—Probablemente yo quería que me prestaran atención.
—¿Qué ocurrió?
—Olvídalo.
—¿Qué ocurrió, Lucy? —insiste Scarpetta.
—Olvídalo. No estamos hablando de mí. Y no era más que una cría. Tú no eres ninguna cría.
—Igual que si lo hubiera sido. ¿Cómo iba a plantarle cara?
Permanecen en silencio. La tensión mengua. Lucy ya no quiere discutir, pero se siente más resentida con Marino que con cualquier otra persona en toda su vida porque por un instante le ha hecho mostrarse cruel con su tía, que no hizo más que sufrir. Él le infligió una herida que no puede cicatrizar, no del todo, y Lucy no ha hecho sino empeorarlo.
—Eso no estuvo bien —insiste Lucy—. Ojalá hubiera estado yo allí.
—No puedes solucionar siempre las cosas —dice Scarpetta—. Tú y yo tenemos más cosas en común que diferencias.
—El entrenador de Drew Martin ha estado en la funeraria de Henry Hollings —dice Lucy, porque ya no deberían hablar más de Marino—. La dirección está guardada en el GPS de su Porsche. Puedo echar un vistazo si prefieres mantenerte alejada del juez de instrucción.
—No; creo que es hora de que nos conozcamos.
Un despacho decorado con buen gusto, con elegantes antigüedades y cortinas de damasco retiradas para enseñar el paisaje. En las paredes revestidas de caoba hay retratos al óleode los antepasados de Henry Hollings, una serie de hombres sombríos que contemplan su propio pasado.
Tiene el sillón giratorio encarado hacia la ventana, tras la que hay otro jardín de Charleston perfectamente espléndido. No parece consciente de que Scarpetta está en el umbral.
—Puedo recomendarle algo que quizá le convenga. —Habla por teléfono en un tono balsámico con una marcada cadencia sureña—. Tenemos urnas hechas precisamente con ese fin, una excelente innovación que la mayoría de la gente desconoce. Son biodegradables, se disuelven en el agua, no son en absoluto recargadas ni caras... Sí, si tiene previsto un entierro en el agua... Eso es... esparcir sus cenizas en el mar... Desde luego. Basta con lanzar la urna, y así evita que el viento las disperse por todas partes. Ya entiendo que no le parezca lo mismo. Puede elegir aquello que revista más sentido para usted, naturalmente, y le ayudaré en la medida de mis posibilidades... Sí, sí, es lo que yo le recomiendo... No, mejor que no se dispersen por todas partes. ¿Cómo se lo puedo decir con delicadeza? Mire, si acaban diseminadas por la cubierta de la embarcación, sería lamentable.
Añade varios comentarios en tono compasivo y cuelga. Cuando se vuelve, no parece sorprendido de ver a Scarpetta. La estaba esperando. Ella le llamó antes de ir. Si le pasa por la cabeza que estaba escuchando su conversación, no parece preocuparle ni ofenderle. A ella le desconcierta que parezca sinceramente atento y amable. Las suposiciones ofrecen cierto consuelo, y Scarpetta siempre había supuesto que era un individuo avaro, empalagoso y pagado de sí mismo.
—Doctora Scarpetta. —Sonríe al tiempo que se levanta y rodea la mesa perfectamente ordenada para estrecharle la mano.
—Le agradezco que me reciba, habiéndole avisado con tan poca antelación —dice ella, a la vez que opta por la butaca orejera mientras él se acomoda en el sofá, elección de asiento que resulta significativa. Si quisiera abrumarla o menospreciarla, permanecería entronado tras su enorme escritorio de madera arce.
Henry Hollings es un hombre distinguido, viste un elegante traje oscuro de sastre con los pantalones planchados a raya y una chaqueta negra con forro de seda de un solo botón, y camisa azul pálido. Tiene el cabello del mismo tono plateado que la corbata de seda, el rostro surcado de arrugas pero en absoluto riguroso, con pliegues que indican una mayor tendencia a la sonrisa que al ceño. Su mirada es amable. No deja de inquietar a Scarpetta el que no encaje con la imagen del político astuto que se había hecho, y se recuerda a sí misma que eso es lo malo de los políticos astutos: engañan a la gente justo antes de aprovecharse de ella.
—Seré franca —comienza Scarpetta—. Ha tenido oportunidades más que de sobra para darse por enterado de mi presencia. Hace casi dos años que estoy aquí. Déjeme que lo diga y luego seguimos adelante.
—Salir en su busca habría sido un atrevimiento por mi parte —se justifica él.
—Habría sido un gesto de amabilidad. Yo soy la nueva en la ciudad. Tenemos las mismas prioridades, o deberíamos tenerlas.
