Read El libro de Los muertos Online

Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

El libro de Los muertos (40 page)

BOOK: El libro de Los muertos
10.16Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Estás seguro? No puede ser. No tiene sentido.

—Es posible que no lo tenga, pero no hay la menor duda al respecto.

—No me vengas con eso tampoco, a menos que vaya en serio. Mi primera reacción es pensar que se trata de un error —dice Scarpetta.

—No hay ningún error. He sacado la tarjeta con las diez huellas que tomó Marino en el depósito. Lo he verificado visualmente. Es incuestionable, los detalles de las estrías de la huella parcial en la moneda coinciden con la huella del pulgar derecho del niño sin identificar. No hay error posible.

—¿Una huella en una moneda impregnada de vapor de cola? No veo cómo.

—Créeme, estoy contigo. Todos sabemos que las huellas de niños prepúberes no duran lo suficiente para someterlas a un análisis con vapor. Son mayormente agua, sólo sudor en vez de las grasas, los aminoácidos y todo lo demás que llega con la pubertad. Nunca he sometido a un análisis con vapor las huellas de un niño, y no creo que pueda hacerse. Pero esta huella es de un crío, y ese crío es el que está en tu depósito.

—Igual no es así como ocurrió —dice Scarpetta—. Igual no sometieron la moneda a ese análisis.

—Tuvo que ser así. Hay detalles de estrías en lo que a todas luces parece ser supercola, igual que si hubieran llevado a cabo esa prueba.

—Quizá tenía pegamento en el dedo y tocó la moneda —sugiere ella—, y de ese modo dejó la huella.

Capítulo 18

Las nueve de la noche. Una intensa lluvia azota la calle delante de la cabaña de pescador de Marino.

Lucy está empapada hasta los huesos mientras conecta una grabadora Mini Disc de receptor inalámbrico con apariencia de iPod. Dentro de seis minutos exactamente, Scarpetta va a llamar a Marino. Ahora mismo él está discutiendo con Shandy, y todas y cada una de sus palabras están siendo recogidas por el micrófono multidireccional oculto en la memoria USB de su ordenador.

Los pasos pesados de Marino, la puerta de la nevera al abrirse, el tenue burbujeo de una lata recién abierta, probablemente de cerveza.

La voz furiosa de Shandy resuena en el auricular de Lucy:

—No me mientas. Te lo advierto. ¿Así, de repente? ¿De repente decides que no quieres comprometerte en una relación? Y por cierto, ¿quién te ha dicho que yo me he comprometido contigo? El único compromiso que debería haber aquí es el tuyo con un puto manicomio. Igual el prometido de la Gran Jefa puede hacerte descuento en una habitación de su hospital.

Él le ha contado que Scarpetta y Benton tienen previsto casarse. Y ella le está dando a Marino donde le duele, lo que significa que sabe dónde le duele. Lucy se pregunta hasta qué punto ella lo ha utilizado contra él, lo ha zaherido con ello.

—No soy de tu propiedad. ¡No puedes poseerme hasta que ya no te convenga, así que igual me libro yo de ti antes! —grita Marino—. Me resultas perjudicial. Me obligas a ponerme esa mierda de hormonas, es un milagro que no me haya dado un infarto o algo peor. Y sólo llevo una semana. ¿Qué pasará de aquí a un mes, eh? ¿Ya has escogido un puto cementerio? O igual voy a parar a la puta trena porque se me va la olla y hago algo.

—Igual ya has hecho algo.

—Vete a la mierda.

—¿Por qué iba a comprometerme con un puto viejo seboso como tú, que ni siquiera se empalma con esa «mierda de hormonas»?

—Ya te vale, Shandy. Estoy harto de que me machaques, ¿me has oído? Si soy un pringado, ¿por qué estás aquí? Necesito espacio, tiempo para pensar. Ahora mismo todo está patas arriba. El trabajo se ha convertido en una mierda. Estoy fumando, no voy al gimnasio, bebo más de la cuenta, me coloco. Todo se ha ido a la mierda, y lo único que haces tú es meterme en líos cada vez más graves.

