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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

El libro de Los muertos (44 page)

BOOK: El libro de Los muertos
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—Soy quien soy y puedo obligarte a hacer lo que me venga en gana —replica la doctora Self—. Ahora mismo es un buen momento para mostrarte agradable conmigo. Me has pedido ayuda y aquí estoy. Acabo de decirte lo que tienes que hacer para quedar impune de tus pecados. Deberías decir: «Gracias» y «Tus deseos son órdenes» y «Nunca volveré a hacer nada que te incomode o cause molestias».

—Entonces, dámelo. Me he quedado sin bourbon y se meestá yendo la cabeza. Haces que me ponga como loca, igual que una rata de cloaca.

—No tan rápido. No hemos terminado con nuestra charla hogareña. ¿Qué hiciste con Marino?

—Está pirado, en plan
gonzo.


Gonzo.
Entonces resulta que eres una persona instruida, después de todo. La ficción es sin lugar a dudas la mejor realidad, y el periodismo
gonzo
es más real que la realidad misma. La excepción es la guerra, puesto que su causa fue la ficción. Y eso condujo a lo que hiciste, aquello tan atroz que hiciste. Es asombroso pensarlo —dice la doctora Self—. Estás aquí sentada en este mismo instante, justo en esa silla, por causa de George W. Bush. Y yo también. Darte audiencia es rebajarme, y te aseguro que es la última vez que acudo en tu ayuda.

—Me hará falta otra casa. No puedo mudarme a otra parte sin disponer de una casa —dice Shandy.

—Este asunto es demasiado irónico. Te pedí que te divirtieras un poco con Marino porque yo quería divertirme un poco con la Gran Jefa, como la llamas. No te pedí todo lo demás. No estaba al tanto de todo lo demás. Bueno, ahora sí lo estoy. La verdad, no he conocido a nadie peor que tú. Antes de que hagas el equipaje, limpies y te vayas a donde sea que vaya la gente como tú, una última pregunta. ¿Te preocupó, aunque sólo fuera un instante? No estamos hablando de un problemilla de control de los impulsos, querida, no cuando ocurrió una y otra vez algo tan horrible. ¿Cómo soportabas verlo día tras día? Yo ni siquiera puedo ver un perro maltratado.

—Dame lo que he venido a buscar, ¿vale? —dice Shandy—. Marino está pirado. —Esta vez no hace la comparación con un
gonzo
—. Hice lo que me dijiste...

—Yo no te dije que hicieras eso que me ha obligado a venir a Charleston, cuando tengo cosas infinitamente mejores que hacer. Y no voy a marcharme hasta que me asegure de que te marchas tú.

—Me lo debes.

—¿Quieres que hagamos el cálculo de lo que me has costado a lo largo de los años?

—Sí, me lo debes porque yo no quería tenerlo pero me obligaste. Estoy harta de vivir tu pasado, de tener que hacer qué sé qué hostias para que te sientas mejor respecto de tu propia mierda. Podrías habérmelo quitado de las manos en cualquier momento, pero no quisiste. Por eso, al final, tuve que apañármelas. Tú tampoco lo querías. ¿Por qué tenía que sufrir yo?

—¿Te das cuenta de que este maravilloso hotel está en Meeting Street, y si mi suite estuviera orientada hacia el este, casi veríamos el depósito de cadáveres?

—Ella sí que es una nazi, y estoy casi convencida de que Marino se la tiró. No sólo lo deseaba, sino que llegó a hacerlo de verdad. Me mintió para poder pasar la noche en su casa. Y bien, ¿cómo te sienta eso? Tiene que ser una tía de cuidado. Él está colado por ella, ladraría o haría caca en un cajoncito de tierra si ella se lo ordenara. Estás en deuda conmigo por haber tenido que aguantar todo eso. No habría ocurrido si no hubieras recurrido a uno de tus trucos y me hubieses dicho: «Shandy, se trata de un poli grandote y bobo. ¿Me haces un favor?»

