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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

El libro de Los muertos (28 page)

BOOK: El libro de Los muertos
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—Si arranco estos helechos, Bull, es posible que dañe el ladrillo. ¿A usted qué le parece?

—Es ladrillo de Charleston, probablemente de un par de siglos de antigüedad, diría yo. —Encaramado a la escalera—. Yo arrancaría un poco, a ver qué pasa.

El helecho se desprende sin dificultad. Scarpetta llena laregadera e intenta no pensar en Marino. Se pone fatal cuando se acuerda de Rose.

—Un hombre ha venido por el paseo en una
chopper
justo antes de que llegara usted —informa Bull.

Ella deja lo que está haciendo y se queda mirándolo.

—¿Era Marino?

Al volver a casa del apartamento de Rose, la moto había desparecido. Debe de haber ido en el coche de ella hasta su casa para coger una llave de reserva.

—No, señora, no era él. Yo estaba subido a la escalera podando los nísperos y lo vi en su moto por encima de la verja. Él no me vio. Igual no era nada. —Chasquean las tijeras de podar y caen al suelo ramillas laterales y esos brotes que se llaman serpollos—. ¿La ha estado molestando alguien? Porque me gustaría que me lo dijera.

—¿Qué hizo?

—Dobló la esquina y avanzó muy lento hasta la mitad del paseo, luego dio media vuelta y regresó. Me pareció que llevaba un pañuelo anudado a la cabeza, creo que anaranjado y amarillo. Era difícil asegurarlo desde mi posición. La
chopper
tenía los tubos de escape hechos polvo, traqueteaba y chisporroteaba como si estuviera a punto de fallar. Si hay algo que yo deba saber, debe decírmelo. Estaré atento.

—¿Le había visto alguna vez por aquí?

—Reconocería esa
chopper.

Scarpetta piensa en lo que le dijo Marino anoche. Un motero le dijo que le ocurriría alguna desgracia a ella si no se iba de la ciudad. ¿Quién puede querer que se vaya hasta el punto de hacerle llegar un mensaje así? El juez de instrucción local es el primero que le viene a la cabeza.

—¿Sabe algo sobre el juez de instrucción de aquí? —le pregunta a Bull—. ¿Henry Hollings?

—Sólo que su familia lleva esa funeraria desde la guerra, ese sitio enorme detrás de un alto muro allá en Calhoun, no muy lejos de aquí. No me hace gracia pensar que alguien la está molestando. Su vecina es un rato curiosa, desde luego.

La señora Grimball está otra vez mirando por la ventana.

—Me vigila como un halcón —comenta Bull—. Si me permite decirlo, tiene un ramalazo de crueldad y no le importa hacer daño a la gente.

Scarpetta vuelve a poner manos a la obra. Algo está devorándole algunas flores, y se lo comenta a Bull.

—Tenemos un grave problema con las ratas por aquí-responde él con tono que suena profético.

Ella examina los pensamientos dañados.

—Babosas —decide.

—Podría probar con cerveza —propone Bull, al tiempo que hace chasquear la podadora-Ponga unos cuencos después de oscurecer. Se arrastran hasta allí, se emborrachan y se ahogan.

—Ya, y la cerveza atraerá más babosas de las que había al principio. Además, sería incapaz de ahogar nada.

Se desprenden más serpollos del roble.

—He visto excrementos de mapache por ahí. —Señala con la podadora—. Podrían ser ellos los que se comen los pensamientos.

—Mapaches, ardillas. No puedo hacer nada al respecto.

—Claro que sí, pero no quiere. Está claro que no le gusta matar nada. Es interesante, teniendo en cuenta su trabajo. Es de imaginar que no tendría por qué afectarle. —Habla desde el árbol.

—Tengo la impresión de que mi profesión hace que me afecte todo.

—Aja. Eso es lo que ocurre cuando uno sabe demasiado. Esas hortensias ahí cerca de usted, si pone alrededor unos clavos oxidados, se volverán de un hermoso color azul.

