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Authors: John Christopher

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

El estanque de fuego

 

«El Estanque de Fuego» es la tercera y última parte de la llamada «Trilogía de los Trípodes», comenzada en «Las Montañas Blancas» y continuada en «La Ciudad de Oro y de Plomo». En esta novela, Will Parker es escogido en primer lugar como señuelo para detener a un trípode y capturar a uno de los Amos; después, como miembro de una de las tres expediciones destinadas a destruir, desde su interior, las Ciudades de los Amos. Finalmente, en el desesperado y crucial ataque a la última Ciudad, cuando el futuro del mundo pende de un hilo, Will jugará un papel vital. Los seguidores de la «Trilogía» comprobarán cuánto tiene que ver este libro con la historia real, pues se verán implicados de modo insospechado en la aventura de sus personajes, y en su apasionante lucha por la libertad.

John Christopher

El estanque de fuego

Trilogía de los trípodes - 3

ePUB v1.0

Almutamid
05.07.12

Título original:
The Pool of Fire

Autor: John Christopher, 1968

Traducción: Eduardo Lago

Ilustración portada: Tim Hildebrandt

Editor original: Almutamid (v1.0)

ePub base v2.0

VOLUMEN I
CAPÍTULO 1
UN PLAN DE ACCIÓN

Por todas partes se oía el rumor del agua. En unos lugares no era más que un débil murmullo que sólo se oía gracias al profundo silencio que reinaba; en otros, un fragor misterioso, lejano, algo así como la voz de un gigante que hablara consigo mismo en las entrañas de la tierra. Pero había también lugares en los que se precipitaba clara, estruendosamente; lugares donde, a la luz de las lámparas de petróleo, se podía ver cómo el torrente descendía tumultuosamente por un cauce rocoso o caía en cascada desde un escarpado alto de piedra. Y lugares donde el agua estaba en calma, formando extensiones negras y alargadas, en las que el ruido se acallaba, convirtiéndose en un goteo monótono… incesante desde hacía siglos, y que así seguiría durante muchos siglos más.

Me relevaron de la guardia para que acudiera a la conferencia, y así atravesé los túneles escasamente iluminados, tarde y a solas.

Aquí se entremezclaba la labor de la naturaleza con el trabajo del hombre. Las convulsiones de la tierra y la acción de ríos desaparecidos hace muchos años habían excavado estas cavernas y canales en las montañas de piedra caliza, pero los antiguos también habían dejado su huella. Aquí estuvieron los hombres en el pasado, alisando suelos desnivelados, ensanchando grietas estrechas, clavando barandillas en piedra artificial para ayuda y guía del viajero. Había también unos cables largos que parecían cuerdas, y que antaño transportaban una energía llamada electricidad, que encendía unos globos de vidrio a lo largo del camino. Larguirucho me dijo que nuestros sabios habían vuelto a descubrir cómo se hacía esto, pero precisaban unos recursos de los que no podían disponer aquí, ni tal vez pudieran mientras los hombres se vieran obligados a ocultarse como ratas en los oscuros rincones de un mundo gobernado por los Trípodes, esos enormes monstruos metálicos que recorrían la superficie de la Tierra dando zancadas con sus tres patas gigantescas.

Ya he relatado cómo dejé mi pueblo natal, a instancias de un hombre muy raro que se daba a sí mismo el nombre de Ozymandias. Esto sucedió el verano que hubiera debido ser el último antes de que me presentaran para la ceremonia de la Placa. Durante la misma, a los chicos y chicas que ese año cumplían catorce años los conducían al interior de un Trípode y más tarde volvían llevando la Placa (una malla de metal íntimamente encajada en el cráneo que convertía a quien la llevaba en alguien totalmente sumiso a nuestros gobernantes extranjeros). Siempre ocurría que las mentes de unos pocos quedaban destruidas como consecuencia de la tensión a que los sometía la inserción de la Placa; éstos se transformaban en Vagabundos, hombres incapacitados para desarrollar un pensamiento normal, que erraban de lugar en lugar sin ningún objetivo. Ozymandias se hacía pasar por uno de ellos. En realidad su misión consistía en reclutar gente dispuesta a luchar contra los Trípodes.

