—Lo dejé todo tal cual estaba —asegura Lucy—, pero tal vez ha advertido que estuve allí. Esta noche no ha enviado ningún correo desde el puerto, aunque también es verdad que hace tiempo que no los envía.
—¿Y qué hay del tiempo? —pregunta Scarpetta, que empieza a preocuparse por la hora.
—Debería despejar para medianoche. Voy a pasar por el laboratorio y luego me iré al aeropuerto —anuncia Lucy.
Se levanta, y el capitán Poma la imita, pero Benton permanece sentado. Scarpetta se topa con su mirada y vuelve a experimentar sus fobias.
—Tengo que hablar un momento contigo —le dice él.
Lucy y Poma se marchan. Scarpetta cierra la puerta.
—Quizá debería empezar yo. Apareciste en Charleston sin avisar —dice—. No llamaste. Hacía días que no tenía noticias tuyas, y anoche te presentas de improviso con él...
—Kay —replica él, al tiempo que coge el maletín y se lo pone en el regazo—. No deberíamos...
—Apenas me has dirigido la palabra.
—¿Podemos...?
—No, no podemos dejarlo para más tarde. Apenas soy capaz de concentrarme. Tenemos que ir al edificio de Rose, tenemos muchas cosas que hacer, y todo se está viniendo abajo y ya sé de qué quieres hablarme. No puedo decirte cómo me siento, de veras que no. No te culpo si has tomado una decisión. Lo entiendo, desde luego.
—No iba a sugerir que lo dejáramos para más tarde —responde Benton—. Iba a sugerir que dejáramos de quitarnos la palabra el uno al otro.
Eso la confunde, esa luz en sus ojos. Siempre ha creído que lo que hay en los ojos de Benton es sólo para ella, y ahora teme que no sea así y no lo haya sido nunca. Benton la está mirando y ella desvía los ojos.
—¿De qué quieres hablar, Benton?
—De él.
—¿De Otto?
—No confío en él. ¿Crees de verdad que estaba esperando a que el Hombre de Arena se presentara para enviar más correos? ¿A pie? ¿Bajo la lluvia? ¿En la oscuridad? ¿Te dijo que ésa era su intención?
—Supongo que alguien le informó de lo que ha estado ocurriendo. Una vinculación del caso de Drew Martin con Charleston, con Hilton Head.
—Tal vez habló con él el doctor Maroni —se plantea Benton—. No lo sé. Es como un fantasma. —Se refiere al capitán—. Está por todas partes. No confío en él.
—Quizás es en mí en quien no confías —dice ella—. Quizá deberías decirlo y liberarte.
—No me fío de él en absoluto.
—Entonces no deberías pasar tanto tiempo con él.
—No lo hago. No sé qué hace ni dónde, salvo que creo que vino a Charleston por ti. Salta a la vista lo que quiere: ser el héroe, impresionarte, hacerte el amor. No puedo decir que te lo echaría en cara. Es atractivo y encantador, lo admito.
—¿Por qué estás celoso de él? Es tan poca cosa en comparación contigo. No he hecho nada que le dé esperanzas. Eres tú el que vive en el norte y me deja aquí sola. Entiendo que no quieras seguir involucrado en esta relación. Dímelo y acaba con el asunto de una vez. —Se mira la mano izquierda, la alianza—. ¿Me la quito? —Empieza a sacársela.
—No —la detiene Benton—. No, por favor. No creo que quieras hacerlo.
—No es cuestión de que quiera o no quiera, sino de lo que me merezco.
—No culpo a los hombres por enamorarse de ti, o por querer acostarse contigo. ¿Sabes lo que ocurre?
—Debería darte el anillo.
—Deja que te cuente lo que ocurre —insiste Benton—. Ya es hora de que lo sepas. Cuando murió tu padre, se llevó parte de ti consigo.
—No seas cruel, por favor.
—Porque te adoraba —continúa Benton—. ¿Cómo no iba a adorarte? Su preciosa pequeña. Su brillante pequeña. Su buena hijita.
