Un poco después, a lo lejos, luces parpadeantes. Lucy regresa y ellos se apartan de la arena que levanta al aterrizar. Con el cadáver de Lucious Meddick asegurado en la red de carga, remontan el vuelo y lo llevan a Charleston. Las luces de los coches de policía destellan en la rampa, y Henry Hollings y el capitán Poma aguardan cerca de una furgoneta sin ventanillas.
Scarpetta camina por delante, sus pies impulsados por la ira. Apenas presta oídos a la conversación a cuatro bandas. Han hallado el coche fúnebre de Lucious Meddick tras la funeraria de Hollings, con las llaves puestas. ¿Cómo ha llegado allí a menos que lo llevara el asesino, o tal vez Shandy? Bonnie y Clyde, así los llama el capitán Poma, y luego saca a colación a Bull. ¿Dónde está, qué más puede saber? La madre de Bull dice que no está en casa, lleva días repitiéndolo. No hay rastro de Marino, y ahora la policía lo busca, y Hollings asegura que los cadáveres irán directos al depósito, pero no al de Scarpetta, sino al de la Facultad de Medicina de Carolina del Sur, donde los esperan dos patólogos forenses que llevan la mayor parte de la noche ocupados con Gianni Lupano.
—Nos vendría bien su ayuda, si está dispuesta a prestárnosla —le dice Hollings a Scarpetta—. Los ha encontrado usted, así que debería ocuparse de ello, siempre y cuando no le importe.
—La policía tiene que ir a isla Morris de inmediato y acordonar el escenario —advierte ella.
—Ya hay lanchas Zodiac en camino. Más vale que le indique cómo llegar al depósito.
—Ya he ido alguna vez. Usted me dijo que la jefa de seguridad es amiga suya —dice Scarpetta—. En el hotel Charleston Place. ¿Cómo se llama?
Ya van caminando.
—Suicidio —dice Hollings—. Traumatismo por contusión directa derivado de un salto o una caída. Nada indica otra cosa. A menos que pueda acusar a alguien de haberlo abocado a hacerlo. En ese caso, habría que dirigir la acusación contra la doctora Self. Mi amiga del hotel se llama Ruth.
Las luces son brillantes en el centro de servicio del aeropuerto, y Scarpetta va al lavabo de señoras para lavarse las manos, la cara y las fosas nasales. Rocía el aire con abundante ambientador y aspira la tenue bruma, y luego se lava los dientes. Cuando vuelve a salir, Benton está allí parado, esperando.
—Deberías irte a casa —le aconseja.
—Como si pudiera dormir.
La sigue mientras la furgoneta sin ventanillas se aleja, y Hollings está hablando con el capitán Poma y Lucy.
—Tengo que hacer una cosa —dice Scarpetta.
Benton la deja marchar y ella se dirige hacia su todoterreno.
El despacho de Ruth está cerca de la cocina, donde el hotel ha sufrido numerosos hurtos.
De camarones, en particular. Astutos rateros que se hacen pasar por cocineros. Cuenta una anécdota graciosa tras otra, y Scarpetta escucha con atención porque va detrás de algo y el único modo de conseguirlo es hacer las veces de público para la jefa de seguridad. Ruth es una mujer elegante de cierta edad; tiene el rango de capitán en la Guardia Nacional pero parece más bien una recatada bibliotecaria. De hecho, guarda parecido con Rose.
—Pero bueno, no ha venido a verme para oír todo esto —dice Ruth desde detrás de una mesa que probablemente es un excedente del mobiliario del hotel—. Quiere información sobre Drew Martin, y seguro que el señor Hollings le dijo que la última vez que se alojó aquí apenas pasó por su habitación.
—Sí, eso me dijo —asiente Scarpetta, que busca un armadebajo de la chaqueta de cachemira de Ruth—. ¿Estuvo por aquí su entrenador alguna vez?