—La epsomita también da buen resultado.

—¿Epso qué?

Scarpetta mira a través de una lente de joyero el dorso de una hoja de camelia y repara en unas escamas blancuzcas.

—Vamos a podar éstas, y puesto que hay gérmenes patógenos en los cortes, tendremos que desinfectar las herramientas antes de utilizarlas en otra cosa. He de llamar al patólogo de plantas.

—Aja. Las plantas tienen enfermedades igual que la gente.

Los cuervos empiezan a alborotarse en el dosel del roble que Bull está podando, y varios remontan el vuelo de repente.

Madelisa se queda paralizada como la mujer de la Biblia a la que, por no cumplir su voluntad, Dios convirtió en estatua de sal. Está entrando en propiedad privada, cometiendo un acto ilegal.

—¿Hola? —vuelve a llamar.

Se arma de valor para abandonar el lavadero y entrar en la gran cocina de la casa más elegante que ha visto en su vida, mientras sigue repitiendo «¡Hola!», sin saber muy bien qué hacer. Está asustada como nunca en su vida, y debería marcharse de allí ya mismo. Empieza a deambular, mirándolo todo boquiabierta, con la sensación de ser una ladrona, temerosa de que la cojan —ahora o más adelante— y vaya a parar a la cárcel.

Debería marcharse, irse de inmediato. Nota punzadas a la altura de la nuca y sigue llamando «¡Hola!» y «¿Hay alguien en casa?», sin dejar de preguntarse por qué demonios está abierta la casa y hay carne en la parrilla si no hay nadie. Empieza a imaginar que la observan mientras merodea, y algo le advierte que tiene que escapar tan rápido como pueda de esa casa y regresar con su marido. No tiene derecho a deambular y curiosear, pero no puede evitarlo ahora que ya está allí. Nunca había visto una casa así y no entiende por qué nadie contesta a sus llamados, pero es demasiado curiosa para dar media vuelta, o tiene la sensación de que no puede hacerlo.

Pasa por debajo de un arco para acceder a un tremendo salón. El suelo es de una piedra azul que parece gema y está adornado con preciosas alfombras orientales. Las enormes vigas están a la vista y hay una chimenea lo bastante grande para asar un cerdo. Ve una pantalla de cine extendida sobreuna cristalera que da al océano. El polvo revolotea en el haz de luz del retroproyector, la pantalla está iluminada pero sin imagen, y no hay sonido. Mira el sofá envolvente de cuero negro, perpleja ante las prendas pulcramente dobladas que hay encima: una camiseta oscura, pantalones oscuros, unos calzoncillos de hombre. La mesa de centro, de gran tamaño, está cubierta de paquetes de tabaco, frascos de pastillas y una botella pequeña de vodka Grey Goose casi vacía.

Madelisa se imagina a alguien, probablemente un hombre, borracho, deprimido o enfermo, lo que quizás explicaría que el perro escapara. Alguien ha estado aquí hace poco, bebiendo, piensa, y quienquiera que haya empezado a preparar la barbacoa parece haberse desvanecido. El corazón le palpita. No puede desembarazarse de la sensación de que alguien la observa, y piensa: «Dios santo, qué frío hace aquí.»

—¡Hola! ¿Hay alguien en casa? —grita por enésima vez con voz ronca.

Le parece que sus pies se mueven por voluntad propia mientras indaga atemorizada, y el miedo produce un zumbido en su interior igual que una corriente eléctrica. Debería marcharse. Está violando propiedad privada igual que un ladrón: allanamiento de morada. Va a meterse en un buen lío. Nota que algo la observa. La policía la observará desde luego, si la atrapa, o mejor dicho, cuando la atrapen, y empieza a entrarle pánico, pero los pies no la escuchan y siguen llevándola de un lugar a otro.

—¿Hola? —dice con voz quebrada.

Al otro lado de la sala, hacia la izquierda del vestíbulo, hay otra habitación, y oye correr agua.

