—Josh acaba de terminar el escáner, el que no ha llegado a buen puerto. Se lo hemos hecho a una persona que se va esta misma noche, lo que supone que no van a llegarle más correos. El tiempo es esencial.
—¿Sigue ahí? ¿La persona que se va?
—Ahora mismo sí. Josh ya se ha marchado, tiene a su hija enferma. Lleva prisa.
—Si me facilitas tu contraseña, puedo acceder a la red interna —asegura Lucy—. Eso lo hará más sencillo, pero vas a estar colgado durante una hora más o menos.
Lucy llama al móvil de Josh. Está en el coche, saliendo del hospital. Mejor aún. Le dice que Benton no puede entrar en su cuenta de correo, que le ocurre algo al servidor, ella tiene que solventarlo de inmediato, y parece que le va a llevar un buen rato. Lo puede hacer a distancia, pero necesita la clave del administrador del sistema, a menos que Josh quiera regresar y ocuparse del asunto en persona. Él, que no quiere hacer nada semejante, empieza a hablar de su esposa y su niña. De acuerdo, sería estupendo si Lucy pudiera encargarse de todo. Abordan problemas técnicos continuamente, y a él no le pasaría por la cabeza que la intención de Lucy es acceder a la cuenta de correo de una paciente y los archivos privados del doctor Maroni. Y aunque Josh sospechara lo peor,daría por sentado que Lucy se limitaría a introducirse por su cuenta, sin pedir permiso. Está al tanto de sus aptitudes, así es como ella se gana la vida, por el amor de Dios.
Lucy no quiere introducirse ilegalmente en el hospital de Benton, y además le llevaría demasiado tiempo. Una hora después, le devuelve la llamada a Benton:
—No tengo tiempo de mirar —le dice—. Eso te lo dejo a ti. Te lo he enviado todo, y tu correo ya funciona.
Sale del laboratorio y se marcha en su moto Agusta Brutale, abrumada por la ansiedad y el peligro. La doctora Self está en McLean. Lleva allí casi dos semanas. Maldita sea. Benton estaba al tanto.
Va rápido, con el viento cálido azotándole el casco, como si intentara hacerle entrar en razón.
Entiende por qué Benton no podía decir ni palabra, pero no está bien. La doctora Self y Marino se escriben correos y entretanto ella está delante de las narices de Benton en McLean. Y Benton no pone sobre aviso a Marino ni a Scarpetta. Y tampoco a ella, a Lucy, mientras los dos vigilaban a Marino a través de la cámara en el depósito de cadáveres durante la visita guiada a Shandy. Lucy hacía comentarios sobre Marino, sobre sus correos electrónicos a la doctora Self, y Benton se limitaba a escuchar, y ahora Lucy se siente como una imbécil; se siente traicionada. Benton no tiene reparos en pedirle que acceda de manera ilegal a archivos electrónicos confidenciales, pero no es capaz de decirle que la doctora Self es paciente suya y está sentada en su sala privada precisamente en ese Pabellón tan exclusivo, pagando tres mil putos dólares al día para joder a todo el mundo.
Mete la sexta, agazapada, y va adelantando a otros vehículos en el puente Arthur Ravenel Jr., con sus altos picos y cables verticales que le recuerdan al Centro Oncológico Stanford, a la mujer que interpreta temas incongruentes al arpa. Es posible que Marino ya anduviera desquiciado, pero no contaba con el caos que podría provocar la doctora Self. Él es demasiado simplón para entender una bomba de neutrones. Encomparación con la doctora Self, no es más que un chavalote estúpido con un tirachinas en el bolsillo del pantalón. Quizás el asunto lo pusiera en marcha él al enviarle un correo a Self, pero ella sabe cómo finiquitar algo. Sabe cómo finiquitarlo a él.
Pasa a toda velocidad por delante de los barcos camaroneros amarrados en Shem Creek, cruza el puente Ben Sawyer hasta isla Sullivan, donde vive Marino en lo que en cierta ocasión aseguró era la casa de sus sueños: una diminuta y destartalada cabaña pesquera encaramada a unos pilares, con tejado metálico rojo. Las ventanas se ven oscuras; no está encendida ni siquiera la luz del porche. Detrás de la cabaña, un larguísimo embarcadero cruza las marismas y va a parar a un estrecho riachuelo que serpentea hasta el canal Intracostero. Al mudarse allí, él compró un bote de remos y disfrutaba dedicándose a explorar las ensenadas y pescar, o a navegar y beber cerveza. Lucy no sabe a ciencia cierta qué le ocurrió. ¿Adónde se ha ido?, se pregunta. ¿Quién ocupa su cuerpo?
La zona del jardín delantero es arenosa y está cubierta de malas hierbas altas y finas. Se abre paso entre un montón de trastos: viejas neveras portátiles, una parrilla oxidada, tarros para cangrejos, redes medio podridas, cubos de basura que huelen como un pantano. Sube unos peldaños de madera combados y llama a una puerta con la pintura descascarillada. La cerradura es endeble, pero no quiere forzarla. Más vale sacar la puerta de las bisagras. Un destornillador, y ya está dentro de la casa soñada de Marino. No tiene alarma, siempre dice que sus armas ya son alarma suficiente.