—Comía en el asador de vez en cuando. Siempre pedía lo mismo: caviar y Dom Pérignon. No tengo noticia de que ella fuera allí, pero no imagino a una tenista profesional comiendo alimentos pesados o bebiendo champán la víspera de un partido importante. Como he dicho, salta a la vista que tenía otra vida en alguna parte y nunca venía por aquí.
—Tienen otra cliente famosa alojada aquí —señala Scarpetta.
—Tenemos clientes famosos continuamente.
—Así pues, puedo ir llamando puerta por puerta.
—No se puede acceder a la planta vigilada sin llave. Aquí hay cuarenta suites. Eso son muchas puertas.
—Mi primera pregunta es si sigue aquí, y supongo que la reserva no está a su nombre. De otra manera, podría sencillamente llamarla —observa Scarpetta.
—Tenemos servicio de habitaciones las veinticuatro horas del día. Estoy tan cerca de la cocina que oigo el traqueteo del carrito al pasar —comenta Ruth.
—Entonces ella se despierta a primera hora. Mejor, no querría despertarla. —La ira brota tras los ojos de Scarpetta y empieza a descender por su cuerpo.
—Café todas las mañanas a las cinco. No deja mucha propina. No estamos precisamente encantados con ella —asegura Ruth.
La doctora Self está en una suite de la octava planta, en una esquina. Scarpetta inserta una tarjeta magnética en el ascensor y unos minutos después se encuentra delante de su puerta. La percibe vigilante tras la mirilla.
Self abre la puerta al tiempo que dice:
—Vaya, veo que alguien se ha ido de la lengua. Hola, doctora Scarpetta.
Lleva un llamativo albornoz de seda roja, holgadamente atado a la cintura, y zapatillas de seda negra.
—Qué sorpresa tan agradable. Me pregunto quién se lodijo. Por favor. —Se hace a un lado para franquearle el paso—. Hay que ver lo que es el destino: han traído dos tazas y otra cafetera. Déjeme adivinar cómo me ha encontrado aquí, y no me refiero sólo a esta espléndida habitación. —La doctora Self se sienta en el sofá con las piernas recogidas—. Shandy. Por lo visto, otorgarle lo que deseaba tuvo como resultado una pérdida de influencia por mi parte, o al menos ése debe de ser su mezquino punto de vista.
—No he llegado a conocer a Shandy —dice Scarpetta desde una butaca orejera cerca de la ventana que ofrece una vista de la parte antigua de la ciudad.
—Querrá decir que no la ha conocido en persona —la corrige Self—. Pero creo que la ha visto: su exclusiva visita al depósito de cadáveres. Pienso en los malos tiempos ante los tribunales, Kay, y me pregunto hasta qué punto podría haber sido todo distinto si el mundo hubiera sabido cómo es usted en realidad, si hubiera sabido que ofrece visitas al depósito de cadáveres y hace un espectáculo de los cadáveres, sobre todo el del pequeño que despellejó y cortó en filetes. ¿Por qué le sacó los ojos? ¿Cuántas lesiones debía documentar antes de decidir la causa de su muerte? Los ojos, Kay. Las cosas que hay que ver...
—¿Quién le contó lo de la visita?
—Shandy alardeó de ella. Imagine lo que diría un jurado. Lo que habría dicho el jurado de Florida si hubieran sabido cómo es usted.
—El veredicto no la perjudicó a usted —replica Scarpetta—. Nada la ha perjudicado de la manera en que usted se las arregla para perjudicar a todo el mundo. ¿Ha oído que su amiga Karen se suicidó apenas veinticuatro horas después de ser dada de alta de McLean?
A la doctora Self se le ilumina la cara.