—Gracias por su sinceridad, que me da la oportunidad de explicarme. En Charleston tendemos a ser etnocéntricos, se nos da muy bien tomarnos nuestro tiempo, a la espera de ver qué es cada cosa. Sospecho que a estas alturas ya debe haber advertido que por aquí las cosas no suelen suceder con celeridad. Bueno, ni siquiera la gente camina aprisa. —Sonríe—. Así que estaba esperando a que tomara usted la iniciativa, si es que se decidía a ello. No creía que fuera a hacerlo ya. ¿Me permite seguir adelante con mi explicación? Usted es una patóloga forense, de considerable reputación, si me permite decirlo, y la gente como usted acostumbra a tener muy mala opinión de los jueces de instrucción elegidos en las urnas. No somos médicos ni expertos forenses, por lo general. Esperaba que usted se mostrara a la defensiva cuando decidió abrir aquí su consulta.
—En ese caso, yo diría que ambos nos hemos dejado llevar por suposiciones. —Está dispuesta a concederle el beneficio de la duda, o al menos a fingir que lo hace.
—Charleston puede ser un nido de chismes. —A Scarpetta le recuerda una fotografía de Matthew Brady, sentado bien erguido, con las piernas cruzadas y las manos entrelazadas en el regazo—. Buena parte de ellos mezquinos —añade.
—Seguro que usted y yo podemos llevarnos bien como profesionales. —No está segura de tal cosa.
—¿Tiene relación con su vecina, la señora Grimball?
—La veo mayormente cuando me observa por la ventana.
—Por lo visto, se ha quejado de que había un coche fúnebre en el paseo detrás de su casa, en dos ocasiones.
—Estoy al tanto de una. —No se le ocurre cuál puede ser la otra—. Lucious Meddick. Y una misteriosa confusión con mi dirección privada en internet, que espero ya esté resuelta.
—Se quejó a personas que podrían haberle causado a usted graves problemas. Recibí una llamada al respecto e intercedí. Dije tener la seguridad de que no hace que envíen cadáveres a su domicilio, y que debía de tratarse de error.
—Me pregunto si me lo hubiera comentado de no haberle llamado.
—Si tuviera intención de perjudicarle, ¿por qué iba a protegerla en este caso? —dice Hollings.
—No lo sé.
—A mi modo de ver, hay muertes y tragedias suficientes para todos, pero nadie parece pensar lo mismo —asegura—. No hay una sola funeraria en Carolina del Sur que no quiera encargarse de mis casos, incluida la de Lucious Meddick. Dudo mucho que en ningún momento pensara que su casa cochera era el depósito de cadáveres, por mucho que hubiera leído la dirección errónea en alguna parte.
—¿Qué razones podría tener para perjudicarme? Ni siquiera le conozco.
—Ahí tiene la respuesta. No la ve como una fuente de ingresos porque, y esto es sólo una suposición, usted no está haciendo nada por ayudarlo —dice Hollings.
—No me dedico al
marketing.
—Si me lo permite, enviaré un correo a todos y cada uno de los jueces forenses, funerarias y servicios de traslado con los que pueda tener usted relación y me aseguraré de que tengan la dirección adecuada.
—No es necesario, puedo hacerlo yo misma. —Cuanto más amable se muestra, menos confía en él.
—Francamente, es mejor que sea yo quien lo envíe. Eso da a entender que usted y yo trabajamos juntos. ¿No es a eso a lo que ha venido?
—Gianni Lupano —dice Scarpetta.
La expresión de él no se altera.
—El entrenador de tenis de Drew Martin.
—Estoy seguro de que no tiene usted jurisdicción en su caso, ni información alguna más allá de lo que han dicho en las noticias —aventura Hollings.
—Ha venido a su funeraria al menos en una ocasión.
—Si hubiera venido a hacer alguna pregunta sobre ella, con toda seguridad yo estaría al tanto.
—Ha estado aquí por alguna razón —insiste ella.
—¿Puedo preguntarle cómo lo sabe? Tal vez ha oído más chismes de Charleston que yo.
—Como mínimo, ha estado en su aparcamiento, permítame decirlo así.
—Ya veo. —Asiente—. Supongo que la policía o alguien consultó el GPS de su coche y mi dirección estaba en el archivo. Y eso me llevaría a preguntarle si es sospechoso del asesinato.
—Imagino que están interrogando a todos los que tuvieron relación con la chica. O los interrogarán. Y ha mencionado usted «su coche». ¿Cómo sabe que tiene un coche en Charleston?
—Porque resulta que estoy al corriente de que posee un apartamento aquí —dice él.
—La mayoría de la gente, incluida la de su edificio, no sabe que tiene apartamento aquí. Cómo es que usted sí.
—Tenemos un libro de visitas —responde él—. Está en un atril a la salida de la capilla, de manera que quienes asisten a un velatorio u oficio puedan firmarlo. Tal vez asistió a un funeral aquí. Puede consultar el libro si lo desea, o los libros, remóntese tanto tiempo como quiera.
—Me basta con los dos últimos años —dice Scarpetta.
Unas esposas sujetas a una silla de madera en una sala de interrogatorios.
Madelisa Dooley se pregunta si no acabará ella en esa sala, por mentir.
—Mayormente casos de droga, pero nos encontramos de todo —dice el investigador Turkington mientras ella y Ashley le siguen por delante de diversas salas, cada cual más inquietante que la anterior, en el departamento del sheriff del condado de Beaufort—. Allanamientos, robos, homicidios.
