerse y sufrir daños sustanciales infligidos por depredadores y peces. Las moscas están tranquilas por la noche pero habrían puesto sus huevos a la luz del día, y habría estado infestado de gusanos. Tal como ocurrió, para cuando el cadáver llegó al depósito, el rígor mortis estaba bastante avanzado pero no era completo, aunque ese cambio post mórtem en concreto habría sido atenuado y ralentizado en cierta medida debido a la malnutrición y las subsiguientes carencias en el desarrollo muscular. El lívor mortis no estaba todavía definido ni asentado. No había decoloración debida a la putrefacción. Los cangrejos, camarones y demás apenas si habían empezado a cebarse con las orejas, la nariz y los labios. A juicio de Scarpetta, el chico llevaba muerto menos de veinticuatro horas, tal vez mucho menos.

—Adelante —le insta Marino—, díganos exactamente cómo encontró el cadáver.

—Anclé el bote y bajé con botas y guantes, preparado con cesta y martillo...

—¿Martillo?

—Para romper ostiones.

—¿Ostiones? —repite Marino con una media sonrisa.

—Los ostiones están pegados unos a otros en racimos, así que hay que romperlos y retirar las conchas muertas. Lo que más se encuentra son ostiones, es difícil encontrar selectas. —Hace una pausa y dice—: No parecen ustedes saber mucho sobre la pesca de ostras, así que se lo explicaré: una ostra selecta es una sola ostra como la que sirven en su media concha en los restaurantes. Ésas son las más codiciadas, pero son difíciles de encontrar. Sea como sea, me puse a pescar hacia mediodía. La marea estaba bastante baja, y es entonces cuando vi de refilón algo entre la hierba que parecía pelo enfangado, me acerqué y allí estaba.

—¿Lo tocó o lo movió? —pregunta Scarpetta.

—No, señora. —Niega con la cabeza—. En cuanto vi lo que era, volví al bote y llamé a emergencias.

—La marea baja empezó a eso de la una de la madrugada —señala ella.

—Así es, y para las siete ya había marea alta otra vez, tan alta que no iba a subir más. Y para cuando salí yo, ya volvía a estar bastante baja.

—Si fuera usted —dice Marino— y quisiera deshacerse de un cadáver sirviéndose de su bote, ¿lo haría con marea baja o marea alta?

—Quienquiera que lo haya hecho, probablemente lo dejó allí con la marea bastante baja, entre el fango y la hierba en la orilla de esa calita. Si la marea hubiera estado alta de veras, el cadáver habría sido arrastrado por la corriente. Pero al dejarlo en un sitio como ese donde lo encontré, se hubiera quedado allí, a menos que hubiese habido una marea de primavera en noche de luna llena, cuando el agua puede superar los tres metros de altura. En ese caso, podría haber sido arrastrado y haber acabado en cualquier parte.

Scarpetta lo ha consultado. La víspera de que se hallara el cadáver, la luna no llegaba a sus tres cuartas partes y el cielo estaba parcialmente cubierto.

—Un buen sitio para deshacerse de un cadáver. En una semana, habría sido poco más que un montón de huesos desperdigados —señala Marino—. Es un milagro que lo encontrara, ¿no cree?

—Allí no tardaría mucho en quedar reducido a huesos, sí, y estuvo en un tris de que nadie llegara a encontrarlo, eso es verdad —reconoce Bull.

—El caso es que, cuando le he mencionado lo de la marea alta y la marea baja, no le pedía que especulara acerca de lo que habría hecho otra persona, sino usted —le recuerda Marino.

—Marea baja con un bote pequeño que no tenga mucha quilla para meterte en sitios donde no cubra más de un palmo. Eso habría hecho yo, pero no lo hice. —Vuelve a mirar a Marino a los ojos—. Yo no le hice nada a ese niño, salvo encontrarlo.

Scarpetta lanza a Marino otra mirada penetrante, ya harta de sus maneras intimidatorias.

—¿Recuerda alguna otra cosa? —le pregunta a Bull—. ¿Alguien que viera por la zona? ¿Alguna persona que le llamara la atención?

—No dejo de pensar en ello, y lo único que me viene a la cabeza es que hace cosa de una semana estuve en ese mismo embarcadero, en Old House Creek, vendiendo camarones en el mercado de allí, y cuando me marchaba me fijé en una persona que amarraba una lancha de pesca. Y me llamó la atención que no llevara ningún aparejo para la pesca de camarones, ostras o peces, así que imaginé que debía gustarle salir a navegar. Le traía sin cuidado pescar y todo eso, sencillamente le gustaba estar en el agua, ya saben. Reconozco que no me hizo gracia su manera de mirarme. Me produjo una sensación extraña, como si me hubiera visto en alguna parte.

—¿Sabría describirlo? —indaga Marino—. ¿Vio qué vehículo conducía? Una camioneta, supongo, para llevar la lancha, ¿no?

—Llevaba una gorra calada y gafas de sol. No me pareció muy grande, pero no podría asegurarlo. No tenía razón para fijarme demasiado en él y no quise que pensara que le estaba mirando. Así suelen empezar los líos, ya saben. Lo que recuerdo es que llevaba botas, pantalones largos y una camiseta de manga larga, eso seguro, y recuerdo que eso me llamó la atención porque era un día caluroso y soleado. No vi qué conducía porque me fui antes que él y había bastantes camionetas y coches en el aparcamiento. Era una hora de ajetreo, venga llegar gente para comprar y vender marisco recién capturado.

