—Los he recogido. ¿Cree que alguien golpeó el vidrio con la cabeza? —pregunta Becky—. ¿No le parece que habría sangre?
—No necesariamente.
Lucy fija con cinta adhesiva papel marrón sobre una cara de la ventana, abre la puerta de entrada y les pide a Scarpetta y Becky que salgan mientras echa el aerosol.
—Vi a Lydia Webster en una ocasión. —Becky sigue hablando; están en el porche—. Cuando se ahogó su pequeña y tuve que venir a hacer fotos. No se imagina lo mucho que me afectó, porque yo tengo una hija pequeña. Aún veo a Holly con su bañadorcito morado, sumergida cabeza abajo con el pelo enganchado en el desagüe. Tenemos el permiso de conducir de Lydia, por cierto, y nos han informado de una detención, aunque yo no me haría muchas ilusiones. Ella es más o menos de su misma altura. Podría ser que se hubiera golpeado con el cristal y lo hubiera roto. No sé si Tommy se lo dijo, pero su cartera estaba aquí mismo, en la cocina. No parece que la tocara nadie. No creo que la persona que buscamos tuviera como móvil el robo.
Incluso fuera, Scarpetta alcanza a oler el poliuretano. Contempla los grandes robles recubiertos de musgo español y un depósito de agua que descuella sobre los pinos. Dos personas pasan lentamente en bici y se quedan mirando.
—Ya se puede entrar. —Lucy está en el umbral, quitándose las gafas y la mascarilla.
El vidrio roto está recubierto de una gruesa espuma amarillenta.
—Bueno, ¿qué hacemos ahora con eso? —pregunta Becky, cuya mirada se demora en Lucy.
—Me gustaría envolverlo para llevárnoslo —dice Scarpetta.
—¿Y qué van a buscar?
—El pegamento. Cualquier partícula microscópica que se haya adherido a él. Su composición elemental o química. Aveces uno no sabe lo que está buscando hasta que lo encuentra.
—Le deseo buena suerte a la hora de meter la ventana bajo el microscopio —bromea Becky.
—Y también necesito los fragmentos de vidrio que han recogido —añade Scarpetta.
—¿Los algodones?
—Todo lo que quiera que analicemos en el laboratorio. ¿Podemos echar un vistazo al lavadero? —pregunta Scarpetta.
Está al lado de la cocina, y dentro, hacia la derecha de la puerta, han fijado papel marrón con cinta adhesiva sobre el hueco que ha quedado al retirar la ventana. Scarpetta se anda con cuidado al acercarse a lo que se considera el punto de entrada del asesino. Hace lo mismo que siempre: se queda fuera y mira hacia el interior, escudriñando hasta el último centímetro. Pregunta si han tomado fotografías del lavadero. Así es, y han buscado huellas de pies, de zapatos, huellas digitales. Contra una pared se ven cuatro lavadoras y secadoras de gama alta, y contra la pared opuesta, una jaula de perro vacía. Hay armarios y una mesa de gran tamaño. En una esquina, un cesto de mimbre está lleno hasta los topes de prendas sucias.
—¿Estaba esta puerta cerrada cuando llegaron? —pregunta Scarpetta, refiriéndose a la puerta de teca tallada que da al exterior.
—No, y la señora Dooley dice que estaba abierta, lo que le permitió acceder. Lo que creo es que el tipo retiró el vidrio e introdujo la mano. Como puede ver —Becky se acerca al espacio recubierto con papel donde antes estaba la ventana—, si se quita el vidrio de aquí, es fácil alcanzar el cerrojo de seguridad cerca del cristal. Naturalmente, si la alarma antirrobo estaba conectada...
—¿Sabemos que no lo estaba?
—No lo estaba cuando entró la señora Dooley.
—Pero no sabemos si lo estaba cuando entró él, ¿no es así?
