—No sé por qué tienes que hacerlo tú —empieza Shandyde nuevo, pero su voz es diferente, más queda, más fría, tal como suele ponerse con la primera escarcha del rencor—. Si piensas en todo lo que sabes y todo lo que has hecho... El gran detective de homicidios... Deberías ser tú el jefe, no ella. Ni la tortillera de su sobrina. —Pasa el último trozo de bollo por la salsa blanca que queda en el plato de papel—. La Gran Jefa ha conseguido convertirte en el hombre invisible.
—Te he dicho que no hables así de Lucy. No tienes ni zorra idea.
—Verdad no hay más que una. No hace falta que me lo digas tú. Todo el mundo en este bar sabe qué clase de silla monta ésa.
—Ya puedes dejar de hablar de ella. —Marino termina la copa con un gesto brusco—. Manten la boca cerrada en lo que respecta a Lucy. Ella y yo nos conocemos desde que era una cría. Le enseñé a conducir, le enseñé a disparar, y no quiero oír ni una palabra más, ¿lo entiendes? —Quiere otra copa, aunque sabe que no debería tomarla, porque ya se ha metido tres bourbons bien cargados entre pecho y espalda. Enciende dos pitillos, uno para Shandy y otro para él—. Ya veremos quién es invisible.
—Verdad no hay más que una. Tenías una carrera de las buenas antes de que la Gran Jefa empezara a mangonearte de aquí para allá. ¿Y tú por qué le sigues el juego? Yo ya sé por qué. —Le dirige una de sus miradas acusadoras y exhala un chorro de humo—. Piensas que podrías llegar a tirártela.
—Tal vez deberíamos mudarnos —comenta Marino—. Ir a una gran ciudad.
—¿Que me mude yo contigo? —Lanza más humo.
—¿Qué te parecería Nueva York?
—No podemos ir en moto en la maldita Nueva York. No pienso mudarme a una ciudad plagada de malditos yanquis engreídos; ni de coña.
Marino le ofrece su mirada más sexy y desliza la mano por debajo de la mesa para acariciarle la pierna; le aterra perderla. Todos y cada uno de los hombres de ese bar la desean,pero ella lo ha escogido a él. Le soba el muslo y piensa en Scarpetta y en lo que dirá, ahora que ha leído los correos de la doctora Self. Quizá se está dando cuenta de quién es Marino y de lo que piensan de él otras mujeres.
—Vamos a tu casa —propone Shandy.
—¿Cómo es que nunca vamos a tu casa? ¿Temes que te vean conmigo o algo así? ¿Porque vives rodeada de gente rica yo no estoy a la altura?
—Tengo que decidir si voy a quedarme contigo. Mira, no me hace gracia la esclavitud —dice ella—. Va a hacerte trabajar hasta matarte igual que un esclavo, y sé de lo que hablo. Mi bisabuelo era esclavo, pero mi padre no. A él nadie le dijo qué coño debía hacer.
Marino levanta el vaso de plástico vacío y le sonríe a Jess, que tiene un aspecto estupendo esta tarde, con vaqueros ajustados y un top ceñido. Aparece con otro Maker's Mark con ginger ale, lo deja delante de él y dice:
—¿Piensas volver en moto a casa?
—No hay problema. —Le guiña el ojo.
—Quizá deberías quedarte aquí. Hay una caravana vacía en la parte de atrás. —Tiene varias en el bosque detrás del bar, por si los clientes no están en condiciones de coger la moto.
—No podría estar mejor.
—Ponme otro. —Shandy tiene la mala costumbre de espetar órdenes a gente que no tiene su mismo estatus en la vida.
—Aún estoy esperando a que ganes el concurso de tuneo de motos, Pete. —Jess hace caso omiso de Shandy; habla mecánica, lentamente, sus ojos en los labios de Marino.
A él le llevó un tiempo acostumbrarse. Ha aprendido a mirar a Jess cuando habla, sin hacerlo en tono demasiado alto, sin exagerar la manera de expresarse. Apenas es consciente de la sordera de ella y se siente especialmente próximo a esa chica, quizá porque no pueden comunicarse sin mirarse.
—Ciento veinticinco mil dólares para el primero. —Jess alarga la pronunciación de la pasmosa suma.
—Seguro que este año lo ganan los River Rats —le dice
Marino a Jess, a sabiendas de que ella sólo le está tomando el pelo, tal vez flirteando un poco. Nunca ha tuneado una moto ni participado en ningún concurso, y nunca lo hará.
—Y yo apuesto por Thunder Cycle. —Shandy se inmiscuye de esa manera suya tan presuntuosa que Marino detesta—. Eddie Trotta está bueno que te cagas. Puede «trotar» hasta mi cama cuando quiera.
—Voy a confiarte algo —dice Marino a Jess, al tiempo que le pasa el brazo por la cintura y levanta la mirada para que ella pueda verle los labios—: un día de éstos voy a tener pasta gansa. No me hará falta ganar un concurso de tuneo de motos ni tener un curro de mierda.
—Debería dejar su trabajo de mierda, no gana lo suficiente para que le compense, o me compense a mí —juzga Shandy—. No es más que un piel roja para la Gran Jefa. Además, no le hace falta trabajar, ya me tiene a mí.