Es más grande de lo que Madelisa imaginaba. No sabía que pudiera haber asesinatos en la isla de Hilton Head, pero según Turkington, ocurren suficientes crímenes al sur del río Broad como para tener ocupados a sesenta agentes jurados, incluidos ocho investigadores, las veinticuatro horas del día.
—El año pasado —dice— nos ocupamos de más de seiscientos delitos graves.
Madelisa se pregunta cuántos entrarían en la categoría de allanamiento y perjurio.
—No se imagina lo afectada que estoy —le dice, nerviosa—. Creíamos que éste era un sitio tan seguro que ni siquiera nos molestábamos en cerrar la puerta.
Él los lleva a una sala de reuniones y dice:
—Les asombraría saber cuánta gente cree que, sólo por ser ricos, son inmunes a que les ocurra nada malo.
A Madelisa le halaga que el policía piense que ella y Ashley son ricos. No recuerda nadie que haya pensado nada semejante de ellos, y por un momento se siente feliz, hasta que recuerda dónde están. En cualquier instante, este joven deelegante traje y corbata averiguará la verdad sobre la situación económica de Ashley Dooley y su esposa. Sumará dos y dos en cuanto descubra cuál es su insignificante dirección en el norte de Charleston y el adosado barato que alquilaron allí, tan alejado entre los pinares que ni siquiera se alcanza a otear el océano.
—Siéntense, por favor. —Saca una silla para ella.
—Tiene toda la razón —dice Madelisa—. El dinero no da la felicidad ni hace que la gente se lleve bien. —Como si ella lo supiera.
—Vaya cámara tiene usted —le dice el policía a Ashley—. ¿Cuánto le ha costado? Al menos mil pavos. —Le indica a Ashley que se la entregue.
—¿Tiene que cogerla? —replica él—. ¿No puede echar un vistazo rápido a lo que tengo?
—Lo que aún no me queda claro —los ojos pálidos de Turkington miran fijamente a Madelisa— es qué la llevó a acercarse a esa casa en un principio. Por qué entró en la propiedad a pesar del cartel de «Prohibido el paso».
—Estaba buscando al propietario —responde Ashley, como si le hablara a la cámara encima de la mesa.
—Señor Dooley, haga el favor de no responder por su esposa. Según me ha contado ella, usted no fue testigo, sino que estaba en la playa cuando encontró lo que encontró en la casa.
—No veo por qué se la tiene que quedar. —Ashley se obsesiona con su cámara mientras Madelisa se obsesiona con el basset, solito en el coche.
Ha dejado las ventanillas abiertas una ranura para que le entre aire; gracias a Dios, no hace mucho calor. Ay, por favor, que no ladre. Ya está enamorada de ese chucho. Pobrecillo. Lo que ha tenido que pasar, y recuerda cuando tocó la sangre pringosa en su pelaje. No puede mencionar al perro, por mucho que sirva para explicar que es la única razón por la que se acercó a la casa. Si la policía descubre que tiene a ese pobre perro tan encantador, se lo quitarán y acabará en la perrera, donde al final lo sacrificarán, igual que ocurrió con
Frisbee.
—Buscaba al propietario de la casa. Eso ha dicho en varias ocasiones. Aún no tengo claro por qué lo buscaba. —Turkington vuelve a mirarla fijamente con sus ojos pálidos, el bolígrafo apoyado en el bloc mientras sigue tomando nota de sus embustes.
—Es una casa preciosa —dice ella—. Quería que Ashley la filmara, pero no me pareció adecuado hacerlo sin permiso. Así que busqué a alguien junto a la piscina, a cualquiera que pudiera estar en la casa.
—No hay mucha gente por aquí en esta época del año, sobre todo allí donde ustedes estaban. Muchas de esas mansiones son segundas o terceras residencias de gente muy rica. No las alquilan, y estamos en temporada baja.
—Eso es, exactamente —coincide ella.
—Pero supuso que había alguien en casa porque vio algo en la parrilla, ¿no es así?
—Así es, exacto.
—¿Cómo lo vio desde la playa?
—Vi humo.
—Vio humo de la parrilla y tal vez olió lo que se estaba asando. —Lo anota.
—Exactamente.
—¿Qué era?
—¿Qué era qué?
—Lo que se estaba asando.
—Carne. Cerdo, quizás. Es posible que fuera asado de ternera, supongo.
—Y se tomó la libertad de entrar en la casa. —Anota algo más, luego el bolígrafo se queda quieto y levanta la mirada hacia ella—. Sabe, ésta es la parte que aún no alcanzo a entender.
Es la parte que a ella también le ha costado mucho entender, aunque no ha hecho más que darle vueltas. ¿Qué mentira puede contar que tenga visos de verdad?
—Como le he dicho por teléfono —asegura Madelisa—, estaba buscando al propietario y luego empecé a inquietarme. Empecé a imaginar a algún rico que preparaba una barbacoayde repente sufría un ataque al corazón. ¿Por qué, si no, iba alguien a poner algo en la parrilla y luego desaparecer? Así que seguí gritando: ¿hay alguien en casa? Después me encontré el lavadero abierto.