Le suena el móvil pero no responde, y el teléfono sigue sonando una y otra vez.

—¡Contesta! —exclama Lucy bajo la lluvia intensa y constante.

—¿Sí? —suena la voz de Marino en el auricular de Lucy.

«Gracias a Dios.» Marino guarda silencio un momento, a la escucha, y luego contesta a Scarpetta:

—No puede ser.

Lucy no alcanza a oír la parte de la conversación a cargo de Scarpetta pero sabe lo que está diciendo. Le está diciendo a Marino que no se han hallado concordancias en la RNIIB ni en el SIHAI del número de serie del Colt 38, ni de ninguna de las huellas completas o parciales recuperadas del arma y los proyectiles que encontró Bull en el paseo detrás de su casa.

—¿Qué hay de él? —pregunta Marino.

Se refiere a Bull. Scarpetta no puede responder a eso. Lashuellas de Bull no aparecerían en el SIHAI, porque no ha sido condenado por ningún delito y su detención hace unas semanas no cuenta. Si el Colt es suyo pero no es robado ni fue utilizado en un delito y luego acabó otra vez en circulación, no estará en la RNIIB. Scarpetta ya le ha dicho a Bull que sería útil tomar sus huellas dactilares para poder excluirle, pero aún no se ha sometido al proceso, y no puede recordárselo porque no consigue ponerse en contacto con él. Tanto ella como Lucy lo han intentado en varias ocasiones después de salir de la casa de Lydia Webster. La madre de Bull dice que salió en su barca a recoger ostras. Teniendo en cuenta el mal tiempo, es incomprensible que haya hecho algo semejante.

—Ajá, ajá. —La voz de Marino colma el oído de Lucy, y otra vez está caminando de aquí para allá, cauteloso a todas luces de lo que dice delante de Shandy.

Scarpetta también va a contarle a Marino lo de la huella parcial en la moneda de oro. Tal vez eso es lo que le está diciendo ahora mismo, porque Marino lanza una exclamación de sorpresa.

Luego añade:

—Me alegra saberlo.

Después vuelve a guardar silencio. Lucy le oye caminar. Se acerca más al ordenador, a la memoria USB, y una silla roza contra el entarimado como si estuviera tomando asiento. Shandy está callada, probablemente intentando averiguar de qué habla y con quién.

—De acuerdo —dice Marino, al cabo—. ¿Nos podemos ocupar de esto un poco más tarde? Ahora mismo tengo algo entre manos.

Lucy está segura de que su tía va a obligarle a abordar lo que ella quiere, o al menos a escucharla. Scarpetta no va a colgar sin recordarle que, en algún momento de la semana anterior, Marino empezó a llevar al cuello un antiguo dólar estadounidense de plata. Es posible que no esté relacionado con el colgante de la moneda de oro que como mínimo tocó, en algún momento, el niño muerto en la cámara frigorífica de Scarpetta, pero ¿de dónde sacó Marino ese colgante tan llamativo? Si le está planteando la pregunta, él no responde. No puede: Shandy está allí mismo, a la escucha. Y mientras Lucy permanece en la oscuridad, bajo la lluvia, y la lluvia le empapa la capucha y le cae por el cuello del chubasquero, piensa en lo que Marino le hizo a su tía, y vuelve a tener aquella sensación: una sensación rotunda, audaz.

—Sí, sí, no hay problema —dice Marino—. Eso cayó por su propio peso.

Lucy deduce que su tía le está dando las gracias. Qué irónico que sea ella quien le dé las gracias. ¿Cómo hostias puede agradecerle nada? Lucy sabe la razón, pero aun así lo encuentra asqueroso. Scarpetta le está dando las gracias por hablar con Madelisa, de lo que se derivó su confesión de que se había llevado el basset; luego le enseñó unos pantalones cortos con manchas de sangre, la misma sangre que llevaba el perro. Madelisa se la limpió en los pantalones, lo que indica que debió de llegar al escenario muy poco después de que alguien fuera herido o asesinado, porque la sangre en el pelaje del perro seguía húmeda. Marino se llevó los pantalones y dejó que la mujer se quedara con el perro. Su versión, según le aseguró a Madelisa, será que el asesino secuestró el perro, probablemente lo mató y lo enterró en alguna parte. Es asombroso lo amable que es Marino con mujeres que no conoce.