—El favor te lo hiciste a ti misma. Obtuviste información que no sabía que necesitaras —responde la doctora Self—. Así que te hice una sugerencia, pero desde luego tú no me obedeciste pensando en mi propio bien. Fue una oportunidad. Siempre has tenido una gran habilidad para aprovechar las oportunidades. De hecho, yo diría que eres brillante en ese aspecto. Y ahora, esta maravillosa revelación. Tal vez sea mi recompensa por todo lo que me has costado. ¿Fue infiel? ¿La doctora Kay Scarpetta fue infiel? Me pregunto si lo sabrá su prometido.

—¿Y qué hay de mí? Ese gilipollas me engañó, y eso no se lo permito a nadie. Con todos los tíos que podría ligarme, ¿y ese puto gordo me engaña a mí?

—Te diré qué hacer al respecto. —La doctora Self saca unsobre del bolsillo de su albornoz de seda roja—. Vas a contárselo a Benton Wesley.

—Eres de lo que no hay.

—Es justo que él lo sepa. Tu cheque bancario, antes de que se me olvide. —Le tiende el sobre.

—Así que quieres poner en práctica otro jueguecito de los tuyos valiéndote de mí.

—Ah, no es un juego, querida. Y resulta que tengo la dirección de correo electrónico de Benton —replica la doctora Self—. El ordenador portátil está en la mesa.

La sala de reuniones de Scarpetta.

—Nada fuera de lo normal —dice Lucy—. Tenía el mismo aspecto.

—¿El mismo? —pregunta Benton—. ¿El mismo que qué?

Los cuatro están sentados en torno a una mesita en lo que antaño fueran las dependencias del servicio, posiblemente ocupados por una joven llamada Mary, una esclava liberta que no quiso dejar a la familia tras la guerra. Aunque Scarpetta se ha tomado muchas molestias para averiguar la historia de su edificio, ahora mismo desearía no haberlo comprado.

—Voy a preguntarlo de nuevo —dice el capitán Poma—. ¿Ha planteado alguna dificultad? ¿Tal vez un problema en su trabajo?

—¿Cuándo no ha tenido problemas en algún trabajo? —se burla Lucy.

Nadie ha tenido noticias de Marino. Scarpetta le ha llamado una docena de veces, tal vez más, pero él no le ha devuelto las llamadas. De camino, Lucy ha pasado por su cabaña de pescador. La moto estaba aparcada debajo del alero, pero la camioneta había desaparecido. Nadie respondió cuando Lucy llamó a la puerta, no estaba en casa. Dice que fisgó por una ventana, pero Scarpetta sabe que hizo algo más; ya conoce a Lucy.

—Sí, yo diría que sí-responde Scarpetta—. Yo diría que estaba desanimado. Echa de menos Florida y lamenta haberse mudado aquí, y probablemente no le gusta trabajar para mí. Pero no es buen momento para ocuparnos de las tribulaciones de Marino.

Advierte que Benton la mira fijamente. Scarpetta toma notas en un bloc y comprueba otras anotaciones anteriores. Revisa los informes de laboratorio preliminares a pesar de que sabe exactamente lo que dicen.

—No se ha mudado a otra parte —dice Lucy—. O si lo ha hecho, ha dejado atrás todas sus posesiones.

—¿Eso lo ha confirmado mirando por la ventana? —pregunta el capitán Poma, que muestra una gran curiosidad por Lucy.

Lleva observándola desde que se han reunido en la habitación. Parece que le cae en gracia, pero ella responde no haciéndole el menor caso. Por lo demás, su manera de mirar a Scarpetta es la misma que en Roma.

—A mí me parece mucho para haberlo visto por la ventana —le comenta a Scarpetta, aunque está hablando con Lucy.

—Tampoco ha entrado en su cuenta de correo —continúa Lucy—. Quizá sospeche que la tengo controlada. No hay nada entre él y la doctora Self.

—En otras palabras —dice Scarpetta—, ha desaparecido de la pantalla del radar, por completo.

