—Entonces debe de estar en Charleston en este momento —dice Maroni—. Espero que tengáis el puerto vigilado. Podría ser la manera de echarle el guante.
—Hagamos lo que hagamos, debemos conducirnos con cuidado. No podemos implicar a la policía ahora mismo. Ese tipo se asustaría.
—Debe de haber listas de cruceros y cargueros. ¿Coinciden esas fechas con los días en que le envió los correos a la doctora Self?
—Sí y no. Ciertas fechas de un crucero en particular, y estoy hablando de programas de embarque y desembarque, se corresponden con las fechas en los correos que envió, pero otras no. Lo que me lleva a pensar que tiene alguna razón para estar en Charleston, posiblemente vive allí y accede a la red del puerto tal vez aparcando muy cerca para colarse.
—Ahora me estoy perdiendo. Vivo en un mundo muy antiguo. —Vuelve a encender la pipa; una de las razones por las que disfruta fumando en pipa es el placer de encenderla.
—Algo parecido a ir en coche con un escáner y monitorizar los teléfonos móviles de la gente —explica Benton.
—Supongo que de eso tampoco tiene la culpa la doctora Self —dice Maroni en tono apesadumbrado—. Este asesino lleva desde el otoño pasado enviando correos electrónicos desde Charleston, y ella podría haberlo averiguado y alertado a alguien.
—Podría haberte alertado a ti, Paulo, cuando te remitió como paciente al Hombre de Arena.
—¿Y ella está al corriente de esta conexión con Charleston?
—La informé. Confiaba en que de esa manera recordara algo o nos diera alguna otra información que pudiera servirnos de ayuda.
—¿Y cómo reaccionó cuando le dijiste que el Hombre de Arena lleva todo este tiempo enviándole correos desde Charleston?
—Dijo que no era culpa suya. Luego se montó en su limusina para ir al aeropuerto y se marchó en su avión privado.
Aplausos acompañados de música, y la voz de la doctora Self: su página web.
Scarpetta es incapaz de disimular su malestar mientras lee el falso artículo de carácter confesional de Lucy sobre los escáneres cerebrales en McLean y por qué se somete a ellos y cómo lo lleva.
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hasta que ya no puede soportarlo, y Lucy no puede por menos de pensar que el disgusto de su tía no es tan intenso como debería ser en realidad.
—No puedo hacer nada. Lo hecho, hecho está —dice Lucy mientras escanea huellas parciales en un sistema digital de obtención de imágenes—. Ni siquiera yo soy capaz de desenviar cosas, de descolgar cosas, de des-yo-qué-sé. Una manera de enfocar el asunto es que, una vez que ha trascendido, ya no hay razón para temer que me saquen del armario.
—¿Qué te saquen del armario? Vaya manera de describirlo.
—Tal como lo veo, tener un problema de salud es peor que cualquier otra razón que haya tenido para que me saquen del armario. De manera que quizás es mejor que la gente lo sepa de una vez por todas y así quitármelo de encima. La verdad supone un alivio. Es mejor no esconder nada, ¿no crees? Lo curioso de que la gente lo sepa es que eso da pie a recibir regalos inesperados, de que la gente te tienda la mano cuando no tenías ni idea de que les preocuparas. Vuelven a hablartevoces del pasado. Otras voces callan por fin. Hay gente que por fin desaparece de tu vida.
—¿A quién te refieres?
—Digamos que no ha sido una sorpresa.
—Regalos al margen, la doctora Self no tenía ningún derecho a hacerlo —dice Scarpetta.
—Deberías escucharte.
Scarpetta no responde.
—Quieres dilucidar en qué medida puede ser culpa tuya. Ya sabes, si yo no fuera la sobrina de la infame doctora Scarpetta, no habría el menor interés. Tienes una necesidad implacable de cargar con la culpa de todo e intentar solucionarlo —le espeta Lucy.
—Ya no puedo seguir leyendo. —Scarpetta sale del
blog.
