Read El libro de Los muertos Online

Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

El libro de Los muertos (33 page)

—En los niveles más profundos de la conciencia —señala Maroni—. Recuerdos de infancia soterrados, recuerdos suprimidos de trauma y dolor. Podríamos interpretar la exploración de una caverna como su viaje mitológico hacia los secretos de sus propias neurosis y psicosis, sus temores. Le ocurrió algo terrible, y es probable que sea anterior a lo que él considera el acontecimiento terrible que le ocurrió.

—¿Qué recuerdas de su descripción física? ¿Dio la genteque aseguraba haberlo visto con la víctima en la discoteca, la caverna o cualquier otro lugar, una descripción física?

—Joven, con gorra —dice Maroni—. Eso es todo.

—¿Eso es todo? ¿Raza?

—Tanto en la discoteca como en la caverna estaba muy oscuro.

—En las notas de tu paciente, aquí mismo, las tengo delante, el paciente menciona conocer a una joven canadiense en una disco. Lo dijo el día después de que se encontrara el cadáver. Luego no volviste a tener noticias de él. ¿De qué raza era?

—Caucásico.

—En tus notas indicaba que, y cito textualmente: «había dejado a la chica junto a la carretera en Bari».

—En aquellos momentos, no se sabía que fuera canadiense. Aún estaba por identificar, y se dio por sentado que era prostituta, como he dicho.

—Cuando averiguaste que era una turista canadiense, ¿no lo relacionaste?

—Me preocupó, sí, pero no tenía pruebas.

—Vale, Paulo, protege al paciente. Nadie se preocupó una mierda por proteger a la turista canadiense, cuyo único crimen fue divertirse en la discoteca y conocer a alguien que le gustó y en quien pensó que podía confiar. Sus vacaciones en el sur de Italia acabaron con una autopsia en un cementerio. Tuvo suerte de que no la enterraran en una fosa común.

—Estás muy impaciente y disgustado.

—Igual ahora que tienes las notas delante, Paulo, recuperas la memoria.

—Yo no di permiso para que te hicieran llegar estas notas. No alcanzo a imaginar cómo las has obtenido. —Tiene que decirlo repetidamente, y Benton debe seguirle la corriente.

—Si almacenas notas sobre los pacientes en formato electrónico en el servidor del hospital, conviene desconectar la función «compartir archivos» —le dice Benton—. Porque si alguien averigua en qué disco duro están esos expedientes tan confidenciales, es posible que consiga acceder a ellos.

—Internet resulta de lo más traicionero.

—La turista canadiense fue asesinada hace casi un año. La misma clase de mutilación. Dime cómo es que no pensaste en ese caso, no pensaste en tu paciente, después de lo que le hicieron a Drew Martin. Trozos cortados de la misma zona del cuerpo. Desnuda, abandonada en un lugar donde la descubrieran enseguida y causara conmoción. Y sin dejar rastro.

—No parece que las viole.

—No sabemos lo que hace. Sobre todo si las obliga a permanecer en una bañera llena de agua fría durante Dios sabe cuánto. Me gustaría que Kay se pusiera al teléfono. La he llamado antes de telefonearte. Espero que al menos le haya echado un vistazo a lo que le he enviado. Lo intento de nuevo y ahora te llamo, para hablar a tres bandas.

Maroni espera contemplando fijamente la pantalla del ordenador mientras fuera llueve intensamente y el canal sube de nivel. Abre las contraventanas lo suficiente para ver que hay más de un palmo de agua en las aceras. Se alegra de no tener que salir. Las inundaciones no tienen el carácter de aventura que parece representar para los turistas.

—¿Paulo? —Benton otra vez al aparato—. ¿Kay?

—Aquí estoy.

—Kay tiene los archivos —le dice Benton a Maroni—. ¿Estás mirando las dos fotografías? —le pregunta a Scarpetta—. ¿Y los otros archivos?