Se levanta y baja las persianas porque ya ha oscurecido. Está lloviendo otra vez; la lluvia no ha cesado desde que Lucy la recogió en Knoxville, cuando la niebla era tan densa que daba la impresión de que las montañas habían desaparecido. Lucy tuvo que cambiar de rumbo allí donde podía, volando muy lentamente, siguiendo ríos atenta a las elevaciones más bajas. Si no se perdieron fue por suerte, o quizá por la gracia divina. Los intentos de búsqueda se han interrumpido, salvo los que se realizan en tierra. No han encontrado a Lydia Webster viva ni muerta. Nadie ha visto su Cadillac.

—Vamos a ordenar las ideas —propone Scarpetta, porque no quiere hablar de Marino. Teme que Benton perciba cómo se siente.

Culpable y furiosa, y cada vez más asustada. Parece que Marino ha decidido montar un numerito de escapismo: subió a la camioneta y se largó sin avisar a nadie, sin hacer el menor esfuerzo por resarcir el daño que hizo. Nunca se le han dado bien las palabras y nunca ha hecho un gran esfuerzo por entender sus complicadas emociones, y esta vez lo que tiene que enmendar lo supera. Ella intenta desecharlo, no darle importancia, pero es como una niebla persistente: los pensamientos relacionados con Marino oscurecen lo que hay a su alrededor, y una mentira se convierte en otra. Le contó a Benton que las magulladuras se las había hecho la puerta trasera del todoterreno, cerrándose sobre sus muñecas por accidente. No se ha desnudado delante de él.

—Intentemos encontrar algún sentido a lo que sabemos hasta ahora —dice—. Me gustaría hablar de la arena. Sílice, o cuarzo, y caliza, y también, con un aumento muy elevado, fragmentos de conchas y coral, típico de la arena en áreas subtropicales como ésta. Y lo más interesante y desconcertante: los componentes de restos de disparos. De hecho, voy a limitarme a llamarlo residuos de disparo, porque no se nos ocurre otra explicación para la presencia de bario, antimonio y plomo en la arena de playa.

—Si es que es arena de playa —le recuerda el capitán Poma—. Quizá no lo sea. El doctor Maroni dice que el paciente que fue a verle aseguraba haber regresado recientemente de Irak. Seguro que en todo Irak hay residuos de disparos. Tal vez se trajo arena de Irak porque fue allí donde perdió la razón, y la arena es una suerte de recordatorio.

—No hemos encontrado yeso, un elemento común en la arena del desierto —dice Scarpetta—. Pero lo cierto es que depende de qué zona de Irak se trate, y no creo que el doctor Maroni sepa la respuesta a esa incógnita.

—No me dijo exactamente dónde —corrobora Benton.

—¿Y en sus notas? —pregunta Lucy.

—No hay nada al respecto.

—La arena en las diferentes regiones de Irak tiene distinta composición y morfología —explica Scarpetta—. Todo depende de cómo se depositaran los sedimentos, y aunque un elevado contenido salino no garantiza que la arena sea de playa, las dos muestras que tenemos, del cadáver de Drew Martin y de la casa de Lydia Webster, poseen un elevado contenido salino. En otras palabras, sal.

—Creo que lo importante es saber por qué la arena es tan importante para él —dice Benton—. ¿Qué nos dice de él la arena? Se refiere a sí mismo como el Hombre de Arena. ¿Un simbolismo que hace alusión al hombre que ayuda a conciliar el sueño? Tal vez. ¿Un tipo de eutanasia quizá relacionado con la cola, con algún componente médico? Quizá.

La cola. Dosoctilcianocrilato. Cola quirúrgica, utilizada mayormente por los cirujanos plásticos y otros médicos para cerrar pequeñas incisiones o cortes, y en el ejército para tratar las ampollas debidas a la fricción.

—En vez de ser un mero simbolismo, la cola quirúrgica podría estar en su poder porque tiene relación con lo que hace y quién es —dice Scarpetta.

—¿Ofrece alguna ventaja? —pregunta el capitán Poma—. ¿Cola quirúrgica en vez de supercola corriente? No estoy muy familiarizado con la labor de los cirujanos plásticos.