—¡Hola!

Se dirige vacilante hacia el sonido del agua. Por lo visto, no puede hacer que sus pies se detengan. Siguen adelante, y se encuentra en un dormitorio de grandes dimensiones con mobiliario caro y elegante, cortinas de seda echadas y fotos en todas las paredes. Una niña preciosa con una mujer muy bonita y feliz que debe de ser su madre. La alegre niña en unapiscina hinchable con un perrito, el basset. La misma mujer hermosa llorando, sentada en un sofá junto a la famosa psiquiatra del programa de la tele, la doctora Self, rodeada de cámaras que la filman de cerca. La misma mujer hermosa con Drew Martin y un hombre atractivo de piel aceitunada y cabello negro. Drew y el hombre visten ropa de tenis y están en una pista con la raqueta en la mano.

Drew Martin fue asesinada, recuerda.

El edredón azul pálido de la cama está arrebujado. En el suelo de mármol negro cerca de la cabecera hay prendas que parecen tiradas: un chándal rosa, unos calcetines, un sujetador. El sonido del agua corriente resulta más audible conforme sus pies avanzan, y Madelisa ordena a sus pies que corran en dirección contraria, pero no le hacen caso. «Corred», les dice cuando la hacen entrar en un cuarto de baño de ónice negro y cobre. «¡¡Corred!!» Asimila lentamente la visión de las toallas húmedas y ensangrentadas en el lavabo de cobre, el sangriento cuchillo con filo dentado y el juego de cuchillos cubiertos de sangre detrás del retrete negro, el pulcro montón de sábanas rosa pálido encima del cesto.

Tras las cortinas echadas con estampado de rayas de tigre en torno a la bañera de cobre, corre el agua, borboteando sobre algo que no suena a metal.

Capítulo 13

Ya ha oscurecido. Scarpetta dirige la linterna hacia un revólver Colt de acero inoxidable en medio del pequeño paseo detrás de su casa.

No ha llamado a la policía. Si el juez de instrucción está implicado en este último giro siniestro de los acontecimientos, llamar a la policía no haría sino empeorar la situación. Bull tiene una historia de cuidado, y ella no sabe qué pensar. Dice que cuando los cuervos echaron a volar del roble en el jardín, eso quería decir algo, así que a ella le dijo una mentira: que tenía que irse a casa, cuando lo que tenía intención de hacer era escabullirse; así lo ha dicho. Se apostó tras los arbustos entre las dos verjas de la casa y aguardó; aguardó casi cinco horas. Scarpetta no tenía la menor idea.

Ella siguió con sus cosas, terminó lo que estaba haciendo en el jardín y se dio una ducha. Luego trabajó en el despacho de arriba, hizo unas llamadas para ver cómo estaba Rose, cómo estaba Lucy, cómo estaba Benton. Mientras tanto, no sabía que Bull estaba escondido entre las dos verjas detrás de la casa. Él dice que es como pescar: uno no coge nada a menos que haga creer al pez que ya ha dado por terminada la jornada. Cuando el sol estaba más bajo y las sombras eran más alargadas, y Bull llevaba apostado en los ladrillos fríos y oscuros entre las verjas toda la tarde, vio a un hombre en el paseo. El tipo se llegó hasta la puerta de la verja exterior que rodea lacasa de Scarpetta e intentó introducir la mano para abrirla. Al no conseguirlo, empezó a trepar por el hierro forjado, y fue entonces cuando Bull abrió la puerta de golpe y se enfrentó a él. Creyó que era el tipo que iba en la
cbopper
, pero quienquiera que fuese no traía buenas intenciones, y mientras estaban en plena refriega se le cayó el arma.

—Quédese aquí mismo —le dice Scarpetta a Bull en el paseo en penumbra—. Si sale algún vecino o aparece alguien por la razón que sea, que nadie se acerque. Que nadie toque nada. Por suerte, me parece que nadie puede vernos aquí.