—No me hagas daño.
—Te estoy diciendo una verdad, Kay, una verdad muy importante. —Otra vez esa luz en sus ojos.
Ella no puede mirarle.
—A partir de aquel día, parte de ti decidió que era demasiado peligroso darse cuenta de cómo te mira alguien si te adora o te desea. Porque si te adora podría morir, y crees que serías incapaz de volver a soportarlo. Y si te desean, entonces no podrías trabajar con polis y abogados, ya que ellos pasarían el rato imaginando lo que hay debajo de tu ropa y lo mucho que podrían disfrutarlo. Así que cierras los ojos. No quieres verlo.
—Basta, no me lo merezco.
—No lo mereciste nunca.
—Sólo porque preferí no darme cuenta no significa que me mereciera lo que hizo.
—Desde luego que no.
—No quiero seguir viviendo aquí —dice ella—. Debería devolverte el anillo, era de tu bisabuela.
—¿Y huir de casa? ¿Como hiciste cuando ya no quedaban más que tu madre y Dorothy? Huíste sin ir a ninguna parte. Te perdiste en los estudios y los logros académicos, demasiado ocupada para sentir nada. Ahora quieres huir tal como hizo Marino.
—No debería haberle dejado entrar en casa.
—Le dejaste durante veinte años. ¿Por qué ibas a impedírselo esa noche? Sobre todo teniendo en cuenta que estaba borracho y era un peligro para sí mismo. Si algo te caracteriza es la amabilidad.
—Te lo contó Rose. Tal vez Lucy.
—Un correo de la doctora Self, de manera indirecta. Tú y Marino estáis liados. El resto lo averigüé por Lucy. Mírame, Kay. Yo te estoy mirando.
—Prométeme que no le harás nada que empeore el asunto, porque entonces serías igual que él. Por eso me has estado evitando y no me has dicho que venías a Charleston. Apenas me has llamado.
—No he estado evitándote. ¿Por dónde empiezo? Hay tanto...
—¿Qué más hay?
—Teníamos una paciente —le explica—. La doctora Self trabó amistad con ella, aunque no es el término más correcto. En resumidas cuentas, dijo que la paciente era una imbécil, y viniendo de la doctora Self no es un insulto ni una broma, sino un juicio de valor, un diagnóstico. Fue peor porque la doctora se lo dijo justo cuando la paciente se marchaba a casa. Así que la pobre mujer se pasó por la primera licorería que encontró. Por lo visto, se bebió casi una botella de vodka y seahorcó. Así pues, he tenido que vérmelas con eso. Y mucho más de lo que no estás al corriente. Por eso me he mostrado distante y no he hablado mucho contigo estos últimos días.
Hace saltar los cierres del maletín con un chasquido y saca el ordenador portátil.
—Me he cuidado de utilizar los teléfonos del hospital, su red inalámbrica. He tenido cuidado en todos los frentes, incluso en el doméstico. Ésa es una de las razones de que prefiriera marcharme de allí. Seguramente estás a punto de preguntarme qué está ocurriendo. Pues no lo sé, pero tiene que ver con los archivos electrónicos de Paulo, los mismos que obtuvo Lucy gracias a que él los dejó en una situación sorprendentemente vulnerable a cualquiera que quisiera colarse en ellos.
—Vulnerable si sabías dónde buscar. Lucy no es exactamente cualquiera.
—También estaba limitada porque tuvo que introducirse en el ordenador a distancia en vez de tener acceso al aparato. —Conecta el portátil e inserta un CD en la unidad correspondiente—. Acércate.
Scarpetta arrastra la silla junto a Benton y observa lo que hace. Poco después, aparece un documento en la pantalla.
—Las notas que ya hemos revisado —dice ella, al reconocer el archivo electrónico que encontró Lucy.