—He pensado en ello. Parece que, de haber estado conectada, el cortavidrios... —empieza Becky, pero se lo piensa—. Bueno, no creo que cortar el vidrio la activase. Son muy silenciosos.
—Lo que indica que la alarma no estaba conectada cuando se rompió el otro vidrio. Y que nuestro hombre ya estaba dentro de la casa en ese momento. A menos que el vidrio se rompiera con anterioridad, cosa que dudo.
—Yo también —coincide Becky—. Lo más lógico habría sido repararlo para que no entraran bichos ni lluvia. O al menos recoger los trozos, sobre todo teniendo en cuenta que tenía aquí al perro. Me pregunto si tal vez forcejeó con él o intentó alcanzar la puerta para huir. Anteanoche ella hizo saltar la alarma, no sé si lo sabían. Era algo bastante habitual, porque se emborrachaba tanto que se le olvidaba que la alarma estaba conectada y abría la puerta corredera, que la activaba. Luego era incapaz de recordar la contraseña cuando la llamaban los del servicio de vigilancia, así que se avisaba a un coche patrulla.
—¿No hay indicio de que la alarma saltara desde entonces? —pregunta Scarpetta—. ¿Ha tenido oportunidad de pedir un informe a la empresa de seguridad? ¿Cuándo se activó por última vez? ¿Cuándo la desconectaron por última vez?
—La falsa alarma que le he mencionado fue la última vez.
—Cuando acudió la policía, ¿recuerdan haber visto su Cadillac blanco?
Becky responde que no, los agentes no recuerdan el coche, pero cabe que estuviera en el garaje.
—Parece que conectó la alarma más o menos a la hora del anochecer del lunes, y luego la desconectó a las nueve o así, para luego conectarla otra vez. Después la desconectó a las cuatro y catorce minutos de la mañana siguiente, es decir, de ayer,
—¿Y no volvió a conectarla? —pregunta Scarpetta.
—No. Es sólo una opinión personal, pero cuando la gente se dedica a beber y drogarse, no siguen un horario normal. Duermen de vez en cuando durante el día, se levantan a horas extrañas, de manera que igual desconectó la alarma a las cuatro y catorce para sacar al perro, quizá para fumar un pitillo, y el tipo la estaba vigilando, tal vez llevaba vigilándola cierto tiempo. Al acecho, quiero decir. Hasta donde sabemos, bien podría haber cortado ya el vidrio y estar esperándola aquí atrás en la oscuridad. Hay arbustos y bambúes en este lado de la mansión, y no hay ningún vecino cerca, de modo que incluso con los focos encendidos, podría haberse ocultado ahí atrás sin que nadie lo viera. Lo del perro es extraño. ¿Dónde se habrá metido?
—Tengo una persona ocupándose del asunto —dice Scarpetta.
—Igual el animal se nos pone a hablar y resuelve el caso —bromea.
—Tenemos que encontrarlo. Nunca se sabe qué puede resolver un caso.
—Si se escapó, alguien tiene que haberlo encontrado —señala Becky—. No es que se vean bassets por ahí todos los días, y en esta zona la gente se fija en los perros perdidos. Otro asunto distinto es que, si la señora Dooley decía la verdad, ese individuo debió de estar un buen rato con la señora Webster, tal vez la mantuvo viva durante horas. La alarma se desconectó a las cuatro y catorce de ayer, y la señora Dooley encontró la sangre y todo lo demás en torno a la hora de comer, unas ocho horas después, y probablemente el tipo seguía en la casa.
Scarpetta examina las prendas sucias en el cesto de mimbre. Encima de todo hay una camiseta arrugada, y con una mano enguantada la coge y deja que se despliegue. Está húmeda y manchada. Se incorpora y mira en el interior del lavabo. El acero inoxidable está salpicado de gotas, y hay un pequeño charco de agua en torno al desagüe.