Tira de la cadenita de una bombilla colgada del techo, y a la luz estridente que proyecta sombras desiguales, mira en torno para ver lo que ha cambiado desde la última vez que estuvo allí. ¿Cuándo fue? ¿Hace seis meses? No ha cambiado nada, como si él hubiera dejado de vivir allí pasado un tiempo. La sala tiene un suelo de madera desnudo, un sofá barato de tela escocesa, dos sillas de respaldo recto, una tele bien grande, un ordenador y la impresora. Contra la pared hay una cocina pequeña, latas de cerveza vacías y una botella de Jack Daniel's en la encimera. En la nevera descubre cantidad de fiambres, queso y más cerveza.
Lucy se sienta a la mesa de Marino y retira del puerto USB de su ordenador un lápiz de memoria USB de 256
megabytes
unido a una cuerdecita. Abre el estuche de herramientas y coge unos alicates puntiagudos, un destornillador fino y un taladro a pilas tan diminuto como el de los joyeros. En la cajita negra hay cuatro micrófonos unidireccionales, cada uno de un tamaño inferior a ocho milímetros, más o menos como una aspirina infantil. Tirando del capuchón de plástico de la memoria USB, retira el lápiz y la cuerdecita e introduce un micrófono, cuya cubierta de malla metálica pasa inadvertida en el agujerito al que iba unida la cuerdecita. El taladro produce un zumbido quedo al abrir un segundo orificio en la base del capuchón, donde inserta el anillo de la cuerdecita para volver a sujetarlo.
Luego mete la mano en uno de los numerosos bolsillos de sus pantalones anchos y saca otra memoria USB —la que ha cogido del laboratorio— que inserta en el puerto. Descarga su propia versión de un programa espía que remitirá hasta el último toque de tecla de Marino a una de las cuentas de correo de Lucy. Revisa el disco duro en busca de documentos. No hay prácticamente nada salvo los correos de la doctora Self que ya copió en su ordenador en la oficina. No le supone mayor sorpresa. No lo imagina allí sentado escribiendo artículos periodísticos profesionales o una novela. Bastante mal se le da el papeleo. Vuelve a introducir la memoria USB de Marino en el puerto y empieza a registrar la habitación rápidamente, abriendo cajones donde encuentra tabaco, un par de
Playboy
, un Magnum .357 Smith & Wesson, unos cuantos dólares y calderilla, recibos, correo basura.
Nunca ha entendido cómo cabe Marino en el dormitorio, donde el armario es una barra sujeta de pared a pared a los pies de la cama, con la ropa amontonada y colgada de cualquier manera, otras prendas por el suelo, incluidos enormes calzoncillos bóxer y calcetines. Ve unos pantis y un sujetadorde encaje rojos, un cinturón de cuero negro tachonado con puntas metálicas y otro de cocodrilo, muy pequeños para ser suyos, una mantequera de plástico llena de condones y anillos para la polla. La cama está deshecha. Dios sabe cuándo lavó las sábanas por última vez.
Una puerta da paso al cuarto de baño tamaño cabina telefónica: retrete, ducha, lavabo. Lucy mira en el botiquín, donde encuentra los artículos de higiene y los medicamentos contra la resaca que cabía esperar. Coge un frasco de Fiorinal con codeína recetado a nombre de Shandy Snooks, casi vacío. En otra estantería hay un tubo de Testroderm, recetado a nombre de un desconocido, e introduce la información en su iPhone. Vuelve a colocar la puerta en sus bisagras y desciende por los peldaños desvencijados. Se ha levantado viento y oye un tenue ruido procedente del embarcadero. Saca con suavidad la Glock, alerta, y dirige la linterna hacia el ruido, pero el haz no alcanza hasta allí y la longitud del embarcadero se disuelve en la oscuridad del anochecer.
Sube los escalones que llevan al embarcadero, viejos y con los tablones arqueados, algunas caídos. El olor a fango cenagoso es intenso. Empieza a lanzar manotazos a los mosquitos y recuerda lo que le dijo un antropólogo. Guarda relación con el grupo sanguíneo: a los bichos como los mosquitos les encanta el grupo O. Es el suyo, pero nunca ha tenido claro cómo puede oler un mosquito su grupo sanguíneo si no está sangrando. Revolotean a su alrededor, la atacan, hasta le pican en el cuero cabelludo.
Sus pasos son silenciosos mientras camina y escucha, hasta que oye un pequeño topetazo. El haz de luz pasa por encima de maderos envejecidos y clavos herrumbrosos y doblados, y una brisa susurra en la hierba de las marismas. Las luces de Charleston se ven lejanas en el aire húmedo que huele a azufre, la luna esquiva tras las densas nubes, y al cabo del embarcadero alcanza a ver el origen del ruido. El bote de pesca de Marino ha desaparecido y unas boyas naranja intenso descargan sordos topetazos contra los pilares.
Karen y la doctora Self en las escaleras de entrada al Pabellón en la penumbra casi cerrada.