—No exactamente. Con el debido respeto a Lucy, yo también tengo acceso a unas cuantas mentes brillantes, no tanto como la suya pero saben apañárselas en caso de apuro. Lo que tienes ante tus ojos es un archivo que ha sido borrado y posteriormente recuperado. No es el que visteis, el que encontró Lucy tras sacarle la clave del administrador del sistema a Josh. Ese archivo en particular era posterior a éste.
Scarpetta pulsa la flecha para que el documento vaya subiendo y lo lee.
—A mí me parece igual.
—No es el texto lo diferente, sino esto. —Benton pulsa el nombre del archivo en la parte superior de la pantalla—. ¿Veslo mismo que vi yo la primera vez que me enseñó esto Josh?
—¿Josh? Espero que sea de tu confianza.
—Lo es, y por una buena razón: hizo lo mismo que Lucy. Se metió en algo en que no debería haberse metido, y son lobos de una misma carnada. Por suerte, son aliados y él la perdona por haberle engañado. De hecho, quedó impresionado.
—El nombre del archivo es NotaMS-veinte-diez-cero-seis —dice Scarpetta—. De lo que deduzco que NotasMS son las iniciales del paciente y las notas que tomó el doctor Maroni, y veinte-diez-cero-seis es el veinte de octubre de dos mil seis.
—Tú lo has dicho. Has dicho NotasMS y el nombre del archivo es NotaMS. —Vuelve a tocar la pantalla—. Un archivo que ha sido copiado al menos una vez, y el nombre se cambió sin querer, una errata, no sé exactamente cómo. O tal vez fue deliberado, para no seguir copiando el mismo archivo. A veces yo lo hago, si no quiero perder un borrador previo. Lo importante es que cuando Josh recuperó todos los archivos pertenecientes al paciente en cuestión, nos encontramos con que el primer borrador se escribió hace dos semanas.
—Igual se trata sólo del primer borrador que guardó en ese disco duro en particular —sugiere ella—. O tal vez abrió el archivo hace dos semanas y lo guardó, lo que habría cambiado la fecha. Pero supongo que eso plantea la pregunta de por qué revisó esas notas antes de que supiéramos siquiera que había tenido al Hombre de Arena por paciente. Cuando el doctor Maroni se fue a Roma, no habíamos oído hablar del Hombre de Arena.
—Eso por un lado —dice Benton—. Pero también está la falsificación del archivo, porque es una falsificación. Sí, Paulo redactó esas notas justo antes de partir hacia Roma. Las redactó el mismo día que la doctora Self ingresó en McLean, el veintisiete de abril. De hecho, varias horas antes de que llegara al hospital. Y si puedo afirmarlo con un grado de certeza razonable es porque tal vez Paulo vació la papelera, pero ni siquiera esos documentos han desaparecido del todo. Josh los recuperó.
Abre otro archivo, un borrador de las notas con que Scarpetta está familiarizada, pero en esta versión las iniciales del paciente no son MS sino WR.
—Entonces, cabría pensar que la doctora Self debió de llamar a Paulo. Eso ya lo dábamos por sentado, porque no pudo presentarse en el hospital así sin más. Lo que le dijo por teléfono, fuera lo que fuese, le hizo ponerse a redactar estas notas —dice Scarpetta.
—Otro indicio de falsificación-señala Benton—. Utilizar las iniciales de un paciente en un archivo. No se debe hacer tal cosa. Aunque uno se aleje del protocolo y el buen juicio, no tiene sentido que cambiara las iniciales de su paciente. ¿Por qué? ¿Para darle un nuevo nombre? ¿Para ponerle un apodo? Paulo no haría tal cosa.
—Igual el paciente no existe.
—Ahora ves adónde quiero llegar —coincide Benton—. Creo que el Hombre de Arena nunca fue paciente de Paulo.
Ed, el portero, no está en su puesto cuando Scarpetta entra en el edificio de apartamentos de Rose casi a las diez. Cae una fina llovizna y la densa niebla está levantando; las nubes se precipitan a través del cielo conforme el frente avanza mar adentro.
