—Hay mujeres que pagarían una pasta por tenerlos así. Y de hecho la pagan —dice en tono prosaico.
—No están a la venta. En realidad, ni siquiera puedo regalarlos de un tiempo a esta parte.
—Me consta que eso no es cierto.
Lucy ya no se siente cohibida. Puede hablar de lo que sea con él. Al principio era una historia distinta, un horror y una humillación que un macroadenoma de pituitaria benigno —un tumor cerebral— estuviera causando una sobreproducción de la hormona prolactina que hacía creer a su cuerpo que estaba embarazada. Se le retiró la regla y aumentó de peso. No tenía galactorrea ni empezó a producir leche, pero si no hubiera descubierto lo que le ocurría cuando lo descubrió, eso es lo que habría sucedido a continuación.
—Por lo visto, no estás saliendo con nadie. —Saca las placas de la resonancia magnética de los sobres, las levanta y las coloca en las cajas luminosas.
—No.
—¿Qué tal la libido? —Atenúa la iluminación del despacho y enciende las cajas para iluminar las placas del cerebro de Lucy—. A veces al Dostinex se le llama el medicamento del sexo, ya sabes. Bueno, si surge la oportunidad.
Lucy se acerca a él y mira las placas.
—No voy a operarme, Nate.
Se queda mirando con aire sombrío la región de forma más o menos rectangular de hipointensidad en la base del hipotálamo. Cada vez que mira uno de sus escáneres, tiene la sensación de que debe de haber un error. Ése no puede ser su cerebro. Un cerebro joven, como lo llama Nate. Desde el punto de vista anatómico, un cerebro estupendo, dice, salvo por un pequeño fallo, un tumor de la mitad del tamaño de una moneda de un centavo.
—Me trae sin cuidado lo que digan los artículos en las revistas. Nadie va a abrirme. ¿Qué aspecto tiene? Dime que estoy bien, por favor —le pide.
Nate compara la placa antigua con la nueva, las estudia una junto a otra.
—No hay una diferencia drástica. Todavía tiene entre siete y ocho milímetros. No hay nada en la cisterna supraselar. Un leve desplazamiento de izquierda a derecha desde el infundíbulo del tallo pituitario. —Señala con un bolígrafo—. El quiasma óptico está limpio. —Señala de nuevo—. Lo que está muy bien. —Deja el boli y levanta dos dedos, que pone juntos y luego va separando para comprobar la visión periférica de Lucy—. Estupendo —vuelve a decir—. Casi idénticos. La lesión no está creciendo.
—Tampoco está menguando.
—Siéntate.
Lo hace en el borde del sofá.
—En resumen —dice Lucy—, no ha desaparecido. No se ha consumido con la medicación ni se ha vuelto necrótico, y no lo hará nunca, ¿verdad?
—Pero no está creciendo. La medicación lo ha reducido en cierta medida y lo está conteniendo. De acuerdo: opciones. Pero ¿qué quieres hacer? Permíteme que te diga que porque el Dostinex y su genérico hayan sido asociados con el riesgo de padecer enfermedad valvular cardíaca, no creo que tú debas preocuparte. Las investigaciones se centran en gente que la toma para el Parkinson. Con una dosis tan baja como la tuya lo más probable es que te vaya bien. ¿El mayor problema? Puedo extenderte una docena de recetas, pero no creo que encuentres una sola pastilla en este país.
—Se fabrica en Italia. Puedo obtenerlo allí. El doctor Maroni se prestó a ayudarme.
—De acuerdo, pero quiero que te hagas un ecocardiograma cada seis meses.
Suena el teléfono. Nate pulsa un botón, escucha brevemente y le dice al que ha llamado:
—Gracias. Llama a seguridad si el asunto parece desmadrarse. Asegúrate de que nadie lo toque. —Cuelga y le dice a Lucy—: Por lo visto, alguien ha venido en un Ferrari rojo que está llamando la atención a mucha gente.
—Qué ironía. —Se levanta del sofá—. Todo depende del punto de vista, ¿verdad?
—Ya lo conduzco yo, si no lo quieres.
—No es que no lo quiera, es que ya nada me produce la misma sensación que antes. Y eso no es del todo malo, sólo diferente.
—Es lo que conlleva lo que tienes. Se trata de algo que no deseas, pero es más de lo que tenías, porque tal vez ha cambiado tu manera de ver las cosas. —La acompaña a la salida—. Lo veo continuamente por aquí.
—Claro.
—Lo llevas muy bien. —Se detiene junto a la puerta que comunica con la sala de espera y no hay nadie que pueda oírles, sólo el recepcionista, que sonríe mucho y está otra vez al teléfono—. Te incluiría en el diez por ciento más afortunado de mis pacientes por lo que respecta a lo bien que lo llevas.
—El diez por ciento. Me parece que eso es un notable alto. Creo que empecé con un sobresaliente.
—No, nada de eso. Probablemente lo tenías desde siempre pero no te diste cuenta hasta que empezó a ser sintomático. ¿Ya hablas con Rose?
—No está dispuesta a aceptarlo. Intento no molestarme por ello, pero me resulta difícil. Muy, pero que muy difícil. No es justo, sobre todo para mi tía.