—En su opinión, ¿habría que conocer la zona para deshacerse de un cadáver allí? —pregunta Scarpetta.

—¿Después de oscurecer? Dios santo. No sé de nadie que se meta en calas así por la noche, aunque eso no significa que no ocurriera. Quienquiera que lo hiciese no es una persona normal. No puede serlo, para hacerle algo semejante a una criatura.

—¿No observó nada extraño en la hierba, el barro, el banco de ostras cuando encontró el cadáver? —continúa Scarpetta.

—No, señora. Pero si alguien lo hubiera dejado allí la noche anterior durante la marea baja, entonces después la marea alta habría alisado el barro igual que cuando una ola de mar cubre la arena. Habría estado sumergido un rato, pero permaneció en su sitio debido a la hierba alta que lo rodeaba. Y el banco de ostras... supongo que lo saltó o rodeó como mejorpudo. No hay cosa que duela más que el corte de una concha de ostra. Si pisa en mitad de las ostras y pierde el equilibrio, puede hacerse unos cortes de cuidado.

—Igual es eso lo que le produjo a usted los cortes —comenta Marino—. Se cayó en un banco de ostras.

Scarpetta reconoce las heridas provocadas por el filo de un cuchillo cuando las ve, y dice:

—Señor Grant, hay casas no muy lejos de las marismas, y largos embarcaderos, uno no muy lejos de donde encontró al niño. ¿Es posible que lo transportaran en coche y luego lo llevaran embarcadero adelante, pongamos por caso, y acabara donde fue hallado?

—No imagino a nadie bajando los peldaños de uno de esos viejos embarcaderos, sobre todo después de oscurecer, con una linterna y un cadáver a cuestas. Y desde luego haría falta una linterna bien potente. Un hombre puede hundirse hasta la cintura en ese barro; te chupa hasta los zapatos. Imagino que habrían quedado huellas fangosas en el embarcadero, suponiendo que volviera a subir y se fuera por allí después de haber dejado su carga.

—¿Cómo sabe que no había ninguna huella en el embarcadero? —pregunta Marino.

—Eso me dijo el tipo de la funeraria. Yo estuve en el aparcamiento hasta que trajeron el cadáver, y él estaba allí hablando con la policía.

—Debe de tratarse de Lucious Meddick, otra vez —comenta Scarpetta.

Bull asiente.

—Estuvo un buen rato hablando conmigo, también, esperando a ver qué podía aportar yo. No le conté gran cosa.

Llaman a la puerta y entra Rose, que deja con manos temblorosas una taza de café en la mesa al lado de Bull.

—Leche y azúcar —dice—. Lamento haber tardado tanto. La primera cafetera se ha derramado, y había posos por todas partes.

—Gracias, señora.

—¿Alguien más quiere algo? —Rose mira alrededor y respira hondo. Se la ve más agotada y pálida que antes.

—¿Por qué no vas a casa y descansas un poco? —le aconseja Scarpetta.

—Estoy en mi despacho.

Cuando ella se va, Bull dice:

—Me gustaría explicarle mi situación, si no le importa.

—Adelante —asiente Scarpetta.

—Tenía un trabajo de verdad hasta hace tres semanas. —Baja la mirada hacia los pulgares, que hace girar lentamente sobre el regazo—. No voy a mentirle. Me metí en un lío. Basta con mirarme para darse cuenta. Y no es que me cayera en ningún banco de ostras. —Vuelve a mirar a Marino.

—¿En un lío de qué clase? —indaga Scarpetta.

—Fumé hierba y me peleé. Bueno, lo cierto es que no llegué a fumar, pero iba a hacerlo.

—Vaya, qué bonito —se burla Marino—. Resulta que uno de los requisitos que tenemos aquí es que cualquiera que quiera entrar a trabajar tiene que fumar hierba y ser violento y encontrar al menos el cadáver de una persona asesinada. Lo mismo atañe a jardineros y manitas para todo.

—Ya sé lo que parece —dice Bull—, pero no es eso. Estaba trabajando en el puerto.

—¿De qué? —pregunta Marino.

—De mecánico ayudante para el manejo de maquinaria pesada, así se llamaba el puesto. Principalmente, hacía lo que me mandaba el supervisor. Ayudaba a cuidar de la maquinaria, a levantar cosas y llevarlas de un sitio a otro. Tenía que hablar por la radio y arreglar cosas, lo que fuera. Bueno, una noche después de acabar mi turno, decidí escabullirme cerca de esos viejos contenedores que hay en el astillero. Los que ya no se utilizan y están hechos polvo y apartados. Si va en coche por Concord Street, sabrá a lo que me refiero, ahí mismo, al otro lado de la verja de tela metálica. Había sido un día largo, y a decir verdad, la parienta y yo habíamos tenido unas palabras por la mañana y no andaba de buen ánimo, así que decidí fumar unpoco de hierba. No lo tengo por costumbre, ni siquiera recuerdo la última vez que lo hice. Aún no había encendido el peta cuando de repente salió un tipo de la nada cerca de las vías del tren y me acuchilló con saña, con mucha saña.

Se levanta las mangas y tiene los brazos musculosos, y vuelve las manos para enseñar más tajos y cortes, de un rosa pálido en contraste con su piel negra.

—¿Cogieron al que lo hizo? —se interesa Scarpetta.

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