Entra en el cubículo de Ed y echa un vistazo. No hay gran cosa en la mesa: una agenda giratoria, un libro de anotaciones con el título «Inquilinos», un montón de correo sin abrir —el de Ed y también el de otros dos porteros—, bolígrafos, una grapadora, objetos personales, un trofeo de un club de pesca, un teléfono móvil, un manojo de llaves y un billetero. Mira el billetero, que es de Ed. Esta noche está de servicio con una suma que, por lo visto, asciende a tres dólares.
Scarpetta sale, mira alrededor, sigue sin haber la menor señal de Ed. Regresa a su despacho y hojea «Inquilinos» hasta que encuentra el apartamento de Gianni Lupano en la planta superior. Toma el ascensor y cuando llega aguza el oído delante de su puerta. Hay música puesta, pero no muy alta. Llama al timbre y entonces oye pasos en el interior, pero nadie abre. Vuelve a llamar al timbre y después con los nudillos. Unos pasos, se abre la puerta y se encuentra cara a cara con Ed.
—¿Dónde está Gianni Lupano?
Pasa junto a Ed y accede al apartamento, donde suena Santana en un aparato
surround.
El viento sopla por la ventana del salón, abierta de par en par.
El pánico asoma a los ojos de Ed mientras habla frenético:
—No sabía qué hacer. Esto es terrible. No sabía qué hacer...
Scarpetta se asoma a la ventana abierta y mira hacia abajo. No alcanza a distinguir nada en la oscuridad, sólo los tupidos arbustos y una acera, y la calle más allá. Retrocede y echa un vistazo al lujoso apartamento de mármol y enlucido de tonos pastel, molduras ricamente decoradas, mobiliario de cuero italiano y llamativas obras de arte. Las estanterías están llenas de libros antiguos espléndidamente encuadernados que sin duda algún decorador compró por metros, y toda una pared está ocupada por un equipo multimedia demasiado complicado para un espacio tan pequeño.
—¿Qué ha ocurrido? —le pregunta a Ed.
—Recibo una llamada del señor Lupano hará unos veinte minutos. —Con excitación—. Primero me dice: «Oye, Ed, ¿pusiste en marcha mi coche?» Y yo le digo: «Claro, ¿por qué lo pregunta?» Y me da mala espina.
Scarpetta se fija en una media docena de raquetas de tenis enfundadas y apoyadas contra la pared detrás del sofá, y en un montón de zapatillas de tenis aún en las cajas. En una mesa de centro de cristal con pie de vidrio italiano hay revistas de tenis. En la portada de la que está encima se ve a Drew Martin a punto de restar una volea.
—Mala espina por qué —le pregunta.
—Esa joven, Lucy. Puso en marcha su coche porque quería echarle un vistazo a algo, y me he temido que de alguna manera él se hubiera enterado. Pero no se trataba de eso, creo que no, porque luego me dice: «Bueno, has cuidado siempre tan bien de él que me gustaría que te lo quedaras.» Y yo digo: «¿Qué? ¿De qué está hablando, señor Lupano? No puedo quedarme con su coche. ¿Por qué quiere deshacerse de ese coche tan precioso?» Y entonces él me dice: «Ed, voy a anotarlo en un papel para que la gente sepa que te di el coche.»
Así que subo aquí tan rápido como puedo y me encuentro la puerta abierta, como si quisiera facilitar la entrada a cualquiera. Y luego me encuentro la ventana abierta.
Se acerca a ella y la señala, como si Scarpetta no pudiera verla por sí misma.
Llama a emergencias mientras van pasillo adelante; le explica a la operadora que es posible que alguien haya saltado por una ventana y le da la dirección. En el ascensor, Ed sigue hablando de forma incoherente acerca de cómo ha rebuscado por el apartamento, sólo para asegurarse, y ha encontrado el papel, pero lo ha dejado donde estaba, en la cama, y ha llamado a gritos a Lupano. Estaba a punto de telefonear a la policía cuando ha aparecido Scarpetta.