—Una cola quirúrgica es biodegradable —responde Scarpetta—. No carcinógena.

—Una cola sana —comenta él, y le dirige una sonrisa.

—Podría decirse así.

—¿Está convencido de que alivia el sufrimiento? Tal vez. —Benton reanuda el discurso como si no les prestara atención.

—Dijeron que era un asunto sexual —señala el capitán Poma.

Lleva traje azul marino y camisa y corbata negras, y tiene el mismo aspecto que si hubiera salido de un estreno de Hollywood o un anuncio de Armani. De lo que no tiene aspecto es de oriundo de Charleston, y a Benton no le cae mejor de lo que le caía en Roma.

—Yo no dije que fuera sólo sexual —replica Benton—. Dije que hay un componente sexual. También diría que es posible que él no sea consciente del mismo, y no sabemos si agrede sexualmente a sus víctimas, sólo que las tortura.

—Y no estoy seguro de que logremos saberlo a ciencia cierta.

—Ya vio las fotografías que envió a la doctora Self. ¿Cómo considera usted que alguien obligue a una mujer a meterse desnuda en una bañera con agua fría? ¿Y que probablemente la golpee?

—No sé cómo lo consideraría, ya que yo no estaba presente cuando lo hizo —responde Poma.

—De haber estado presente, supongo que no estaríamos aquí, porque los casos ya estarían resueltos. —Benton le lanza una mirada con ojos de acero.

—Pensar que cree estar aliviando el sufrimiento de sus víctimas me parece más bien fantasioso —replica el capitán—. Sobre todo si su teoría es correcta y las tortura. Cabría pensar que provoca sufrimiento, no que lo alivia.

—A todas luces, lo provoca, pero no nos enfrentamos a una mente racional, sólo con una mente organizada. Es calculador y prudente, inteligente y sofisticado. Sabe lo que es cometer un allanamiento de morada y no dejar el menor rastro. Es posible que cometa actos de canibalismo y posiblemente cree que comulga con sus víctimas, que las hace parte de sí mismo, que tiene una relación trascendente con ellas y se muestra misericordioso.

—Las pruebas. —Lucy está más interesada en eso—. ¿Cabe la posibilidad de que sepa que hay residuos de disparos en la arena?

—Es posible —dice Benton.

—Lo dudo mucho —salta Scarpetta—. Aunque la arena procediera de un campo de batalla, por así decirlo, de algún lugar importante para él, eso no significa que esté al tanto de su composición. ¿Por qué habría de estarlo?

—Yo diría que es probable que traiga la arena consigo —dice Benton—. Es muy probable que lleve sus propias herramientas e instrumental para cortar. Todo lo que lleva consigo no tiene un fin meramente utilitario. En su mundo abundan los símbolos, y se mueve por impulsos que cobran sentido únicamente si entendemos esos símbolos.

—La verdad es que me traen sin cuidado sus símbolos —dice Lucy—. Lo que me importa es que envió correos electrónicos a la doctora Self. Ése es el eje del asunto, a mi modo de ver. ¿Por qué a ella? ¿Y por qué colarse en la red inalámbrica del puerto? ¿Por qué saltar una valla, pongamos por caso, y servirse de un contenedor abandonado?

Lucy se ha comportado como de costumbre. Saltó la valla de los astilleros a primera hora de la noche para echar un vistazo porque tenía una corazonada. ¿Desde dónde podría alguien conectarse a la red del puerto sin que lo vieran? Encontró la respuesta en el interior de un contenedor abollado, donde había una mesa con una silla y un
router
inalámbrico. Scarpetta ha pensado mucho en Bull, en la noche que decidió fumar hierba cerca de los contenedores abandonados y fue acuchillado. ¿Estaba allí el Hombre de Arena? ¿Se acercó Bull más de la cuenta? Querría preguntárselo pero no ha vuelto a verlo desde que registraron el paseo juntos y encontraron el arma y la moneda de oro.

BOOK: El libro de Los muertos
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