Así hice, junto con mi primo Henry, que vivía también en mi pueblo, y más tarde con Larguirucho, un largo viaje hacia el sur. (El nombre verdadero de este último era Jean Paul, pero le apodamos Larguirucho por ser tan alto y delgado). Por fin llegamos a las Montañas Blancas, donde hallamos la colonia de hombres libres de la que había hablado Ozymandias. Desde allí, al año siguiente, enviaron a tres de nosotros para que penetráramos como punta de lanza en la Ciudad de los Trípodes y averiguáramos sobre ellos cuanto pudiéramos.

No éramos, sin embargo, los tres de antes. Henry se quedó atrás, y en su lugar teníamos a Fritz, oriundo del país de los alemanes, en el cual se hallaba la Ciudad. Él y yo nos introdujimos en la Ciudad, servimos en calidad de esclavos de los Amos (criaturas reptiles y monstruosas, con tres piernas y tres ojos, procedentes de una estrella lejana) y averiguamos algo sobre su naturaleza y sus planes. Pero sólo yo logré escapar, zambulléndome en el desagüe de la Ciudad, que daba a un río, donde me rescató Larguirucho. Estuvimos aguardando, con la esperanza de que Fritz lograra hacer lo mismo, hasta que, por causa de la nieve y la inminente presencia del invierno, nos vimos obligados a regresar, apesadumbrados, a las Montañas Blancas.

Cuando llegamos nos encontramos con que la colonia se había trasladado. Esto era resultado de una prudente decisión de Julius, nuestro líder. Había previsto la posibilidad de que el enemigo nos desenmascarara y, una vez atrapados e indefensos, explorara nuestras mentes. De modo que, sin decirnos nada, habían elaborado un plan para evacuar el Túnel de las Montañas Blancas, dejando tan sólo unos pocos vigías aguardando nuestro anhelado regreso. Los vigías nos descubrieron a Larguirucho y a mí cuando contemplábamos tristemente la fortaleza abandonada, y nos condujeron al nuevo cuartel general.

Éste se encontraba lejos hacia el este, en terreno de colinas, más bien que montañoso. Era una tierra de valles estrechos, flanqueados por colinas estériles, en su mayor parte cubiertas de pinos. Los que llevaban Placa ocupaban el fondo de los valles, nosotros las lomas. Vivíamos en una serie de cuevas que discurrían tortuosamente entre las alturas, a lo largo de numerosas millas. Afortunadamente había varias entradas. Teníamos centinelas en todas ellas y un plan de evacuación en caso de ataque. Pero hasta ahora todo estaba en calma. Hacíamos incursiones entre los que llevaban la Placa para procurarnos alimentos, pero teníamos cuidado de que las partidas que efectuaban las incursiones se alejaran mucho de la casa antes de dar el golpe.

Ahora Julius había convocado una conferencia y a mí, como única persona que había visto el interior de la Ciudad, —y visto a un Amo cara a cara—, se me había relevado de la guardia para que pudiera asistir.

En la cueva donde se celebraba la conferencia, el techo se arqueaba conformando una oscuridad impenetrable para nuestras lámparas: nos hallábamos sentados bajo un cono de noche en cuyo seno jamás brillaban las estrellas. Las lámparas parpadeaban en las paredes, y había más sobre la mesa, tras la cual estaban Julius y sus consejeros, sentados en sillas de madera toscamente talladas. Cuando me acerqué, Julius se puso en pie para saludarme, pese a que cualquier movimiento físico le causaba molestias, cuando no dolor. De niño quedó lisiado por una caída y ya era un anciano de pelo cano, aunque con las mejillas curtidas como consecuencia de los largos años que había pasado en medio de la atmósfera luminosa y enrarecida de las Montañas Blancas.

—Ven y siéntate a mi lado, Will, —dijo—. En este momento empezábamos.