Una luz de porche que no alumbra mucho, y la doctora saca un papel del bolsillo del impermeable, lo abre y saca un bolígrafo. En los bosques más allá, el agudo zumbido estático de los insectos, el aullido lejano de los coyotes.
—¿Qué es eso? —le pregunta Karen.
—Siempre que llevo invitados a mis programas firman uno de éstos. Es una simple autorización para que los saque en antena, para hablar de ellos. Nadie puede ayudarte, Karen. Queda claro, ¿no?
—Me siento un poco mejor.
—Te pasa siempre porque te programan, igual que intentaron programarme a mí. Es una conspiración. Por eso me han hecho escuchar a mi madre.
Karen le coge el formulario e intenta leerlo, pero no hay suficiente luz.
—Me gustaría compartir nuestras maravillosas conversaciones y lo mucho que he aprendido de ellas, para que así sirvan de ayuda a mis millones de espectadores en todo el mundo. A menos que prefieras utilizar un alias.
—¡Qué va! Estaré encantada de que hable de mí y utilice mi auténtico nombre. ¡E incluso de estar en su programa, Marilyn! ¿Qué conspiración? ¿Cree que me incluye a mí?
—Tienes que firmar esto. —Le tiende el bolígrafo.
Karen lo hace.
—Espero que me informe de cuándo va a hablar de mí para que pueda verlo. En caso de que lo haga, quiero decir. ¿Cree que lo hará?
—Si sigues aquí.
—¿Cómo?
—No puede ser en mi primer programa. El primero es acerca de Frankenstein y experimentos chocantes. Ser drogada contra mi voluntad, sometida a tormentos y humillaciones en el imán. Lo repetiré: un inmenso imán, mientras escuchaba a mi madre, mientras me obligaban a oír su voz mintiendo acerca de mí, culpándome. Podrían pasar semanas antes de que salgas en mi programa, ¿sabes? Espero que sigas aquí.
—¿Se refiere al hospital? Me voy mañana a primera hora.
—Me refiero a aquí.
—¿Dónde?
—¿Quieres seguir en este mundo, Karen? ¿Alguna vez has llegado a querer estar aquí? Ésa es la auténtica cuestión.
Karen enciende un cigarrillo con manos temblorosas.
—Ya viste mi serie sobre Drew Martin —añade la doctora.
—Qué triste.
—Debería contarle a todo el mundo la verdad acerca de su entrenador. Desde luego intenté contársela a ella.
—¿Qué hizo su entrenador?
—¿Alguna vez has visitado mi página web?
—No; debería haberlo hecho. —Karen se sienta encorvada sobre el frío peldaño de piedra, fumando.
—¿Qué te parecería salir en mi página? ¿Hasta que podamos llevarte al programa?
—¿Salir en la página? ¿Se refiere a contar mi historia en ella?
—Brevemente. Tenemos una sección titulada «En palabras propias». La gente confecciona su
blog
, cuentan sus historias y se escriben entre sí. Algunos no saben escribir muy bien, claro, por eso tengo un equipo de gente que edita y reescribe, escribe al dictado y entrevista. ¿Recuerdas cuando nos conocimos? ¿Te di mi tarjeta?
—Todavía la tengo.
—Quiero que envíes tu historia a la dirección de correo electrónico en esa tarjeta, y la colgaremos en la página. Puedes ser toda una inspiración, a diferencia de la pobre sobrina del doctor Wesley.
—¿Quién?
—En realidad no es su sobrina. Tiene un tumor cerebral. Ni siquiera con mis herramientas puedo curar a alguien en esas circunstancias.
—Ay, Dios, qué horror. Supongo que un tumor cerebral puede llevar a alguien a la locura, y no hay manera de ayudarle.
—Puedes leer todo al respecto cuando visites mi página. Verás su historia y todas sus entradas en el
blog.
Te quedarás de una pieza —dice la doctora, un peldaño por encima de ella, con la brisa a favor que se lleva el humo hacia atrás—. Tu historia enviará un mensaje magnífico. ¿Cuántas veces has estado ingresada? Al menos diez. ¿A qué se deben los fracasos?
La doctora Self se imagina preguntándoselo al público mientras las cámaras se acercan para tomar un primer plano de su cara, una de las caras más reconocibles del planeta. Le encanta su nombre. Su nombre forma parte de su increíble destino: Self, sí misma. Siempre se ha negado a renunciar a él. No cambiaría su nombre por ninguno, ni lo compartiría nunca, y todo aquel que no lo quiera está condenado porque el pecado imperdonable no es el sexo, es el fracaso.
—Iré a su programa cuando quiera. Llámeme, por favor. Puedo presentarme aunque me avise con muy poca antelación —insiste Karen—. Siempre y cuando no tenga que hablar de... no puedo decirlo.
Pero ni siquiera entonces, cuando más nítidas eran las fantasías de la doctora Self, cuando su pensamiento se tornó mágico y comenzaron las premoniciones, llegó a soñar lo que ocurriría.
«Soy la doctora Marilyn Self. Bienvenidos a Self o Self. SOS. ¿Necesitan ayuda?» Al principio de cada programa, entre los aplausos desaforados del público en directo mientras millones de personas ven el programa en todo el mundo.