—Me pregunto si utilizó esto para limpiar la ventana —comenta Scarpetta—. Todavía parece húmedo, y está sucio, comosi alguien lo hubiera utilizado de trapo. Me gustaría sellarlo en una bolsa de papel y enviarlo al laboratorio.
—¿Para buscar qué? —Becky vuelve a plantear la misma pregunta.
—Si lo tuvo en la mano, es posible que obtengamos restos de ADN. Podría ser una prueba. Más vale que decidamos a qué laboratorio enviarlo.
—El de la DPCS está muy bien, pero se lo toman con mucha calma. ¿Puede ayudarnos con su laboratorio?
—Para eso lo tenemos. —Scarpetta mira el teclado numérico de la alarma cerca de la puerta que da al pasillo—. Tal vez desconectó la alarma al entrar. No creo que podamos descartarlo. Una pantalla de cristal líquido en vez de botones: una buena superficie para sacar huellas, y tal vez ADN.
—Eso supondría que el intruso la conocía, si desconectó la alarma. Tiene sentido si se piensa en todo el tiempo que estuvo en la casa.
—Supondría que estaba familiarizado con este lugar. No quiere decir que la conociera —matiza Scarpetta—. ¿Cuál es el código?
—Lo que denominamos el código uno, dos, tres, cuatro y ya puedes ir entrando. Probablemente preestablecido, y ella no se molestó en cambiarlo. Déjeme que me asegure de lo del laboratorio antes de que empecemos a enviarles todo a ustedes. Tengo que preguntárselo a Tommy.
Turkington está en el vestíbulo con Lucy, y Becky le pregunta lo del laboratorio, y él hace un comentario acerca de cuántas cosas van a parar a manos privadas hoy en día. Hay departamentos que incluso contratan polis privados.
—Eso haremos nosotros —dice Lucy, y le entrega a Scarpetta un par de gafas tintadas de amarillo—. Los teníamos en Florida.
Becky se interesa por el maletín abierto en el suelo. Observa los cinco reflectores forenses de alta intensidad en forma de linterna, las baterías de níquel de 9 voltios, las gafas, el cargador multipuerto.
—He suplicado al sheriff que nos deje adquirir uno de esos reflectores portátiles para los escenarios del crimen. Cada uno tiene un ancho de banda diferente, ¿verdad?
—Espectros violeta, azul, verde azulado y verde —explica Lucy—. Y esta luz blanca de banda ancha tan práctica —la coge—, con filtros intercambiables en azul, verde y rojo para realzar el contraste.
—¿Funciona bien?
—Fluidos corporales, huellas digitales, restos de sustancias, fibras y otros vestigios. Sí, funciona de maravilla.
Selecciona una luz violeta con un espectro visible de 400 a 430 nanómetros y Becky, Scarpetta y ella entran en la sala. Todas las persianas están abiertas, y al otro lado se ve la piscina de fondo oscuro donde se ahogó Holly Webster, y más allá las dunas, las matas de avena de mar, la playa. El océano está tranquilo y el sol espejea sobre la marea como un cardumen de pececillos plateados.
—Aquí también hay muchas pisadas —indica Becky mientras miran—. De pies descalzos, de zapatos, todas pequeñas, probablemente de ella. Es curioso, porque no hay indicios de que él limpiara los suelos antes de irse, como debió de limpiar la ventana. De manera que cabría esperar que hubiera huellas de zapatos. El suelo es de piedra brillante, ¿verdad? Nunca había visto baldosas tan azules, parece el océano.
—Ése es probablemente el efecto deseado —dice Scarpetta—. Mármol azul, sodalita, tal vez lapislázuli.
—Joder. Una vez me hice un anillo de lapislázuli. Es increíble que alguien tenga todo un suelo. Disimula la porquería bastante bien — comenta—, pero desde luego hace mucho tiempo que no lo limpian. Hay cantidad de polvo y trastos, la casa entera está así. Si dirigen el haz de luz al sesgo verán a qué me refiero. Sencillamente no entiendo cómo es que parece no haber dejado ni una sola huella de zapato, ni siquiera en el lavadero por donde entró.
