Tampoco nosotros estábamos tranquilos, a causa del pozo que teníamos debajo. Durante años, el Castillo Di Caela había disfrutado del funcionamiento del sistema de agua corriente por medio de cañerías, gracias a la previsión de uno de los antepasados de sir Robert, que había mandado construir la fortaleza encima de un enorme pozo artesiano. Ahora, ese acierto se convertía para nosotros en una amenaza, ya que los manantiales subterráneos sólo tenían una pequeña salida natural a la superficie y las aguas subterráneas reducían las filtraciones y el caudal acostumbrados. El más nervioso de los ingenieros sufría pesadillas en las que un monstruoso geiser hacía saltar a los cielos de Solamnia todo el Castillo Di Caela con sus habitantes, el cual se hacía pedazos al volver a caer a la tierra a varios kilómetros de distancia.
Sólo las tierras altas parecían permanecer relativamente secas: una cadena de colinas flanqueada de inundados cantos, que se extendía casi treinta kilómetros en dirección al oeste, desde el Castillo Di Caela hasta penetrar en las estribaciones de las montañas Vingaard. Un viajero podría olvidarse de vadear el río y seguir la empedrada cresta conocida como Calzada de las Tierras Altas. Desde allí no tendría dificultad en adentrarse en los a veces oscuros y tortuosos pasos.
Abundan las leyendas referentes a esa época, increíbles historias de extrañas emigraciones y ahogamientos. Cuando las aguas se retiraron al fin, más de un mes después de la ceremonia en que fui armado caballero, viajeros y animales carroñeros seguían encontrando huesos de pájaro por doquier, restos de gorriones y ruiseñores, pero también los esqueletos más pesados de buhos y aves de rapiña. Se contaba que los árboles en que dormían esas aves de cierto tamaño habían quedado sumergidos bajo las aguas de manera tan rápida y violenta que sus ocupantes tuvieron que verse sorprendidos en pleno sueño. En cuanto a los pajarillos pequeños, debieron de caer sencillamente exhaustos después de volar días enteros en círculos, sin hallar un sitio donde posarse.
Y, por una vez, parece que la gente pobre que residía en la parte sur de Solamnia tuvo más suerte que sus compatriotas ricos. Porque los pobres construían sus casas con madera, en vez de utilizar la piedra, y muchas de ellas se alejaron flotando hacia el norte y el este, a través de las llanuras, hasta posarse en un terreno más elevado. Algunas llegaron hasta detrás del alcázar de Vingaard, a medio camino de las montañas Dargaard.
Cualesquiera que fuesen las circunstancias, hubo desaparecidos y ahogados. Y más de una persona se vio arrastrada por las aguas, sin que su destino pudiera averiguarse nunca.
En cuanto a nuestra partida, poco misterio había.
A la mañana siguiente de los incidentes en la cuadra, junto a la muralla exterior fueron reunidos seis caballos que los mozos condujeron luego a un lugar más alto, donde no tuviésemos que montarlos metidos en el fango hasta los tobillos. Dos de los animales iban cargados de provisiones: comida, ropa seca y armas de repuesto, todo ello envuelto en lonas por las que el agua resbalaba, para caer a pequeños chorros al suelo.
De momento, las provisiones se mantenían secas, pero de continuar la lluvia tendríamos problemas.
Los demás caballos eran para nosotros cuatro, desde luego. Para Ramiro y su escudero Oliver, y para mí y mi hermano Alfric. Recién sacado de su maloliente escondrijo, Alfric demostró bastante habilidad al hacer salir a
Lily
de su cuadra extrañamente silenciosa al fresco y húmedo aire de la madrugada solámnica. Se colocó junto a Oliver detrás de Ramiro y de mí, sujetando ceñudo las riendas de uno de los animales de carga.
Yo estaba soñoliento aquella mañana, y había dormido a ratos en la cuadra mientras Oliver preparaba cuatro monturas: la de Ramiro y la suya, más las dos bestias de carga. Me despertaba de vez en cuando la débil luz del farol, que oscilaba iluminando el costado de los caballos, el ruido de la lluvia sobre el tejado o algún ronquido de placer soltado por
Lily.
Percibía asimismo los sonidos que producía Oliver ocupado en cualquier detalle con una muda eficiencia que casi me asustaba, y me pregunté si era de esa forma como un auténtico escudero debía actuar.
Me levanté luego de repente, salí a la lluvia, atravesé el patio y entré en el castillo, totalmente empapado. Era la última visita a mis aposentos. Raphael había dejado bien a la vista todas mis pertenencias, por miedo a que yo olvidase algo esencial.
El broche, los guantes y el silbato seguían encima de mi cama, en la oscuridad. No vacilé ni un momento.
Rápidamente tomé el silbato y lo metí en el fondo del bolsillo de mi túnica. A no dudarlo, Brithelm se alegraría de verlo cuando nos encontrásemos. Casi sin pensarlo, me guardé también los guantes.
Por otro lado examiné con gran atención el broche, para cerciorarme de que no faltaba ninguna piedra.