—Entonces su triste historia tendrá un final acorde. —Mira a Scarpetta a los ojos—. No crea que voy a fingir. Lo que me molestaría es que me hubiera dicho que Karen había vuelto a rehabilitación y dejado de beber otra vez. Esa masa dehombres que llevan una vida de discreta desesperación. Thoreau. En la parte del mundo de Benton. Sin embargo, usted vive aquí en el Sur. ¿Cómo se las apañarán cuando estén casados? —Busca con los ojos la alianza en la mano izquierda de Scarpetta—. ¿Seguro que van a seguir adelante? A ninguno de los dos le va mucho eso del compromiso. Bueno, a Benton sí, pero es un compromiso diferente el que se trae entre manos allá en el Norte. El pequeño experimento de Benton fue una agradable sorpresa, y me muero de ganas de hablar del asunto.
—El pleito de Florida no le arrebató a usted nada salvo dinero, que probablemente cubrió su seguro para casos de negligencia profesional. Las primas deben de ser muy elevadas. Deberían serlo en grado sumo. Me sorprende que haya aseguradoras que se arriesguen con usted —le espeta Scarpetta.
—Tengo que hacer el equipaje. Vuelvo a Nueva York, estoy otra vez en antena. ¿Se lo había dicho? Un programa nuevo centrado en la mentalidad criminal. No se preocupe. No quiero que tome parte en él.
—Probablemente Shandy mató a su hijo —dice Scarpetta—. Me pregunto qué piensa hacer usted al respecto.
—La eludí tanto como pude. Una situación muy similar a la suya, Kay. Sabía lo de Shandy. ¿Por qué se enreda la gente en los tentáculos de alguien pernicioso? Me oigo hablar, y cada comentario me sugiere un programa. Es agotador y al mismo tiempo estimulante caer en la cuenta de que nunca sé me agotarán los programas. Marino debería haber sido más espabilado. Qué simplón es. ¿Ha tenido noticias suyas?
—Usted fue el principio y el final —la acusa Scarpetta—. ¿No podía haberlo dejado en paz?
—Él fue quien se puso en contacto conmigo.
—Sus correos eran los de un hombre asustado y desdichado hasta la desesperación. Usted era su psiquiatra.
—Hace años. Apenas lo recuerdo.
—Si alguien conoce a Marino es usted, y lo utilizó. Seaprovechó de él porque quería hacerme daño. Me da igual que me haga daño a mí, pero no debería habérselo hecho a él. Luego volvió a intentarlo, ¿verdad? Para hacerle daño a Benton. ¿Por qué? ¿Para vengarse de lo de Florida? Yo creía que tendría algo mejor que hacer.
—Estoy en un
impasse
, Kay. La verdad es que Shandy debería recibir su merecido, y a estas alturas Paulo ya ha tenido una larga conversación con Benton, ¿me equivoco? Paulo me llamó, claro. Me las he arreglado para encontrar su sitio a algunas piezas sueltas.
—Para decirle que el Hombre de Arena es su hijo —dice Scarpetta—. Paulo llamó para decirle eso.
—Una de las piezas es Shandy. La otra es Will. Y la tercera es el pequeño Will, como siempre le llamé. Mi Will regresó de una guerra y se metió en otra mucho más atroz. ¿Cree que algo así no lo llevó más allá de todo lo imaginable? No es que fuera normal, eso lo admito. Soy la primera en reconocer que ni siquiera mis herramientas surtían el menor efecto bajo su capó. Eso fue hace más o menos un año, un año y medio, Kay. Will regresó y se encontró a su propio hijo medio muerto de hambre, magullado y molido a palos.
—Shandy —dice Scarpetta.
—Will no tuvo nada que ver en aquello. Al margen de lo que haya hecho ahora, aquello no lo hizo él. Mi hijo nunca le haría daño a un niño. Shandy probablemente pensó que era de lo más divertido maltratar al niño sencillamente porque podía. El crío era un fastidio. Seguro que ella le dice eso. Un niño que siempre padecía cólicos, un mocoso llorón.
—¿Y se las arregló para ocultarlo de todo el mundo?
—Will estaba en las Fuerzas Aéreas. Tuvo a su hijo en Charlotte hasta que murió el padre de ella. Luego la animé a que se mudara aquí, y fue entonces cuando empezó a maltratarlo, ciertamente con saña.