La lluvia es como un tamborileo incesante de dedos fríos sobre la coronilla de Lucy. Echa a andar, manteniéndose fuera del campo de visión de Marino o Shandy en caso de que se acercaran a la ventana. Quizás esté oscuro, pero Lucy no se arriesga. Marino ya ha colgado.

—¿Crees que soy tan estúpida que no sé con quién cono estabas hablando? ¿Te parece que has tenido buen cuidado de que no me enterara de lo que decías? Que hablabas en clave, por así decirlo —le increpa Shandy—. Como si fuera tan estúpida para tragarme algo así. ¡Estabas hablando con la Gran Jefa, ni más ni menos!

—No es asunto tuyo, maldita sea. ¿Cuántas veces tengoque decírtelo? Puedo hablar con quien me dé la puta gana.

—¡Todo es asunto mío! ¡Pasaste la noche con ella, fulero de mierda! ¡Vi la maldita moto a primera hora de la mañana siguiente! ¿Te piensas que soy tonta? ¿Mereció la pena? ¡Ya sé que llevabas media vida esperándolo! ¿Mereció la pena, puto cabrón seboso?

—No sé quién demonios te ha metido en esa cabecita de niña mimada que todo en esta vida es asunto tuyo, pero escúchame bien: no lo es.

Tras unos cuantos «vete a tomar por culo» y demás juramentos y amenazas, Shandy sale encolerizada y da un portazo a su espalda. Desde donde se oculta, Lucy la ve ir a zancadas enfurecidas hasta debajo del alero de la cabaña, donde tiene la moto. Arranca y cruza hecha una furia la estrecha franja arenosa que es el patio delantero de Marino, y luego acelera estruendosa en dirección al puente de Ben Sawyer. Lucy espera unos minutos, con el oído atento para asegurarse de que Shandy no regresa. Nada salvo el sonido lejano del tráfico y el sonoro repiqueteo de la lluvia. Una vez en el porche delantero de Marino, llama a la puerta. Él la abre de golpe, su rostro furioso repentinamente neutro, luego incómodo, su semblante pasando de una emoción a la siguiente como una máquina tragaperras.

—¿Qué haces aquí? —pregunta, aunque mira más allá, como si le preocupara que Shandy fuera a regresar.

Lucy entra en el miserable refugio que conoce mejor de lo que él se piensa. Se fija en el ordenador, con el lápiz de memoria todavía conectado. Lleva el falso iPod y el auricular en un bolsillo del impermeable. Marino cierra la puerta y se queda delante de ella, más incómodo cada segundo que pasa, mientras ella toma asiento en un sofá con funda a cuadros que huele a moho.

—Tengo entendido que nos espiabas a Shandy y a mí cuando estuvimos en el depósito, como si hubieras decidido recortar las libertades ciudadanas por tu cuenta y riesgo. —Es él quien toma la iniciativa, dando por supuesto tal vez que ésaes la razón de su visita—. A estas alturas, ¿no sabes que es mejor no putearme de esa manera?

Intenta intimidarla como un bobo, cuando sabe perfectamente que nunca la ha intimidado, ni siquiera cuando era niña. Ni siquiera cuando era adolescente y se reía de ella —a veces hasta el extremo de la burla y el desprecio— por quién era y lo que era.

—Ya hablé del asunto con la doctora —continúa—. No queda nada por decir, así que no empieces con eso.

—¿Y eso es todo lo que hiciste con ella? ¿Hablar? —Lucy se inclina hacia delante, saca la Glock de la funda sujeta al tobillo y le apunta—. Dame una buena razón para que no te pegue un tiro —le dice sin asomo de emoción.

Marino no responde.