La linterna de Bull sondea los ladrillos desiguales mientras ella regresa a su casa. Sube a la primera planta y en unos minutos está de vuelta en el paseo con la cámara y el maletín para el escenario del crimen. Saca fotografías. Se pone unos guantes de látex. Coge el revólver, abre el cilindro y extrae seis proyectiles del calibre 38 que introduce en una bolsa de papel; al arma la mete en otra. Luego sella las dos con cinta adhesiva para pruebas de color amarillo que etiqueta e inicializa con un rotulador.

Bull sigue buscando, el haz de la linterna arriba y abajo conforme camina, se detiene, se acuclilla y luego sigue caminando, todo muy lentamente. Pasan unos minutos más, y dice:

—Aquí hay algo. Más vale que eche un vistazo.

Scarpetta se acerca, mirando dónde pisa, y a unos treinta metros de la verja, sobre el asfalto sembrado de hojarasca, hay una monedita de oro unida a una cadena dorada rota que destella bajo el haz, el oro reluciente como la luna.

—¿Estaba tan lejos de la verja cuando forcejeó con él? —pregunta, un tanto escéptica—. Entonces ¿cómo es que el arma estaba allí? —Señala hacia las siluetas oscuras de las verjas y el muro del jardín.

—No es fácil saber dónde estaba —dice Bull—. Estas cosas pasan muy rápido. No creo que llegara hasta aquí, pero no puedo asegurarlo.

Scarpetta vuelve la mirada hacia su casa.

—De aquí a allí hay un buen trecho —señala—. ¿Está seguro de que no lo persiguió después de que él dejara caer el arma?

—Lo único que puedo decir es que una cadena de oro con una moneda de oro no iba a durar mucho ahí tirada. Así que es posible que lo persiguiera y se le cayera cuando forcejeamos. No creía haberle perseguido, pero cuando están en juego la vida y la muerte, uno no siempre mide bien el tiempo y la distancia.

—No siempre —coincide ella.

Scarpetta se pone unos guantes nuevos y recoge por la cadena el colgante roto. Sin gafas no puede ver qué clase de moneda es, sólo alcanza a distinguir una cabeza coronada por una cara, y por la otra una guirnalda y el número uno.

—Así que probablemente se rompió cuando empecé a forcejear con él —decide Bull, como convenciéndose a sí mismo—. Desde luego espero que no le hagan ponerles al tanto de todo esto. A la policía, me refiero.

—No hay nada de lo que ponerles al tanto —dice ella—. De momento no hay delito, sólo una refriega entre usted y un desconocido, cosa que no tengo intención de mencionar a nadie, salvo a Lucy. Ya veremos qué se puede hacer en el laboratorio mañana.

Bull ya ha tenido problemas y no quiere tenerlos de nuevo.

—Cuando alguien encuentra un arma tirada, se supone que debe llamar a la policía —señala Bull.

—Bueno, pues yo no voy a llamarlos. —Recoge los útiles que ha sacado.

—Usted teme que los polis piensen que yo andaba metido en algo y me enchironen. No se meta en problemas por mi culpa, doctora Kay.

—Nadie va a enchironarle.

El Porsche Carrera 911 negro de Gianni Lupano está permanentemente aparcado en Charleston, aunque él apenas pase por allí.

—¿Dónde está? —le pregunta Lucy a Ed.

—No le he visto.

—Pero sigue en la ciudad.

—Hablé con él ayer. Me llamó y me pidió que enviara a alguien de mantenimiento porque el aire acondicionado no funcionaba bien. Así que mientras estaba ausente, y no sé adónde fue, cambiaron el filtro. Es muy reservado. Sé cuándo viene y va porque una vez a la semana tengo que poner en marcha su coche para que la batería no se descargue. —Ed abre un recipiente de comida para llevar y su despachito huele a patatas fritas—. ¿Le importa? No quiero que se enfríe. ¿Quién le ha dicho lo de su coche?

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