—Voy a dar una vuelta —dice Lucy—. ¿Y la planta superior?
—Creo que la señora Webster no utilizaba el piso de arriba. Dudo que él subiera. No han tocado nada. Sólo hay habitaciones de invitados, una especie de galería de arte y una sala de juegos. En mi vida había visto una casa así; debe de ser agradable.
—Para ella no —asegura Scarpetta, que está mirando las hebras de cabello largo y moreno que hay por el suelo, los vasos vacíos y la botella de vodka en la mesa delante del sofá—. No creo que este lugar le ofreciera ni un solo momento de felicidad.
Madelisa no lleva en casa ni una hora cuando suena el timbre.
En otros tiempos, ni siquiera se habría molestado en preguntar quién es.
—¿Quién es? —pregunta antes de abrir la puerta.
—El investigador Pete Marino, de la oficina forense —dice una voz, una voz profunda con un acento que le hace pensar en el Norte, en los yanquis.
Madelisa sospecha lo que ya temía. La señora de Hilton Head está muerta. ¿Por qué, si no, iba a presentarse alguien de la oficina forense? Ojalá Ashley no hubiera decidido irse a hacer recados en cuanto llegaron a casa, dejándola sola después de todo lo que ha pasado. Aguza el oído para detectar al basset, que, gracias a Dios, está en silencio en la habitación de invitados. Abre la puerta y se queda aterrada. Un hombretón vestido como un maleante de esos que van en moto. Es el monstruo que mató a esa pobre mujer y la ha seguido hasta su casa para matarla a ella también.
—No sé nada —dice, e intenta cerrar la puerta.
El matón encaja el pie para impedir que la cierre y accede al interior.
—Tranquila, señora —le dice, y abre el billetero para enseñarle la placa—. Como decía, soy Pete Marino de la oficina forense.
Ella no sabe qué hacer. Si intenta llamar a la policía, la matará allí mismo. Hoy en día, cualquiera puede procurarse una placa.
—Vamos a sentarnos y charlar un poco —dice él—. Acabo de enterarme de su visita al departamento del sheriff en Hilton Head.
—¿Quién se lo ha dicho? —Se siente un poco mejor—. ¿Se ha puesto en contacto con usted ese investigador? ¿Y por qué lo ha hecho? Le dije todo lo que sé, aunque no me creyó. ¿Quién le ha dicho que vivo aquí? Eso sí que me preocupa. Coopero con las autoridades y ellos facilitan mi dirección.
—Tenemos un problemilla con su versión —dice Pete Marino.
Las gafas de cristales amarillos de Lucy miran a Scarpetta.
Se encuentran en el dormitorio principal y las persianas están bajadas. Encima del edredón de seda marrón se ve la fluorescencia verde neón de varias manchas y lamparones bajo la luz halógena violeta.
—Podría ser fluido seminal —dice Lucy—. U otra cosa. —Explora la cama con el haz como si de un escáner se tratara.
—Saliva, orina, grasas sebáceas, sudor —enumera Scarpetta, y se acerca a una mancha luminiscente de grandes dimensiones—. No huelo a nada. Sostén la luz justo ahí. El problema es que no hay manera de saber cuándo se limpió por última vez el edredón. No creo que la limpieza fuera prioritaria. Típico de la gente deprimida. El edredón se irá al laboratorio. Lo que necesitamos es el cepillo de dientes y el del pelo, y los vasos en la mesita de centro, claro.
—En las escaleras de atrás hay un cenicero lleno de colillas —dice Lucy—. No creo que el ADN de esa mujer vaya a ser problema, ni sus huellas de pies y manos. El problema es él: sabe lo que se hace. Hoy en día, todo el mundo es un experto.
—No —responde Scarpetta—. Lo que pasa es que todo el mundo cree serlo.