—Lo que le hizo en los ojos a Drew Martin —dice ella—. No hay indicios de nada parecido en el caso de la asesinada cerca de Bari. Tengo delante el informe de su autopsia, en italiano, y entiendo lo que puedo. Y me preguntaba cómo es que el informe de la autopsia está incluido en el expediente de este paciente, el Hombre de Arena, supongo.

—Está claro que así es como se refiere a sí mismo —reconoce Maroni—. Según los correos de la doctora Self. Y ya ha visto algunos, ¿no?

—Los estoy viendo ahora.

—¿Por qué estaba el informe de la autopsia en el informede tu paciente —le recuerda Benton—, el informe del Hombre de Arena?

—Porque estaba muy preocupado, pero no tenía ninguna prueba.

—¿Asfixia? —pregunta Scarpetta—. Sobre la base de las petequias y la ausencia de cualquier otro indicio.

—¿Es posible que se ahogara? —pregunta Maroni, con los informes que le ha enviado Benton, impresos y ya sobre el regazo—. ¿Es posible que Drew también muriera ahogada?

—No, Drew desde luego no. Pero las víctimas estuvieron en la bañera antes de su muerte, o lo que por desgracia suponemos que fue su muerte, en eso sí coincido. Debemos tener en cuenta el ahogamiento si no hay ninguna prueba que lo descarte. Puedo asegurar con toda certeza que Drew no se ahogó, pero eso no significa que la víctima de Bari corriera la misma suerte. Y no podemos saber qué le ocurrió a esta mujer en la bañera de cobre. Ni siquiera podemos asegurar que esté muerta, aunque me temo que sí lo está.

—Parece drogada —comenta Benton.

—Tengo fundadas sospechas de que las tres mujeres en cuestión tienen eso en común —señala Scarpetta—. La víctima de Bari había perdido la voluntad, según indica su nivel de alcohol en sangre, que era el triple del límite legal. El de Drew sólo doblaba el límite.

—Les hace perder la voluntad para controlarlas —dice Benton—. ¿De manera que nada indica que la víctima de Bari muriera ahogada? ¿No hay nada en ese sentido en el informe? ¿Algo sobre diatomeas?

—¿Diatomeas? —se interesa Maroni.

—Algas microscópicas —aclara Scarpetta—. Antes tendría que haberlo comprobado alguien, cosa poco probable si no se sospecha que muriera ahogada.

—¿Por qué tendría que haber muerto ahogada? La encontraron junto a la carretera —le recuerda Maroni.

—En segundo lugar —dice Scarpetta—, las diatomeas son omnipresentes. Están en el agua y también en el aire. El único examen que podría ofrecer información significativa sería el análisis de médula ósea u órganos internos. Y tiene razón, doctor Maroni, ¿por qué tendría que haber muerto ahogada? Por lo que respecta a la víctima de Bari, sospecho que pudo ser una víctima de mera oportunidad. Tal vez el Hombre de Arena, como de ahora en adelante me referiré a él...

—No sabemos cómo se refería a sí mismo entonces —le recuerda Maroni—. Desde luego mi paciente no mencionó su nombre.

—Lo llamaré Hombre de Arena para que resulte más claro —insiste Scarpetta—. Igual había salido de bares, discotecas, lugares turísticos, y ella tuvo la trágica mala fortuna de encontrarse en el lugar y el momento equivocados. Sin embargo, Drew Martin no me parece una víctima al azar.

—Eso tampoco lo sabemos. —Maroni da unas chupadas a la pipa.

—Yo creo que sí-dice ella—. Empezó a enviarle correos sobre Drew Martin a la doctora Self el otoño pasado.

—Suponiendo que sea el asesino.

—Envió a la doctora Self la fotografía de Drew en la bañera que sacó pocas horas después del crimen —insiste Scarpetta—. A mi manera de ver, eso lo convierte en el asesino.