—No dejes que Rose te aleje de ella, porque probablemente es eso lo que intenta hacer precisamente por la razón que acabas de dar: no puede aceptarlo. —Introduce las manos en los bolsillos de la bata de laboratorio—. Te necesita. Ten por seguro que no va a hablar del asunto con nadie más.
A la salida del Centro Oncológico, una mujer delgada con la cabeza calva envuelta en un fular rodea el Ferrari acompañada de dos niños.
El aparcacoches sale al encuentro de Lucy.
—No se han acercado más de la cuenta. He estado vigilando. No se ha acercado nadie —dice en voz queda y urgente.
Lucy mira a los niños y a su madre enferma, y se dirige hacia el coche, que abre con el mando a distancia. Los chicos y su madre dan un paso atrás con gesto atemorizado. La madre parece vieja pero probablemente no tiene más de treinta y cinco años.
—Lo siento —le dice a Lucy—, pero están entusiasmados. No lo han tocado.
—¿Qué velocidad alcanza? —pregunta el mayor, un pelirrojo de unos doce años.
—Vamos a ver: cuatrocientos noventa caballos, seis velocidades, un motor V-ocho de cuatro coma tres litros, ocho mil quinientas revoluciones por minuto y panel difusor trasero de fibra de carbono. De cero a noventa en menos de cuatro segundos. En torno a trescientos por hora.
—¡Qué pasada!
—¿Has conducido uno de éstos? —le pregunta Lucy.
—Ni siquiera había visto uno.
—¿Y tú? —le pregunta a su hermano también pelirrojo, de unos ocho o nueve años.
—No, señora. —Con timidez.
Lucy abre la puerta del conductor y los dos pelirrojos alargan el cuello para echar un vistazo, conteniendo la respiración.
—¿Cómo te llamas? —le pregunta al mayor.
—Fred.
—Siéntate al volante, Fred. Voy a enseñarte a poner en marcha este trasto.
—No hace falta que lo haga —tercia la madre, que parece a punto de echarse a llorar—. Cariño, no toques nada.
—Yo soy Johnny —dice el otro chico.
—Tú después —le asegura Lucy—. Ponte a mi lado y presta atención.
Lucy enciende el contacto, se asegura de que el Ferrari esté en punto muerto, coge el dedo de Fred y lo posa sobre el botón rojo de arranque en el volante. Luego le suelta la mano.
—Tenlo apretado unos segundos y se pondrá en marcha.
El Ferrari despierta con un bramido.
Lucy da un paseo por el aparcamiento a cada uno de los chicos mientras su madre permanece de pie y sonríe, saluda con la mano y se enjuga los ojos.
Benton graba a Gladys Self desde su despacho en el laboratorio de neuroimagen del Hospital McLean. El apellido Self, palabra que remite al egoismo, le viene como anillo al dedo, igual que a su famosa hija.
—Si se pregunta por qué esa hija mía tan rica no me pone una bonita mansión en Boca —dice la señora Self—, bueno, pues es porque no quiero ir a Boca ni a Palm Beach ni a ninguna otra parte. Estoy muy bien aquí mismo, en Hollywood, Florida, en mi apartamentito destartalado en primera línea de playa, justo en el paseo marítimo.
—¿Y eso por qué?
—Para hacérselas pagar. Piense en la imagen que dará ella cuando me encuentren muerta en un cuchitril así algún día. A ver cómo le sienta a su popularidad. —Ríe satisfecha.
—Me da la impresión de que no le resulta fácil decir nada agradable de su hija —señala Benton—. Y necesito que la elogie al menos un poco, señora Self. Igual que voy a necesitar unos minutos de comentarios neutrales y luego de críticas.
—Pero, a ver, ¿por qué esta haciendo esto mi hija?
—Se lo he explicado al principio de nuestra conversación. Se ha ofrecido voluntaria para una investigación científica que estoy llevando a cabo.
—Esa hija mía no se ofrece voluntaria para un carajo a menos que espere sacar algo. Nunca le he visto hacer nada por la mera razón de ayudar al prójimo. Tonterías. ¡Ja! Una emergencia familiar. Suerte tiene de que no saliera yo en la CNN para decirle al mundo entero que está mintiendo. Vamos a ver. Me pregunto cuál puede ser la verdad. Déjeme seguir las pistas. ¿Es usted uno de sus psicólogos de la policía en el hospital ése como se llame? ¿McLean? Ah, sí, eso es, adónde van todos los ricos y famosos, justo la clase de lugar adónde iría mi hija si tuviera que ir a alguna parte, y yo sé de una buena razón para que lo haya hecho. Usted se quedará pasmado cuando se la diga. ¡Bingo! ¡Está ingresada como paciente, de eso va todo esto!
—Como le he dicho, ella forma parte de una investigación que estoy llevando a cabo. —Maldita sea. Ya le advirtió a la doctora Self al respecto: si llamaba a su madre para hacer la grabación, quizás ella sospechara que la doctora está ingresada—. No estoy autorizado a hablar de su situación, dónde está, qué está haciendo o por qué. No puedo divulgar información alguna sobre ninguno de los sujetos de nuestros estudios.