—¿Y se deshizo de su cadáver en las marismas? ¿De noche?
—¿Ella? Lo dudo mucho. No me la imagino. Ni siquiera tiene un bote.
—¿Cómo sabe que se utilizó un bote? No recuerdo que se verificara ese dato.
—No creo que ella conociera las ensenadas ni las mareas, así que no se habría atrevido a internarse en el agua por la noche. Un secretito: no sabe nadar. Está claro que debió de necesitar ayuda.
—¿Tiene su hijo un bote y conoce las ensenadas y mareas?
—Antes lo tenía, y le encantaba llevarse a su pequeño de aventura: meriendas campestres, acampadas en islas desiertas, descubriendo tierras de nunca jamás, ellos dos solos. Qué imaginativo y melancólico: él también era un crío, en el fondo. Al parecer, la última vez que el ejército lo destinó al extranjero, Shandy vendió un montón de cosas suyas. Qué considerado por su parte. No creo que Will tenga siquiera coche a estas alturas. Pero lo que sí tiene son recursos. Va ligero de equipaje y sabe moverse con rapidez y sin llamar la atención, eso desde luego. Probablemente lo aprendió allí. —Se refiere a Irak.
Scarpetta está pensando en el bote de fondo plano de Marino con su potente motor fueraborda, motor eléctrico retráctil en la proa y remos. Un bote que lleva meses sin usar y en el que por lo visto ya ni siquiera piensa, sobre todo de un tiempo a esta parte, sobre todo desde que conoció a Shandy. Ella debía de estar al tanto de la existencia del bote, aunque nunca hubiera salido a navegar. Quizá se lo dijo a Will y éste lo tomó prestado. Habría que buscar el bote de Marino. Scarpetta se pregunta cómo se lo explicará a la policía.
—¿Quién iba a ocuparse del pequeño inconveniente de Shandy, el cadáver? ¿Qué se supone que debía hacer mi hijo? —dice la doctora Self—. Eso es lo que ocurre, ¿verdad? El pecado de otra persona se convierte en el tuyo propio. Will quería a su hijo, pero cuando papá se va a la guerra, mamá tiene que hacer el papel de los dos, y en este caso mamá es un monstruo. Siempre la desprecié.
—La ha mantenido —le recuerda Scarpetta—. Con generosidad, diría yo.
—Veamos. ¿Y usted cómo lo sabe? A ver si lo adivino. Lucy ha invadido la intimidad de Shandy, probablemente sabe lo que tiene, o tenía, en el banco. Yo no habría llegado a enterarme de que mi nieto había fallecido si Shandy no me hubiera llamado, supongo que el mismo día que se encontró el cadáver. Quería dinero, más dinero, y que la aconsejara.
—¿Usted está aquí por ella y por lo que le dijo?
—Shandy se las ha arreglado brillantemente para chantajearme durante años. La gente no sabe que tengo un hijo, y desde luego menos que tengo un nieto. Si salen a la luz esos datos, me tendrían por negligente, me considerarían una madre horrible, una abuela horrible: todas esas cosas que dice mi querida madre sobre mí. Para cuando me hice famosa, ya era tarde para volver atrás y compensar el distanciamiento, muy deliberado por mi parte. No tuve otra opción que seguir adelante. La mamá del alma, y me refiero a Shandy, mantuvo mi secreto a cambio de cheques.
—¿Y ahora tiene intención de mantener a salvo su secreto a cambio de eso?
—Supongo que a un jurado le encantaría ver la grabación del paseo de Shandy por el depósito de cadáveres, en la nevera, echándole un vistazo a su propio hijo muerto. La asesina dentro de su depósito. Imagine qué historia tan estupenda. Yo diría, sin exagerar, que su carrera de usted se iría al garete, Kay. Teniéndolo en cuenta, debería agradecérmelo. Mi intimidad garantiza la suya.
—Entonces es que no me conoce.