—¿Ah, sí? —Marino sabe que no debería decirlo, pero está borracho y rebosante de odio—. ¿Y si te dijera que me han hecho una oferta para salir en la tele en Nueva York?
—¿De qué? ¿En un anuncio de crecepelo? —Shandy ríe mientras Jess intenta leer lo que están diciendo.
—Como asesor de la doctora Self. Me lo ha estado pidiendo. —Debería cambiar de tema, pero no puede contenerse.
Shandy, que parece asombrada de veras, salta:
—Mientes. ¿Por qué habrías de importarle tú una mierda a ésa?
—Tenemos relación. Quiere que vaya a trabajar para ella. He estado pensándomelo, tal vez debería haber aceptado de inmediato, pero eso supondría mudarme a Nueva York y dejarte, cariño. —La rodea con el brazo.
Ella se aparta.
—Bueno, me parece que ese programa va camino de convertirse en una comedia.
—Carga a mi cuenta lo que está tomando nuestro invitado de ahí —dice Marino con bravucona generosidad a la vezque señala al individuo con el pañuelo del estampado de llamas sentado junto a su perro en la barra—. Tiene una mala noche. No le quedan más que cinco míseros dólares.
El tipo se vuelve y Marino echa un buen vistazo a su cara picada de cicatrices de acné. Tiene esos ojos de serpiente que Marino asocia con la gente que ha cumplido condena.
—Puedo pagar mi propia cerveza, maldita sea —masculla el tipo del pañuelo en la cabeza.
Shandy sigue quejándose a Jess, sin molestarse en mirarla a la cara, de manera que es como si estuviera hablando consigo misma.
—A mí no me da la impresión de que puedas pagar gran cosa, y te pido disculpas por mi hospitalidad sureña —responde Marino, lo bastante alto para que lo oigan todos los clientes del bar.
—Me parece que no deberías ir a ninguna parte. —Jess mira a Marino, su copa.
—Sólo hay lugar para una mujer en su vida, y un día de éstos se va a dar cuenta —le dice Shandy a Jess y a cualquiera que esté escuchando—. Además, sin mí ¿qué le queda? ¿Quién crees que le dio ese colgante tan chulo que lleva?
—Que te den por culo —le dice el tipo del pañuelo a Marino—. Mecagüen tu madre.
Jess se llega hasta la barra, se cruza de brazos y le dice al tipo del pañuelo:
—Aquí hablamos con corrección. Más vale que te largues.
—¿Cómo dices? —dice a voz en cuello, y se lleva una mano detrás de la oreja para burlarse de ella.
Marino echa atrás la silla arrastrándola por el suelo y en tres zancadas se planta entre los dos.
—Di que lo lamentas, gilipollas —le amenaza Marino.
Los ojos del tipo se clavan en los suyos como agujas. Arruga el billete de cinco dólares que ha sacado del cajero, lo tira al suelo y lo aplasta con la bota como si apagara una colilla. Le da una palmada al perro en el trasero y se dirige hacia la puerta al tiempo que le dice a Marino:
—¿Por qué no sales ahí fuera como un hombre? Tengo que decirte una cosa.
Marino les sigue a él y al perro por el aparcamiento de tierra hasta una vieja
chopper
, probablemente armada en los años setenta, un modelo de cuatro velocidades con pedal de arranque, decorada con llamas y con matrícula de aspecto extraño.
—De cartón —se fija Marino, y lo dice en voz alta—. Hecha en casa. Qué monada. A ver, qué tienes que decirme.
—¿Sabes por qué he venido esta noche? Tengo un mensaje para ti. ¡Siéntate! —le grita al perro, que se encoge de miedo y se agazapa sobre el vientre.
—La próxima vez, me envías una carta. —Marino lo coge por la pechera de la mugrienta cazadora vaquera—. Sale más barato que un funeral.
—Si no me sueltas, haré que te arrepientas. Tengo una razón para haber venido, y más vale que me escuches.
Marino le quita las manos de encima, consciente de que todo el mundo en el garito ha salido al porche a mirar. El perro sigue tumbado sobre el vientre, asustado.
—Esa zorra para la que trabajas no es bienvenida por aquí y haría bien en volverse por donde vino —dice el tipo del pañuelo—. No hago más que darte este consejo de parte de alguien que puede hacer algo al respecto.
—¿Cómo la has llamado?
—Lo que puedo decirte es que esa zorra tiene unas tetas de cuidado. —Ahueca las manos y lame el aire—. Si no se larga de la ciudad, voy a averiguar si me gustan.
Marino le suelta una patada a la
chopper
, que cae al suelo con un golpe seco. Saca la Glock del calibre 40 que lleva remetida en el pantalón por la parte de atrás y apunta al tipo entre los ojos.
—No seas tonto —le dice el tipo, al tiempo que los moteros empiezan a gritar desde el porche—. Si me pegas un tiro, ya puedes dar por terminada la mierda de vida que llevas.
—¡Eh! ¡Eh! ¡Eh!
—¡Venga, tranquil
—¡Pete!