¿Qué había dicho la visión acerca de los ópalos? «En ellos se halla el camino de mi oscuridad...» Un sentimiento lóbrego me invadió. Los ópalos atraparon la luz de las antorchas y centellearon cuando los conté. Por último, el broche se unió a los demás objetos en el fondo de mi bolsillo.
Elazar y Fernando tendrían que esperarme, sobre todo si alguna de las cosas que yo poseía podía constituir la clave para descubrir el paradero de mi hermano Brithelm.
Reunidos mis tesoros, regresé a la cuadra y me entregué durante una hora más a un inquieto sueño, en el que las voces de los Hombres de las Llanuras salían de las gárgolas situadas en las cornisas del castillo.
* * *
Ramiro y yo partimos por la puerta grande del Castillo Di Caela, cabalgando uno al lado del otro, para adentrarnos en los encharcados campos del oeste, con nuestros escuderos detrás y, delante, sólo los dioses sabían qué.
Bayard nos saludó en el portón, transportado en unas parihuelas por dos sudorosos cirujanos, mientras un tercero sostenía ceñudo un paraguas sobre mi medio incorporado amigo y maestro.
—¡Caballeros! —dijo Bayard con su voz más solemne y ceremoniosa—. ¡Que los dioses os amparen en vuestra empresa, y que vos, sir Ramiro, obtengáis amable instrucción del caballero al mando de la misión!
Yo hubiese querido pedirle a Bayard que callara, dada la mirada de reojo que Ramiro acababa de lanzarme. Pero, fiel a su naturaleza solámnica, el señor del Castillo Di Caela estaba en plena exaltación.
—Y vos, sir Galen Pathwarden Brightblade, ¡que vuestro espíritu se vea alentado por Huma y demostréis ser eficaz, ingenioso y digno de la responsabilidad que pesa sobre vos! Sed benévolo en la instrucción de vuestros subordinados, ya que, con frecuencia, el jefe puede aprender de quienes lo siguen. Sin embargo, dad energía férrea a vuestras órdenes, y no permitáis que nadie ponga en duda vuestra sensatez y vuestras resoluciones.
Eso, para facilitar mi paso al mando... Ahora, hasta los caballos me odiarían. Con una débil sonrisa, le encargué transmitir mis saludos a lady Enid y sir Robert.
Seguidamente, y aunque con extrema reluctancia, abandone la fortaleza seguido de mis hombres y mis caballos.
* * *
En Coastlund se dice que una larga mirada hacia atrás trae mala suerte, cuando uno inicia un viaje. Si eso era cierto, todos los desastres y peligros y cosas extrañas a los que nos enfrentásemos en los días venideros serían por mi culpa, porque yo no hice más que reproducir en mi memoria mi hogar de los últimos tiempos, con sus torres y almenas, cuando cruzábamos las puertas para encaminarnos hacia el oeste en busca de tierras altas y más secas.
Lo que quedaba detrás de mí, eran edificios llenos de monotonía: un lugar que me había empujado a la distracción, por no mencionar ya a Marigold. Era un sitio del que yo siempre me había dicho que abandonaría encantado.
Pero lo que ahora me aguardaba resultaba terriblemente incierto. La llanura estaba tan llena de agua que sería imposible seguir un camino, y sólo podría guiarse por los mojones quien supiese navegar fijándose en las estrellas. No costaba imaginarse, además, lo que aparecería cuando las aguas bajasen de nivel, y mi imaginación tendía a dispararse de manera desagradable, en semejantes casos. Me figuré monstruos marinos arrojados a la costa, que empezaban a aprender a servirse de las aletas como patas; unos monstruos que se cruzarían en nuestra senda cuando, a no dudarlo, su hambre fuese desesperada. Creí ver hombres ahogados, colgados de los árboles. ¿Y qué sucedería en lo alto de las montañas, y en qué catastrófica situación encontraría a Brithelm, seguramente agotado antes de que nosotros pudiéramos abrirnos camino a través del lóbrego amanecer y de las turbias aguas?
Todo junto eran unas perspectivas muy negras, en comparación con las cuales no tenían ninguna importancia las inconveniencias de Bayard, las atenciones de Marigold, las amenazas de Dannelle Di Caela y su próxima presencia, ni el misterioso fenómeno del broche visionario.
En más de un momento estuve a punto de hacer dar media vuelta a mi montura y alejarme de Ramiro, Alfric y Oliver para volver a entrar por las puertas occidentales del Castillo Di Caela y perderme bajo los edredones en mis aposentos durante seis o siete meses. Marigold no tardaría en llamar a mi puerta con el pelo peinado y asentado con bandolina hasta darle la forma de un corazón amarillo, y con los brazos cargados de llamativos pasteles. Y quizá lo habría hecho, de no ser porque la deserción de un caballero podía ser castigada con la muerte, según las antiguas leyes solámnicas. No cabía duda de que, dado su humor en aquellos momentos, Ramiro habría estado más que satisfecho de interpretar como tal mi negativa a seguir adelante.