—Cuénteme algo más sobre sus ojos —pide Maroni.

—Según este informe, el asesino no le sacó los ojos a la víctima canadiense. A Drew sí se los sacó, le llenó las cuencas de arena y le cerró los párpados con pegamento. Por fortuna, con los datos que tengo, parece que lo hizo post mórtem.

—No es sadismo, sino simbolismo —señala Benton.

—El Hombre de Arena te esparce arena sobre los ojos y hace que concilies el sueño —dice Scarpetta.

—A esa mitología me refería yo —apunta Maroni—. Freudiana, jungiana, pero pertinente. Si hacemos caso omiso de las profundas implicaciones psicológicas de este caso, corremos grave peligro.

—Yo no hago caso omiso de nada. Ojalá tú no hubieras hecho caso omiso de lo que sabías acerca de tu paciente. Tepreocupaba que tuviera algo que ver con el asesinato de la turista y no dijiste nada —le espeta Benton.

Discuten; dejan caer insinuaciones de errores y culpas. La conversación a tres bandas continúa mientras la ciudad de Venecia se inunda. Entonces Scarpetta dice que tiene un trabajo entre manos en el laboratorio y que, si no necesitan nada más de ella, va a colgar. Eso hace, y Maroni reemprende su propia defensa.

—Eso habría sido violar el secreto profesional. No tenía ninguna prueba en absoluto —le dice a Benton—. Ya conoces las reglas. ¿Qué pasaría si acudiéramos a la policía cada vez que un paciente hace alusiones violentas o referencias a actos violentos que no tenemos razón para considerar ciertas? Informaríamos a la policía sobre nuestros pacientes a diario.

—Creo que deberías haber informado sobre tu paciente y creo que deberías haberle pedido a la doctora Self más información sobre él.

—Pues yo creo que ya no eres un agente del FBI que puede detener a la gente, sino un patólogo forense en un hospital psiquiátrico. Formas parte del profesorado de la Facultad de Medicina de Harvard. Te debes al paciente antes que nada.

—Igual ya no soy capaz de eso. Tras dos semanas con la doctora Self, ya no tengo la misma opinión respecto a nada. Incluido tú, Paulo. Protegiste a tu paciente, y ahora hay al menos otras dos mujeres muertas.

—Si lo hizo él.

—Lo hizo.

—Dime qué hizo la doctora Self cuando le presentaste esas imágenes: la de Drew en la bañera, en una habitación que parece italiana y antigua.

—Debía de estar en Roma o cerca de Roma. Tenía que estar allí —explica Benton— Cabe suponer que fue asesinada en Roma.

.—¿Y luego esta segunda imagen? —Abre un segundo archivo que estaba en el correo de la doctora Self, una mujer en una bañera, ésta de cobre. Aparenta treinta y tantos años, depelo largo y moreno. Tiene los labios hinchados y ensangrentados, el ojo derecho tan hinchado que se le cierra—. ¿Qué dijo la doctora Self cuando le enseñaste la imagen más reciente que le envió el Hombre de Arena?

—Cuando llegó, la doctora estaba en el escáner. Cuando se la enseñé más tarde, era la primera vez que la veía. Su principal preocupación era que habíamos pirateado, esa palabra utilizó, su correo electrónico y violado sus derechos, y habíamos infringido el Procedimientos en Asuntos Confidenciales de Salud porque Lucy era la pirata, según la acusación de la doctora Self, y eso suponía que había gente fuera del hospital que estaba al tanto de su ingreso en McLean. Por cierto, ¿cómo es que culpó a Lucy? Da que pensar.

—Es curioso que la culpara sin vacilar, desde luego.

—¿Has visto lo que colgó en su página web la doctora Self? Se trata de una supuesta confesión de Lucy, hablando sin tapujos de su tumor cerebral. Está por todas partes.

—¿Eso ha hecho Lucy? —Maroni se sorprende. No tenía la menor idea.