—Es tu mayor defecto —le recrimina Lucy—. El que más me cuesta aceptar, si quieres que te sea sincera.
—Tenemos que encontrar un abogado especializado en cosas así: libelo en internet, difamación contra una persona en la red, donde no hay apenas regulación; es como una sociedad sin leyes.
—Intenta demostrar que no lo escribí yo. Intenta montar un caso sobre esa base. No te centres en mí porque no quieres centrarte en algo que tiene que ver contigo misma. Te he dejado en paz toda la mañana y ahora ya he tenido suficiente. No lo aguanto más.
Scarpetta empieza a limpiar una encimera y a guardar el material.
—Estoy ahí sentada oyéndote hablar tranquilamente por teléfono con Benton y Maroni. ¿Cómo puedes hacerlo sin darte cuenta de que estás eludiendo el asunto, negándolo?
Scarpetta abre el grifo de un lavabo de acero junto a un dispensador de colirio. Se lava las manos frotándoselas con fuerza, como si acabara de realizar una autopsia en vez de haber estado trabajando en un laboratorio inmaculadamente limpio donde apenas se hace otra cosa que sacar fotografías. Lucy ve las magulladuras en las muñecas de su tía.
Ya puede intentarlo todo lo que quiera, le es imposible ocultarlas.
—¿Vas a seguir protegiendo a ese cabrón el resto de tu vida? —Lucy se refiere a Marino—. Vale, no me contestes. Quizá la mayor diferencia entre él y yo no es tan evidente. No pienso dejar que la doctora Self me aboque a cometer ningún acto fatal conmigo misma.
—¿Fatal? Espero que no. No me hace ninguna gracia que uses esa palabra. —Scarpetta se ocupa en volver a guardar la moneda de oro y la cadena—. ¿De qué estás hablando? ¿Qué quieres decir con «acto fatal»?
Lucy se quita la bata de laboratorio y la cuelga detrás de la puerta cerrada.
—No voy a dar a la doctora Self el placer de incitarme a hacer algo que no tenga vuelta atrás. No soy Marino.
—Tenemos que llevar esto a ADN de inmediato. —Scarpetta corta cinta adhesiva para pruebas y sella los sobres—. Voy a entregarlas en mano de forma que la cadena de custodia permanezca intacta, y quizás en treinta y seis horas... ¿Tal vez menos? Si no surgen complicaciones imprevistas. No quiero que se demore el análisis. Seguro que entiendes por qué, teniendo en cuenta que alguien vino de visita con un arma.
—Recuerdo aquella ocasión en Richmond. Era Navidad y estaba pasando las fiestas contigo, durante las vacaciones en la Universidad de Virginia. Yo había ido con una amiga y Marino le tiró los tejos delante de mis narices.
—¿En qué ocasión? Lo ha hecho más de una vez. —Scarpetta tiene una expresión que Lucy nunca le ha visto.
Su tía cumplimenta los formularios, se ocupa en una cosa tras otra, lo que sea para no tener que mirarla, porque le resulta imposible. Lucy no recuerda ninguna ocasión en que su tía pareciera furiosa y avergonzada. Tal vez furiosa, pero nunca avergonzada, y la mala sensación que tenía Lucy se agrava.
—Porque era incapaz de estar cerca de mujeres a las que quería impresionar desesperadamente, y nosotras, lejos demostrarnos impresionadas, al menos en el sentido que él quería, no mostrábamos el menor interés por él salvo de una manera que nunca ha sido capaz de encajar —explica Lucy—. Queríamos relacionarnos con él como personas normales, ¿y qué hace? Pues intenta sobar a mi amiga justo delante de mí. Estaba borracho, claro.
Se levanta del ordenador y se acerca a la encimera, donde su tía se afana en sacar rotuladores de un cajón y probarlos uno tras otro.
—No se lo aguanté —dice Lucy—. Le planté cara. Yo sólo tenía dieciocho años pero igual le llamé la atención, y tuvo suerte de que no hiciera algo peor. ¿Vas a seguir distrayéndote como si esperaras que todo este asunto fuera a desaparecer?