Larguirucho y yo habíamos llegado hacía un mes. Inmediatamente les dije a Julius y a los demás miembros del Consejo todo lo que sabía e hice entrega de las muestras del venenoso aire verde de los Amos y del agua de la Ciudad que había logrado traer conmigo. Yo esperaba una rápida actuación de alguna índole, aunque no sabía cuál. Había de ser, pensaba yo, rápida. Una cosa que pude decirles fue que una gran nave se hallaba en camino a través del espacio, procedente del mundo originario de los Amos, transportando máquinas que transformarían la atmósfera de nuestra Tierra en un aire apto para que ellos lo respiraran con naturalidad, de modo que no tendrían que permanecer en el interior de las cúpulas protectoras de las Ciudades. Los hombres y todas las demás criaturas nacidas en nuestro planeta perecerían cuando espesara la asfixiante neblina verde. Mi propio Amo había dicho que llegaría dentro de cuatro años, y que entonces se instalarían las máquinas. Había poquísimo tiempo.

Era como si Julius se estuviera dirigiendo a mí, respondiendo a mis dudas. Dijo:

—Muchos de vosotros estáis impacientes, lo sé. Es bueno que lo estéis. Todos sabemos lo tremenda que es la tarea que nos aguarda, su urgencia. No hay excusa para que se demore necesariamente la acción, para que se desperdicie el tiempo. Cada día, cada hora, cada minuto cuentan.

»Pero hay otra cosa que cuenta tanto o más; se trata de la prudencia. Precisamente porque los acontecimientos nos apremian tanto hemos de pensarlo mucho antes de actuar. No podemos permitirnos demasiados movimientos en falso; tal vez no nos podamos permitir ninguno. Por consiguiente, vuestro Consejo ha deliberado larga e inquietamente antes de presentarse ante vosotros con sus planes. Ahora os los expondré a grandes rasgos, pero cada uno de vosotros ha de desempeñar un papel individual; éste se os comunicará más adelante.

Se detuvo y vio que alguien del semicírculo situado ante la mesa se había puesto en pie. Julius dijo:

—¿Deseas hablar, Pierre? Más tarde habrá ocasión, ya sabes.

Pierre era miembro del Consejo cuando llegamos por primera vez a las Montañas Blancas. Era un hombre oscuro y difícil. Pocos hombres se enfrentaban a Julius, pero él lo había hecho. Supe que se había opuesto a la expedición a la Ciudad de Oro y Plomo, así como a la decisión de trasladarse desde las Montañas Blancas. Al final había abandonado el Consejo, o lo habían expulsado; era difícil saberlo a ciencia cierta. Procedía del sur de Francia, de las montañas que limitaban con territorio español. Dijo:

—Lo que tengo que decir, Julius, es mejor decirlo al principio que al final.

Julius asintió:

—Dilo, pues.

—Hablas de que el Consejo se presenta ante nosotros con sus planes. Hablas de desempeñar papeles, de hombres a los que se dice lo que han de hacer. Yo te recordaría, Julius, que no te diriges a hombres que llevan Placa, sino a hombres libres. Debieras dirigirte a nosotros preguntando, no dando órdenes. Tú y tus consejeros no sois los únicos capaces de hacer planes para derrotar a los Trípodes. Hay otros no exentos de sabiduría. Todos los hombres libres son iguales y tienen derecho a la igualdad. Lo exige, además de la justicia, el sentido común.

Dejó de hablar pero siguió en pie, en medio de más de cien personas que se sentaban sobre la roca desnuda. Fuera reinaba el invierno, e incluso estas colinas tenían un manto de nieve, pero, como en el Túnel, nos protegía un grueso manto de roca. Aquí la temperatura no cambiaba jamás, ni con los días ni con las estaciones. Aquí no cambiaba nada.

Julius dejó pasar un momento antes de decir:

—Los hombres libres pueden gobernarse a sí mismos de modos diferentes. Al vivir y trabajar juntos deben ceder una parte de su libertad. La diferencia entre nosotros y los que tienen Placa es que nosotros la cedemos voluntariamente, de buen grado, por la causa común, mientras que ellos tienen la mente esclavizada por criaturas extrañas que los tratan como si fueran ganado. Además hay otra diferencia. Consiste en que los hombres libres, cuando ceden algo, lo ceden sólo temporalmente. Se hace por consentimiento, no a la fuerza ni con engaños. Y el consentimiento es algo que siempre puede retirarse.

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