—Desde luego que no. Imagino que, de alguna manera, la doctora Self averiguó que Lucy viene a McLean con regularidad para someterse a escáneres, y cediendo a su insaciable apetito de hostigamiento, pergeñó esa confesión en su página.

—¿Qué tal está Lucy?

—¿A ti qué te parece?

—¿Qué más dijo la doctora Self acerca de esta segunda imagen? La mujer en la bañera de cobre. ¿No tenemos idea de quién es?

—De manera que alguien tiene que haberle metido en la cabeza a la doctora Self que Lucy se coló en su correo. Qué extraño.

—La mujer en la bañera de cobre —vuelve a decir Maroni—. ¿Qué dijo la doctora Self cuando te encaraste con ella en las escaleras al anochecer? Debió de ser digno de verse. —Vuelve a encender la pipa.

—Yo no he dicho que estuviera en las escaleras.

Maroni sonríe y va dando chupadas mientras el tabaco en la cazoleta reluce.

—Y bien, cuando se la enseñaste ¿qué dijo?

—Me preguntó si la imagen era real. Dijo que no lo podemos saber sin ver los archivos en el ordenador de la persona que la envió. Pero parece auténtica. No veo indicio de que haya sido retocada: una sombra que falta, un error en la perspectiva, iluminación o tiempo atmosférico incongruentes.

—No, no parece retocada —coincide Maroni, que la observa en su pantalla mientras la lluvia cae más allá de las contraventanas y el agua del canal chapalea contra el estuco—. Por lo que sé de estas cosas.

—La doctora insistió en que podía ser una sucia treta, una broma macabra. Yo le dije que la foto de Drew Martin es real, y que era algo más que una broma macabra. Está muerta. Le expresé mi preocupación con respecto a que la mujer de esta segunda fotografía también esté muerta. Me da la impresión de que alguien está hablando con la doctora Self de manera indiscriminada, y no sólo acerca de este caso. Me pregunto quién puede ser.

—¿Y qué dijo ella?

—Pues que no era culpa suya —responde Benton.

—Y ahora que Lucy nos ha conseguido esta información, es posible que averigüe... —empieza Maroni, pero Benton se le adelanta.

—...de dónde las enviaron. Lucy me lo ha explicado. El tener acceso al correo electrónico de la doctora Self le ha permitido rastrear la dirección IP del Hombre de Arena, lo que prueba en mayor medida aún que a ella le trae sin cuidado, porque podría haber rastreado esa dirección ella misma o haber hecho que alguien la rastreara. Pero no lo hizo. Probablemente ni le pasó por la cabeza. Se corresponde con un dominio de Charleston, del puerto, específicamente.

—Qué interesante.

—Estás de lo más abierto y efusivo, Paulo.

—No sé a qué te refieres. ¿De lo más abierto y efusivo?

—Lucy habló con el informático del puerto, el que se encarga de todos los ordenadores, la red inalámbrica y demás —explica Benton—. Lo más importante, según ella, es que la dirección IP del Hombre de Arena no se corresponde con ningún CDA en el puerto, es decir, un Código de Dirección de Aparato. El ordenador que está utilizando el Hombre de Arena para enviar sus correos, sea cual sea, no parece contarse entre los del puerto, lo que supone que no es probable que sea un empleado de allí. Lucy ha señalado varias posibilidades. Podría ser alguien que entra y sale del puerto, en un crucero o barco mercante, y cuando atraca se introduce en la red del puerto. En ese caso, debe de trabajar en un crucero o un carguero que haya estado en el puerto de Charleston cada vez que ha enviado algún correo a la doctora Self. Todos y cada uno de sus correos, los veintisiete que ha encontrado Lucy en la carpeta de entrada de la doctora Self, se enviaron desde la red inalámbrica del puerto, incluido el que acaba de recibir, el de la mujer en la bañera de cobre.

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