Lucy le coge las manos y le levanta suavemente las mangas. Tiene las muñecas de un rojo intenso, el tejido profundo parece dañado, como si hubiera llevado grilletes de hierro fuertemente ceñidos.
—Más vale que no entremos en esto —dice Scarpetta—. Ya sé que te preocupa. —Aparta las muñecas y se baja las mangas—. Pero haz el favor de no darme la lata con esto, Lucy.
—¿Qué te hizo?
Scarpetta toma asiento.
—Te conviene contármelo todo —la insta Lucy—. Me trae sin cuidado qué hizo la doctora Self para provocarle, y las dos sabemos que no hace falta gran cosa. Se ha pasado de la raya y no hay vuelta atrás, ni excepciones a la regla. Pienso castigarle.
—Deja que me ocupe yo del asunto, por favor.
—No te estás ocupando, ni te ocuparás. Siempre acabas excusándolo.
—Nada de eso. Pero castigarle no es la solución. ¿De qué serviría?
—¿Qué ocurrió exactamente? —Lucy habla en voz queda y sosegada, pero por dentro se nota entumecida, tal como le ocurre cuando se siente capaz de cualquier cosa—. Pasó en tucasa toda la noche. ¿Qué hizo? Nada que tú consintieras, eso seguro, o no estarías magullada. Tú no querías tener nada con él, así que te forzó, ¿no es eso? Te cogió por las muñecas. ¿Qué hizo? Tienes rozaduras en el cuello. ¿Dónde más? ¿Qué hizo ese hijo de puta? Teniendo en cuenta con qué gentuza se acuesta, no me extrañaría que hubieras pillado alguna enfermedad...
—No llegó hasta ese extremo.
—¿Qué extremo? Qué hizo. —Lucy no lo plantea como pregunta, sino como un hecho que requiere explicación más detallada.
—Estaba borracho. Ahora nos enteramos de que probablemente utiliza un complemento de testosterona que podría ponerlo muy agresivo, dependiendo de la cantidad que se ponga, y ése no sabe lo que significa moderación. Siempre a vueltas con sus excesos. Demasiado. Demasiado. Tienes razón, todo lo que ha bebido esta semana pasada, todo lo que ha fumado. Nunca se le han dado bien los límites, pero ahora ni siquiera los tiene. Bueno, supongo que todo conducía a esto.
—¿Todo conducía a esto? ¿Después de tantos años vuestra relación ha conducido a que te agreda sexualmente?
—Nunca lo había visto así. Era como si no lo conociera, agresivo y furioso, totalmente fuera control. Quizá deberíamos estar más preocupadas por él que por mí.
—No me vengas con eso.
—Intenta entenderlo, por favor.
—Lo entenderé mejor cuando me expliques qué te hizo. —La voz de Lucy es monocorde, tal como suena cuando es capaz de cualquier cosa—. ¿Qué? Cuanto más lo eludes, más ganas tengo de castigarle, y peor será cuando lo haga. Y me conoces lo suficiente como para tomarme en serio, tía Kay.
—Llegó sólo hasta cierto punto y luego paró y se echó a llorar —le explica Scapertta.
—¿Qué es «sólo hasta cierto punto»?
—No puedo hablar de ello.
—¿De veras? ¿Y si hubieras llamado a la policía? Exigen detalles, ya sabes cómo va eso. Te violan una vez y luego teviolan otra vez cuando lo cuentas todo y algún madero empieza a imaginarse cómo ocurrió y lo disfruta en secreto. Hay pervertidos de esos que van de sala en sala del tribunal en busca de casos de violación. Se sientan al fondo y escuchan todos los detalles.
—¿Por qué te sales por esa tangente? No tiene nada que ver conmigo.