—Pues yo sí que podría divulgar un par de cosas. ¡Lo sabía! Es digna de estudio, desde luego. Qué persona normal saldría en la tele haciendo lo que hace ella: retorcer la mente de las personas, tergiversar su vida, como hizo con esa jugadora de tenis que han asesinado. Le apuesto dólares contradónuts a que Marilyn tiene parte de culpa en ello, la sacó en su programa para hurgar en asuntos íntimos de esa chica delante de todo el mundo. Fue bochornoso, no puedo creer que la familia de la chavalita lo permitiera.
Benton ha visto una grabación del programa. La señora Self está en lo cierto. Drew quedó más expuesta de la cuenta, y eso la hizo vulnerable y accesible, dos ingredientes para convertirse en víctima de acecho, si es que lo fue. No es ése el objetivo de su llamada, pero no puede resistirse a indagar.
—Me pregunto cómo consiguió su hija llevar a Drew Martin a su programa. ¿Ya se conocían?
—Marilyn es capaz de conseguir a quienquiera. Cuando me llama en ocasiones especiales, mayormente se dedica a alardear de tal o cual famoso. Sólo que, tal como lo cuenta, da la impresión de que tienen suerte de conocerla a ella, y no al revés.
—No la ve muy a menudo, ¿verdad?
—¿De veras cree que se tomaría la molestia de visitar a su propia madre?
—Bueno, tampoco es que carezca por completo de sentimientos, ¿no?
—De niña podía ser cariñosa, aunque cueste creerlo. Pero algo se malogró al cumplir los dieciséis años. Se escapó con un seductor que le rompió el corazón, regresó a casa y se armó una de cuidado. ¿No le ha contado nada de eso?
—No, nada.
—No me extraña. Es capaz de hablar sin parar de que su padre se suicidó y de lo horrible que soy yo y la gente en general, pero sus propios errores no existen. Le sorprendería averiguar a cuánta gente ha excomulgado de su vida sin otra razón que le resultaban inconvenientes. O quizá que alguien muestra una faceta de ella que el mundo no debe ver. Eso es una ofensa sólo punible con la muerte.
—Supongo que no lo dice en sentido literal.
—Depende de su definición.
—Vamos a empezar con sus aspectos positivos.
—¿Le ha contado que obliga a todo el mundo a firmar un compromiso de confidencialidad?
—¿Incluso a usted?
—¿Quiere saber la auténtica razón de que viva como vivo? Pues es porque no puedo permitirme su supuesta generosidad. Vivo de la Seguridad Social y de la jubilación que me ha quedado después de trabajar toda la vida. Marilyn nunca ha hecho nada por mí, y encima tuvo la cara de decirme que tenía que firmar uno de esos compromisos de confidencialidad, ¿entiende? Dijo que si no lo hacía, tendría que arreglármelas por mi cuenta por muy enferma que me pusiera. No lo firmé. Y aun así no hablo de ella, aunque podría, vaya sí podría.
—Está hablando conmigo.
—Bueno, ella me dijo que lo hiciera, ¿no? Le dio a usted mi teléfono porque conviene a los intereses egoístas que tiene ahora, sean cuales sean. Y yo soy su debilidad. No puede evitarlo. Se muere de ganas de saber lo que tengo que decir. Así da validez a la noción que tiene de sí misma.
—Lo que necesito —le explica Benton— es que imagine que le está diciendo lo que le gusta de ella. Tiene que haber algo. Por ejemplo: «Siempre he admirado lo lista que eres» o «Estoy muy orgullosa de tu éxito», etcétera.
—¿Aunque no lo sienta de veras?
—Si no puede decir nada positivo, me temo que no podemos seguir adelante. —Cosa que a Benton no le desagradaría.
—No se preocupe. Soy capaz de mentir tan bien como ella.
—Luego lo negativo. «Ojalá fueras más generosa o menos arrogante», o lo que le venga a la cabeza.
—Eso está chupado.
—Por último, los comentarios neutrales. El tiempo, ir de compras, lo que ha estado haciendo, cosas así.
—No se fíe de ella. Fingirá y mandará al cuerno su investigación.
—El cerebro no puede fingir —le asegura Benton—. Ni siquiera el de ella.
Una hora después. La doctora Self, con un reluciente traje pantalón de seda roja y descalza, está recostada en unos almohadones en su cama.
—Entiendo que esto le parezca innecesario —dice Benton, a la vez que pasa las páginas de la edición para pacientes de
Entrevista clínica estructurada para trastornos de Eje 1 según el DSM-IV.
—¿Le hace falta un guión, Benton?
—Para mantener la coherencia en esta investigación, llevamos a cabo las entrevistas con el manual. En cada ocasión según el sujeto. No voy a hacerle preguntas obvias e irrelevantes, como su estatus profesional.
—Déjeme que le ayude —se ofrece ella—. Nunca he estado ingresada como paciente en un hospital psiquiátrico. No tomo ninguna medicación. No bebo demasiado. Por lo general duermo cinco horas por la noche. ¿Cuántas horas duerme Kay?