En consecuencia, eché una última mirada al Castillo Di Caela y, luego, fijé la vista en dirección oeste, hacia la cumbre de una oscura colina que constituía una de las estribaciones más orientales de las tierras elevadas y apenas resultaba visible en medio de la grisácea luz del amanecer y de la insistente lluvia.
Allí, en un pequeño y nebuloso bosquecillo situado en el arranque de la Calzada de las Tierras Altas, nos aguardaba una menuda figura encapuchada. Y yo me dije que mis problemas iban a aumentar de forma considerable.
Había temido el momento del encuentro con Dannelle, y temido también todas las preguntas que pudiesen formularme mis compañeros, todos los gestos y movimientos de cabeza solámnicos y todas las opiniones mantenidas en silencio.
Así pues, contuve unos instantes la respiración cuando ella sacó a su caballo de entre la arboleda. Se había recogido el cabello para el viaje e iba cubierta con una capa, aparte de llevar botas y un arma, pero la lluvia ya la había empapado. Además se la veía sucia de barro.
No obstante, la presencia de Dannelle nos dejó boquiabiertos a todos. Incluso a Oliver, un muchacho de sólo trece años, que sin duda consideraba ya vieja sin remedio a una mujer de veinte. Después de empujar hacia atrás su capucha, la joven montó en su pequeño palafrén gris con la facilidad de un soldado de caballería, fija ya la mirada en la calzada que teníamos delante.
—¡Loado sea Huma! —murmuró Alfric—. ¡Ya me siguen las mujeres!
Ramiro fue el primero en dirigirse a Dannelle, y lo hizo con una torpe inclinación desde su silla. Mientras hablaba, unas castañas asadas le cayeron de los bolsillos.
—Es un honor, señora, que con un tiempo tan inclemente os hayáis aventurado a venir tan lejos para decirnos adiós. Pero, como sin duda sabréis, la lluvia no parece dispuesta a amainar, y un diluvio como el que ahora cae resulta sumamente desagradable para una persona frágil y delicada.
—Ya veremos cómo les ha sentado a las personas frágiles y delicadas, cuando regresemos del viaje —replicó Dannelle.
Ramiro me miró pasmado. Oí romperse un frasco, seguido de un juramento de Alfric, y el agobiante olor de una colonia muy barata surgió detrás de mí.
Todos miramos a Dannelle, que esbozó una atractiva sonrisa. Y, aunque estoy seguro de que ninguno de nosotros era partidario de que ella se uniese al grupo, todos nos habríamos dejado destripar, descuartizar y cocer vivos antes de tener que perderla de vista. Sin decir palabra, la joven se colocó a mi lado en la columna.
Ramiro parecía comérsela con los ojos, como si fuera un budín o una garrafa de vino. Alfric, por su parte, se abrió paso empujando hacia atrás al pobre Oliver, que cayó sentado en el fango y, pese a ello, se situó de manera que no se le escapara ninguna información interesante ni cualquier expresión de cariño.
En conjunto éramos como un enjambre de zánganos que persiguiese a su reina cuando por fin alcanzamos terreno más seco y enfilamos el camino hacia las montañas Vingaard, que quedaban al oeste.
* * *
No hace falta decir que Ramiro no tenía verdadera intención de permitir que el mando lo ejerciera yo, sobre todo ahora que existía una Dannelle Di Caela ante la que pavonearse y a la que impresionar y deslumbrar. Fiel a las formas de proceder sí que era: a la Medida y a su promesa hecha a Bayard, pero al cabo de una hora de camino por la Calzada de las Tierras Altas ya se vio claro cómo lo había planeado todo.
—¿Hacemos un alto para descansar un poco y tomar una ligera refacción? —me preguntó Ramiro, inclinándose hacia atrás en su silla. Su poderoso semental gruñó y, con un decidido movimiento, movió las ijadas para adaptarse mejor al cambio en el peso que llevaba. Debajo de la ancha ala de su «sombrero de viaje», una monstruosidad de paja que olía a agua, sudor y años de uso, asomaba entre las sombras su narizota y, en alguna parte detrás de la cortina de lluvia que resbalaba de su sombrero, distinguí el brillo de sus pequeños ojos, que me observaban.
En el acto me puse en guardia, porque recordé lo que por el castillo corría de boca en boca entre los cocineros y reposteros: «Cuando sir Ramiro de Maw pide el almuerzo, procura estar ocupado en cualquier otra parte, porque en caso contrario te tocará trabajar sin descanso hasta después de la cena».
Por lo que yo sabía de Ramiro, una parada seguiría a la otra. El camino se alargaría cada vez más, convirtiéndose en un lento arrastrarse hacia el oeste, y el viaje que debiera durar tres días nos llevaría un mes entero.
—¿Por qué no adelantamos un poco más, sir? —contesté de modo cortés, aunque con la intención de que en mi voz se notara algo de autoridad.
La lluvia pareció amainar ligeramente mientras yo hablaba, y me descubrí casi gritándole a la oreja a Ramiro en medio de la mollizna y del chapaleteo de los cascos de los caballos que nos seguían.