—¿Qué crees que habría pasado si hubieses llamado a la policía y Marino hubiera sido acusado de agresión sexual, como mínimo? Acabarías en los tribunales, y Dios sabe qué circo se montaría. La gente escucharía todos los detalles, se lo imaginaría todo, como si, en cierto sentido, estuvieras desnuda en público, observada como un objeto sexual, degradada. La gran doctora Kay Scarpetta desnuda y maltratada a la vista del mundo entero.
—No llegó a tal extremo.
—¿Ah, no? Ábrete la camisa. ¿Qué escondes? Veo abrasiones en el cuello. —Lucy tiende la mano hacia la camisa de su tía para desabrocharle el botón del cuello.
Scarpetta le aparta las manos.
—No eres enfermera forense, y ya he oído suficiente. No hagas que me enfade contigo.
La ira de Lucy empieza a emerger. La nota en el corazón, en los pies, en las manos.
—Yo me ocupo de esto —dice.
—No quiero que te ocupes de nada. Está claro que ya te has metido en su casa y la has registrado. Ya sé cómo te ocupas de las cosas, y yo sé ocuparme de mí misma. Lo último que necesito es una confrontación entre vosotros dos.
—¿Qué hizo? ¿Qué te hizo exactamente ese borrachuzo hijo de de puta?
Scarpetta guarda silencio.
—Lleva a esa tirada de su novia de visita a tu edificio. Benton y yo vemos hasta el último detalle de lo que ocurre, vemos con toda claridad que está empalmado en el depósito de cadáveres. No es de extrañar. Es una erección potenciada porun gel de hormonas para satisfacer a esa puta zorra que no tiene la mitad de años que él. Y luego va y te hace esto.
—Ya vale.
—No pienso dejarlo. ¿Qué hizo? ¿Te arrancó la ropa? ¿Dónde la tienes? Es una prueba. ¿Dónde tienes la ropa?
—Ya vale, Lucy.
—¿Dónde está? La quiero. Quiero la ropa que llevabas puesta. ¿Qué hiciste con ella?
—Lo estás empeorando.
—La tiraste, ¿verdad?
—Déjalo estar.
—Agresión sexual, un delito grave, y veo que no piensas contárselo a Benton, o si no ya lo habrías hecho. Y tampoco ibas a contármelo a mí. Tuvo que decírmelo Rose, al menos confírmame que ella lo sospechaba. ¿Qué te pasa? Creía que eras una mujer de armas tomar, que eras poderosa. Lo he creído toda mi vida. Ahí está, tu defecto. Le permites hacerte eso y no lo delatas. ¿Por qué se lo permitiste?
—Vaya, ¿de eso se trata?
—¿Deque?
—Vamos a hablar de tu defecto.
—No vuelvas esto contra mí.
—Podría haber llamado a la policía, sí. Tenía a mi alcance su arma y podría haberlo matado, y habría estado justificado. Hay muchas cosas que podría haber hecho —dice Scarpetta.
—Entonces ¿por qué no las hiciste?
—Opto por el mal menor. Así se solucionará. Con cualquier otra opción, no se habría arreglado —arguye Scarpetta—. Y tú sabes bien por qué te has puesto así.
—No es cómo me he puesto yo, sino tú.
—Por causa de tu madre, mi patética hermana, que se llevaba a un hombre tras otro a casa. No es que sea dependiente de los hombres, es que tiene adicción a ellos —dice Scarpetta—. ¿Recuerdas lo que me preguntaste una vez? Por qué los hombres eran siempre más importantes que tú.
Lucy aprieta los puños.
—Dijiste que cualquier hombre en la vida de tu madre era más importante que tú. Y tenías razón. ¿Recuerdas la explicación que te di? Que Dorothy es una vasija vacía. No tiene que ver contigo, sino con ella. Siempre te sentiste violada por causa de lo que ocurría en tu casa... —Deja la frase en suspenso y una sombra hace que sus ojos adquieran un azul más profundo—. ¿Ocurrió algo? ¿Alguna otra cosa? ¿Alguna vez se propasó contigo uno de sus novios?