—Una buena razón —insiste Lucy—. Tú y Shandy teníais una pelea de la hostia. Se os oía gritar desde la calle.

Se levanta del sofá, se acerca a una mesa y abre el cajón. Saca el Smith & Wesson 357 qué vio la noche anterior, vuelve a sentarse y guarda la Glock en la funda para luego apuntar a Marino con su propia arma.

—Las huellas de Shandy están por todas partes. Supongo que también hay ADN suyo más que de sobra. Tenéis una pelea, ella te dispara y se larga a toda prisa en su moto. Vaya celosa patológica está hecha esa zorra.

Amartilla el revólver. Marino ni se inmuta; no parece importarle.

—Una buena razón —repite ella.

—No tengo ninguna; adelante. La deseaba y ella no quería. —Se refiere a Scarpetta—. Debería haber querido. No quería, así que, adelante. Me la trae floja que culpen a Shandy. Hasta voy a ayudarte. Hay ropa interior suya en mi cuarto. Puedes obtener su ADN. Si encuentran su ADN en esa arma, no necesitan más. Todo el mundo en el bar la conoce. Basta con que le preguntes a Jess. No le sorprendería a nadie.

Luego calla. Por un momento, los dos permanecen inmóviles. Él delante de la puerta, con las manos a los costados.

Lucy en el sofá, el revólver apuntando a la cabeza de Marino. No necesita un objetivo más grande. Marino es perfectamente consciente de ello.

Lucy baja el arma.

—Siéntate —le indica.

Él lo hace en la silla al lado del ordenador.

—Supongo que debería haber previsto que te lo contaría —dice.

—Supongo que el que no lo haya hecho, el que no haya dicho ni una palabra a nadie, debería darte una idea de por dónde van los tiros: sigue protegiéndote. ¿No es increíble? ¿Has visto lo que le hiciste en las muñecas?

Su respuesta es un súbito brillo en los ojos inyectados en sangre. Lucy no le había visto nunca llorar.

—Rose se dio cuenta —continúa ella—. Me lo dijo. Esta mañana en el laboratorio lo he visto con mis propios ojos: las magulladuras en las muñecas de tía Kay. Como te decía, ¿qué vas a hacer al respecto?

Lucy intenta alejar de su mente las imágenes de lo que se figura que le hizo a su tía. La idea de Marino viéndola, tocándola, hace sentir a Lucy más violentada que si ella misma hubiera sido la víctima. Le mira los enormes brazos y las manazas, la boca, e intenta alejar de su mente lo que imagina que hizo.

—Lo hecho, hecho está —dice él—. Es así de sencillo. Te prometo que no tendrá que volver a estar cerca de mí nunca más. Ninguno tendréis que verme. O puedes pegarme un tiro tal como has dicho y salirte con la tuya como haces siempre; como has hecho en otras ocasiones. Puedes salir bien parada de todo lo que te propongas, adelante. Si alguien le hubiera hecho a mi tía lo que le hice yo a la tuya, lo mataría. Ya estaría muerto.

—Cobarde de mierda. Al menos dile que lo sientes, en vez de largarte o suicidarte dejando que te pegue un tiro un poli.

—¿Qué bien le haría a Kay? Esto ha terminado. Por eso me entero de todo después de que ocurra. A mí nadie me llamó para que fuera a Hilton Head.

—No seas llorica. Tía Kay te pidió que fueras a ver a Madelisa Dooley. No me lo podía creer. Es asqueroso.

—No volverá a pedirme nada. No después de tu visita. No quiero que ninguna de las dos me pida nada —dice Marino—. Hasta aquí hemos llegado.

—¿Recuerdas lo que hiciste?

Él no responde. Lo recuerda.

BOOK: El libro de Los muertos
10.16Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Fiends by John Farris
Folklore of Yorkshire by Kai Roberts
The Curse-Maker by Kelli Stanley
Indestructible by Linwood, Alycia
Sophie's Smile: A Novel by Harper, Sheena
Dying For You by MaryJanice Davidson


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024