Marino tiene la sensación de que la parte superior del cráneo se le separa flotando del resto del cuerpo mientras mira fijamente el punto entre los ojos del hombre. Desliza hacia atrás la guía del arma para introducir una bala en la recámara.
—Si me matas, date por muerto tú también —insiste el del pañuelo, pero está asustado.
Los moteros están de pie, venga gritar, y Marino es vagamente consciente de que algunos se aventuran a salir al aparcamiento.
—Recoge esa mierda de moto y lárgate —le dice Marino, y baja el arma—. Deja al perro.
—¡No pienso dejar a mi maldito perro!
—Vas a dejarlo. Lo tratas de puta pena. Y ahora largo de aquí antes de que te abra un tercer ojo.
Mientras la
chopper
se aleja con un bramido, Marino vacía la recámara y vuelve a meterse la pistola en el pantalón a la espalda, sin saber muy bien qué le acaba de sobrevenir, cosa que le aterra.
Acaricia al perro, que sigue aplastado sobre el vientre y le lame la mano.
—Ya encontraremos alguna buena persona que se ocupe de ti —le dice Marino mientras alguien lo coge por el brazo con fuerza. Levanta la mirada hacia Jess.
—Me parece que ya es hora de que te ocupes de esto —le aconseja.
—¿De qué me hablas?
—Ya sabes de qué, de esa mujer: te lo advertí. Te está machacando, te hace sentir como un don nadie, y mira lo que pasa. En apenas una semana te has convertido en un salvaje.
Las manos le tiemblan sin cesar. Mira a Jess para que pueda leerle los labios.
—Ha sido una estupidez, ¿verdad, Jess? Y ahora ¿qué? —Acaricia al perro.
—Será el perro del bar, y si ese tipo vuelve por aquí, nosaldrá bien parado. Pero ahora más vale que te andes con cuidado, porque has echado algo a rodar.
—¿Lo habías visto alguna vez?
Ella niega con la cabeza.
Marino se fija en que Shandy está en el porche, junto a la barandilla. Se pregunta por qué no ha salido de allí. Él ha estado a punto de matar a alguien y ella sigue en el porche.
En alguna parte ladra un perro. Es noche casi cerrada y los ladridos se vuelven más insistentes.
Scarpetta detecta el lejano ritmo acompasado —
patata-patata-patata
— del carburador de la Roadmaster de Marino. Oye que el maldito trasto se mete por Meeting Street, hacia el sur. Unos momentos después brama por el estrecho paseo detrás de su casa. Marino ha estado bebiendo, lo ha advertido al hablar con él por teléfono, porque se ha mostrado odioso.
Hace falta que esté sobrio si van a mantener una conversación productiva, tal vez la más importante que han tenido nunca. Empieza a preparar café mientras él gira por King Street y luego dobla a la izquierda de nuevo para enfilar el estrecho sendero de entrada que Scarpetta comparte con su desagradable vecina, la señora Grimball. Marino le da al acelerador varias veces para anunciarse y luego apaga el motor.
—¿Tienes algo de beber aquí? —pregunta en cuanto Scarpetta abre la puerta de entrada—. Un poco de bourbon no me vendría nada mal. ¡Verdad que sí, señora Grimball! —grita en dirección a la casa de estructura amarilla, y entonces se mueve una cortina. Él asegura el candado en la horquilla delantera de la moto y se mete la llave en el bolsillo.
—Entra ahora mismo —le insta Scarpetta al darse cuenta de que está más ebrio de lo que pensaba—. Por el amor de Dios, ¿por qué te parece necesario entrar en moto por el paseo y gritarle a la vecina? —le reprocha mientras él la sigue hasta la cocina, los pasos de sus botas bien sonoros, rozando casi con la cabeza el dintel de cada puerta a medida que pasan.
—Razones de seguridad. Me gusta comprobar que no ocurre nada ahí atrás, que no hay algún coche fúnebre abandonado o algún sin techo merodeando.
Coge una silla y se deja caer en ella repantigado. El olor a alcohol que despide es intenso, tiene la cara enrojecida y los ojos inyectados en sangre.
—No puedo quedarme mucho rato —le dice—. Tengo que volver con mi chica. Se piensa que estoy en la morgue.
Scarpetta le ofrece un café solo.
—Vas a quedarte lo suficiente para que se te pase, o de lo contrario no irás a ninguna parte en moto. Me cuesta creer que hayas podido conducirla en ese estado. No es propio de ti. ¿Qué te ocurre?
—Bueno, me he tomado unas copas. No tiene importancia. Estoy bien.
—Claro que tiene importancia, y no estás bien. Me trae sin cuidado lo supuestamente bien que aguantas el alcohol. Todos los conductores borrachos creen que están bien antes de acabar muertos, tullidos o en la cárcel.
—No he venido aquí a que me sermoneen.
—No te he invitado para que aparecieras borracho.
—¿Para qué me has invitado? ¿Para soltarme una bronca? ¿Para señalarme otro de mis fallos? ¿Alguna otra cosa que no está a la altura de la parra a la que estás subida?
—No es propio de ti hablar así.
—Igual es que nunca me has escuchado.